En la Gran Biblioteca de Palanthas, las palabras fluían de la pluma de Astinus…
—¡Imposible! ¡Imposible! —exclamó Takhisis, incrédula, dentro de la negra esfera mientras miraba malignamente a Draaddis Vulter.
Todo el laboratorio del hechicero parecía vibrar con la ira de la Reina de la Oscuridad, y el Túnica Negra hizo una profunda reverencia en un intento de mitigar la cólera de su diosa.
—Si queréis interrogar vos misma al mensajero, puedo ordenarle que venga a vuestra presencia. Cuando regresó, sólo recordaba que se había producido una lucha y que Jarume Kaldre había muerto abrasado. Me temo que debí de cometer algún error cuando creé al mensajero; pero confío en que con la ayuda de vuestra sabiduría y poder seré capaz de enmendar mi error.
—Tus lisonjas no me impresionan, hechicero. Trae al mensajero a mi presencia —gruñó la Reina del Mal.
Draaddis colocó un alto taburete enfrente del orbe y fue hasta el otro extremo de la habitación, donde la rata alada se entretenía con un mendrugo de pan. La cogió por la cola y la depositó en el escabel. El animal chillaba y se retorcía, pero quedó inmóvil y tembloroso tan pronto como Takhisis penetró en su mente y se la exploró. Cuando quedó libre del dominio de la diosa, se escabulló a toda velocidad y se escondió tras unas tinajas, temblando de pavor.
—No puedo creerlo. ¿Cómo ha podido un kender acabar con Kaldre? ¿Cómo podía saber que sólo era vulnerable al fuego?
—Es posible que no lo supiera, mi señora. Los kenders son criaturas extrañas que obedecen a una lógica diferente a la nuestra —aventuró Vulter en un intento de aplacar un enfado que en cualquier instante podía volverse contra él—. ¿Creéis que el mensajero ha dicho toda la verdad?
—Ése mensajero tuyo no es más que una rata con alas y no tiene ni la capacidad para mentir. Sólo puede dar cuenta de lo que ha presenciado, a menos que… que tú le hayas ordenado lo contrario.
Draaddis se alejó de la esfera, como si la distancia pudiera protegerlo.
—No temas. Ni siquiera tú te beneficiarías por traerme tan malas noticias, y lo sabes —espetó la Reina Oscura.
—En efecto, mi reina; yo no deseo más que triunféis en todos vuestros propósitos.
—Tú asegurarás ese éxito, mago. Tú, en persona, capturarás a la kender y al merchesti y recuperarás la piedra. Sólo entonces, cuando hordas de merchestis asolen Krynn, tendrás tu recompensa.
—¿Hor… hordas de…? —balbució el hechicero—. Sabía que planeabais que la madre del cachorro penetrara en nuestro mundo, pero…
—No se trata de que traigamos uno sólo, sino de todos los que podamos —espetó la diosa que paralizó al hechicero con el poder de la mirada—. Las razas y las tierras de Ansalon están todavía divididas. Su mutua desconfianza tras el Cataclismo todavía perdura; sin embargo, cada día que pasa pelean menos entre ellos y se sienten más unidos. Debo salir de aquí antes de que unan sus fuerzas. Debo apoderarme del mundo antes de que se haga más fuerte. Los merchesti podrían propagar la confusión y el desorden que necesito.
—Pero ¿cómo…? —Draaddis Vulter se interrumpió, se había percatado de que la reina ardía en deseos de que él pusiera en marcha sus planes y no quiso contrariarla más. Sin embargo, la diosa le leyó el pensamiento y soltó un bufido que hizo que se resquebrajaran unas cuantas vasijas del laboratorio.
—Podremos usar la piedra del portal del kender en combinación con la del otro plano. Si lo conseguimos, ¿quién podrá impedir que abramos un portal lo bastante grande para que entren por él tantos merchesti como necesitemos?
—Vuestra inteligencia sólo se equipara con vuestra sagacidad —replicó el nigromante—. Me inclino ante tanta sabiduría.
—No hay tiempo para inclinaciones, necio. He percibido el poder de las piedras y el estremecimiento de la materia entre los planos. Ya sé cómo funcionan. Es posible que hasta la pequeña aprendiz haya conseguido abrir el portal, y hasta sería posible que hubiese sido succionada por él. Afortunadamente, la dejaron en Lytburg.
—Sí, afortunadamente —coreó Draaddis.
—Todavía debemos capturar a esos miserables ladrones y al merchesti. Luego, abriremos el portal. Cuando consigamos traer al adulto a nuestro mundo, tú y tus hombres emprenderéis la búsqueda del pequeño en una marcha que sembrará la destrucción y el caos como Krynn todavía no ha conocido.
—¡Y en ese momento vos regresaréis! —exclamó el mago, embargado por el miedo y la emoción.
—Sí. Y tú y yo marcharemos por todo el mundo, abriendo más y más portales y trayendo a más y más merchestis. Mientras estén ocupados intentado encontrar un camino de regreso al plano de Vesmarg, nosotros levantaremos nuestros ejércitos.
—Y con ellos lucharemos contra los merchestis…
—Una idea brillante y sutil, Vulter. Te vas haciendo sabio. Nuestros ejércitos estarán compuestos por los mismos que en otras circunstancias se nos opondrían. Cuando descubran el engaño, ya me habré hecho con el poder —explicó con una sonrisa, y añadió—: Pero hay algo más que quiero que hagas por mí.
—Lo que vos digáis, majestad.
—Quiero a esos kenders con vida. Los encerrarás en tus mazmorras subterráneas y, cuando regrese a Krynn, les dedicaré todas mis atenciones.
—Haré como me mandáis, señora —replicó el mago con un estremecimiento. Había percibido el destello de crueldad en la mirada de la diosa y, aunque no sentía piedad por ninguna criatura que no fuera él mismo, supo que al kender le aguardaba un horror como ninguna otra criatura había conocido.
Sladge Grafont, el trasgo jefe de la abigarrada banda de trasgos gigantes y hobgoblins, se rascó la panza y sonrió. Se hallaba en lo alto de una colina contemplando el pequeño campamento que había en el valle que se extendía ante él. Lo había buscado durante días y finalmente lo había encontrado. Era demasiado astuto para lanzarse al ataque sin una detallada observación previa, así que aguardó y lo estudió durante unos minutos más.
En los dos años que llevaba como cabecilla del grupo nunca había perdido un combate, y ninguno había sido tan importante como el que en ese momento se avecinaba. La muerte sería su única recompensa en caso de que fracasara.
—¿Encontrar viajeros? —preguntó Brudge, su lugarteniente.
—Eso creo. El hechicero dijo que eran seis y allí hay un grupo con ese número.
A Sladge no le gustaba pensar en el mago que había aparecido de pronto en su acuartelamiento unos cuantos días atrás. Sladge tenía problemas para contar exactamente los días, pero recordaba perfectamente que Draaddis Vulter le había prometido una remesa completa de armas enanas a cambio de que diera con los desconocidos a los que el nigromante buscaba. También recordaba sus amenazas de muerte y que había hecho que apareciera una negra forma, una sombra que había envuelto a Mishag y que, sin esfuerzo aparente, lo había engullido vivo. Luego, Vulter le ordenó que tendiera una emboscada a los seis viajeros que viajaban hacia el este. Si no conseguía capturarlos, sería la negra silueta la que lo devoraría a él y al resto de la banda.
El trasgo gigante volvió a rascarse mientras observaba a los desconocidos. El problema era cómo organizar el ataque. Si se hubiera tratado de asaltarlos y matarlos para robarles sus posesiones, eso habría sido fácil. Sin embargo, aquel caso era diferente. Podía matar y quedarse con lo que llevaran los enanos, un neidar y dos aghars, pero debía capturar con vida a los dos kenders y a la extraña criatura que los acompañaba.
También debía evitar que sus secuaces les quitasen nada a los kenders, aunque no sabía exactamente cómo iba a conseguirlo. Todos habían sido testigos de la aparición de Vulter y de la exhibición de sus poderes, pero no estaba seguro de que sus hombres recordaran las amenazas en el fragor del combate y el pillaje. No quería servir de alimento para aquella negra cosa sólo porque sus subordinados fueran unos desmemoriados.
—¿Qué, ya? —preguntó Brudge, impaciente.
—No hay que precipitarse. Es mejor pensar las cosas —lo reprendió.
—Podemos usar el atl-atl —propuso, al tiempo que blandía la jabalina y su lanzadera.
—¿Dónde tienes el cerebro?, cabeza hueca —protestó Sladge, que siempre había pensado que su subordinado no era muy inteligente y en cambio sí bastante cobarde, ya que siempre rehuía el combate cuerpo a cuerpo—. Vulter nos dijo que podíamos cargarnos a todos menos a los kenders y a la criatura con pezuñas. ¿Puedes decirme desde aquí quién de ellos tiene pezuñas?
Para el trasgo gigante estaba claro que lo mejor sería seguir al pie de la letra las sugerencias del hechicero; pero, para conseguirlo, necesitaba trazar un plan.
Brudge se rascó la cabeza y las puntiagudas orejas, perplejo.
—Yo poder matar enanos —gruñó, sediento de sangre, mientras manoseaba su arma. Era demasiado listo para enfrentarse con su jefe y ésa era la razón de que fuera su lugarteniente—. Pero tu idear plan deprisa —añadió, señalando a los otros miembros de la banda, que se habían recostado contra unos troncos y parecían dormitar apaciblemente—. De lo contrario ellos dormir y nosotros necesitar terremoto para despertarlos.
Sladge sabía que el otro tenía razón. Habían rastreado a los viajeros durante días y apenas habían descansado. De hecho, en aquellos momentos se mantenían de pie gracias a la tensión que precede a la lucha. Era consciente de que debía aprovechar aquella energía, si no, el cansancio los vencería.
—Está bien —admitió el trasgo jefe—. Nos arrastraremos colina abajo y nos acercaremos. Debemos asegurarnos de cuál de ellos tiene pezuñas antes de que podamos acabar con los demás.
Esperó a que Brudge diera las órdenes. Luego, se pusieron en marcha. El ataque por sorpresa habría triunfado si el cansancio no lo hubiera hecho tropezar. El trasgo cayó de bruces y se deslizó por la pendiente llevándose por delante arbustos, matojos y causando una pequeña avalancha de tierra y piedras.