Tramp encontró un lugar apropiado, y el grupo se dispuso a descansar. Se pusieron en marcha con las últimas luces del ocaso y se adentraron en la llanura justo cuando oscurecía.
El kender recordaba las palabras que la maga le había dicho mientras él ensillaba los caballos: «Hay muchos seres que pueden ver en la oscuridad». Pero él se había limitado a sonreír.
En esos momentos, en plena noche, Tramp llegó a la conclusión de que viajar a oscuras era aún más aburrido que marchar al paso en pleno día. Por lo que podía apreciar, la pradera que se extendía desde el este de Solanthus hasta la frontera con Lemish estaba completamente desierta.
De vez en cuando, sólo para aliviar su tedio, el kender arrancaba alguna hoja de los matorrales por los que pasaban, retorcía los tallos, se los llevaba a la altura de los ojos para verlos mejor y, luego, los arrojaba lejos. Hizo lo mismo cuando se aproximaron a una masa en sombras que parecía ser otro arbusto.
—¡Vaya! —exclamó sobresaltado cuando descubrió que lo que había agarrado esta vez no era en absoluto vegetal, sino que tenía toda la apariencia de una pluma.
—¡Criaaac! —exclamó el «arbusto» cobrando vida de repente y poniéndose en pie.
Lo que se levantó del suelo era un asustado wari. El enorme pájaro corredor tenía unos dos metros de altura, de los cuales uno correspondía a las fuertes patas terminadas en garras sobre las cuales sostenía un corpachón, redondo y cubierto de plumas del que salía un largo cuello que terminaba en una pequeña cabeza provista de un pico ganchudo.
Tramp levantó la mirada y se encontró con un gran ojo, dorado y negro, que lo observaba fijamente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Ondas.
El graznido del ave había sido mucho menos sonoro que la exclamación de la kender, que era la última del grupo y cuyo grito puso en pie a todas las «matas» de la llanura. En un abrir y cerrar de ojos, cientos de waris se pusieron a correr en círculos, al tiempo que crascitaban.
—¿Se puede saber qué habéis hecho? —chilló Halmarain por encima del griterío—. ¡Vamos, salgamos de aquí! —Y espoleó a su poni.
—Son sólo waris —replicó Tramp, en absoluto impresionado por la multitud de aterrorizadas aves—. Los hemos despertado, pero si dejas de gritar y de correr se calmarán y se volverán a dormir sin causarnos más molestias.
Los waris eran grandes, salvajes y se asustaban con facilidad. Aunque podían resultar molestos, eran unos animales estúpidos que no representaban amenaza alguna. El kender espoleó el poni para dar alcance a la maga. Tras él, fácilmente visible gracias a su rubia trenza, pudo ver a Ondas que hacía lo mismo. Los dos gullys saltaban en sus sillas de montar, mientras que Beglug, que hasta aquel momento había estado durmiendo, se despertó y se puso a lanzar golpes a las grandes aves a diestro y siniestro con la rama que empuñaba.
—No podemos morir en una estampida de waris —gritó la hechicera, al tiempo que fustigaba su montura y salía a todo galope arrastrando consigo el poni de carga y al merchesti.
En la oscuridad, los enormes pájaros parecían incapaces de distinguir a los de su propia especie de las oscuras formas a caballo, y una docena de ellos dejó de dar vueltas y salió corriendo tras Halmarain.
—¡Eh! ¿Cómo has conseguido que te sigan? —preguntó el kender sumándose a la persecución. Apenas había galopado unos cientos de metros y ya tenía a otro grupo de waris siguiéndolo. A los pocos instantes estaba rodeado por tal cantidad de pajarracos que lo único que pudo hacer fue agarrarse a la silla y rezar para que el poni no tropezase.
El golpeteo de las patas de las aves acalló el trote de los caballos y espantó un buen número de criaturas menores que se sumaron rápidamente a la espantada.
Tramp se sujetó con fuerza a la silla, miró a su alrededor y vio que los waris corrían a su lado meneando el largo y cimbreante cuello, cada uno a su ritmo. Sonrió con satisfacción. Aquella galopada estaba siendo lo más divertido de todo el viaje.
Volvió la cabeza para localizar a su hermana, la vio tras él y la saludó con la mano. Ondas, que al igual que él se agarraba con fuerza y contemplaba el espectáculo, le devolvió el gesto. No podía ver a Halmarain, que iba por delante; pero, de vez en cuando, los waris que la precedían se apartaban bruscamente, señal de que se habían acercado demasiado a Beglug.
Los ponis cruzaron un par de someros arroyos, y Tramp divisó en la distancia la densa y negra sombra de un bosque que se iba haciendo más grande y oscura a medida que se acercaban.
En cabeza de la estampida, Halmarain gritó, y el kender se irguió sobre los estribos. Apenas podía distinguir a la pequeña hechicera, pero le pareció que la seguían unas criaturas con aspecto humanoide. Sin embargo, no podían ser goblins, ya que corrían a la misma velocidad, sino más, que los waris.
—¡Tenía que ir delante! —masculló el kender, al tiempo que se estiraba todo lo que podía para distinguir mejor a las criaturas que parecían correr más que los pajarracos; pero sólo consiguió ver sombras confusas que se movían hacia la derecha en un intento de apartarse de los waris. Sin embargo, no lo consiguieron, y las aves siguieron a las extrañas criaturas que arrastraban con ellas a Halmarain, a Beglug y al poni de carga.
La estampida coronó una pequeña elevación y, al otro extremo de la pendiente, pudieron ver el resplandor de un campamento.
—¡Más gente! —exclamó el kender, que no podía ver más que difusas figuras que se apiñaban en torno a una hoguera—. ¡Al final, este viaje acabará resultando verdaderamente divertido!, incluso si no nos detenemos aquí y nos metemos a galope dentro del bosque.
Los enormes pájaros cargaron cuesta abajo, hacia la acampada. Graznaban y chillaban a medida que se iban percatando de la presencia del fuego, y Tramp pensó que no tardaría en ver cómo se apartaban a un lado y otro de las llamas, ya que los animales salvajes siempre lo rehuían.
Los waris hicieron exactamente lo que el kender esperaba y se desviaron, amontonándose a ambos lados. Halmarain y su escolta de extraños humanoides siguieron galopando hacia el centro del campamento. Unos segundos más tarde, Tramp, que todavía era arrastrado por la estampida, fue empujado hacia el centro del vivaque. Los waris que lo rodeaban se dividieron a derecha e izquierda.
Justo más allá de la fogata empezaba el bosque, y las grandes aves, que eran animales de espacios abiertos y no querían saber nada de las densas sombras de los árboles, dieron media vuelta y volvieron a pasar por el campamento chocando unas con otras y corriendo en círculos en torno a las llamas, presas del pánico.
Tramp oyó gritos y vio las cabezas de una banda de una veintena de goblins que salían de las altas hierbas y buscaban refugio en la dudosa seguridad de la fogata. A continuación, escuchó el entrechocar de las armas, los gritos de Halmarain y los furiosos gruñidos de Beglug.
En ese momento, las criaturas que habían acompañado a la hechicera se hicieron visibles a la luz de las llamas, y el kender los reconoció por las historias que había oído durante su infancia. Eran wemics, unos seres semejantes a los centauros, pero con cuerpo de león y torso humano.
El grupo pareció que unía sus fuerzas con unos cuantos goblins, mientras que unos kobolds y otros goblins se les enfrentaban al tiempo que luchaban entre sí y los wemics atacaban a los goblins.
—¡Vaya, qué desorden! —exclamó el kender que intentaba averiguar a quién debía atacar—. ¿Cómo saben quién está de parte de quién?
Justo dentro del círculo de luz, un wemic adulto, acompañado de dos cachorros, daba vueltas entre el barullo.
Halmarain, todavía a caballo, blandió el hacha y abatió con ella a un desgraciado kobold que intentaba huir del ataque de un wemic. Mientras, Beglug gruñía amenazadoramente e intentaba golpear a quien se le pusiera a tiro. En una de sus tentativas, el palo se le enredó en la melena leonina de una de las criaturas, y el merchesti se puso a tirar frenéticamente de él para liberarlo. Al conseguirlo golpeó a su poni, que se encabritó como un caballo salvaje. Beglug se aferró como pudo a la silla, e involuntariamente, le atizó un estacazo a un goblin que alzaba su lanza para repeler el ataque.
Por su parte, Tramp había metido una piedra en la honda de su jupak y la hacía girar sobre la cabeza mientras intentaba hallar un blanco, lanzó el proyectil y éste golpeó al humanoide en pleno rostro. El goblin rugió, furioso, se dio la vuelta y con su arma tumbó accidentalmente a uno de sus compañeros.
—Pero ¿qué ocurre? —preguntó a voz en grito Ondas, que acababa de llegar arrastrada por la cola de la estampida y que se encontraba, de repente, en medio de un caos de lucha, gritos y waris que corrían de un lado para otro. Se irguió sobre la silla, montó una flecha en su whippik y exclamó—: ¡Esto parece divertido! ¿De qué lado estamos?
—¡Todos luchan contra todos! —respondió su hermano, que se lo estaba pasando en grande con todo aquel embrollo—. ¿Por qué no ayudas a Halmarain? —le propuso, al tiempo que volvía a cargar la jupak y contemplaba los acontecimientos.
Un goblin intercambiaba lanzazos con un wemic mientras sus congéneres se peleaban con los kobolds. La hechicera, que todavía llevaba las riendas del poni de carga y del de Beglug, había sido empujada hasta el otro extremo del campamento y había perdido el hacha; no obstante, se aferraba con una mano a su silla de montar y usaba su bastón para golpear a derecha e izquierda. El merchesti la imitaba entusiasmado y azotaba a sus enemigos con una rama a la que cada vez le quedaban menos hojas.
Tras Ondas, uno de los aterrorizados waris chocó contra la montura de Humf y la empujó hacia las llamas. El animal tiró de las riendas y se lanzó tras los pasos de los ponis de los dos kenders. Tras él, la rueda, que seguía atada a su carretilla, se llevó por delante a tres kobolds. El resto pensó que los aghars serían una presa fácil y se lanzó contra ellos. Los gullys, que no estaban acostumbrados a la lucha con armas, dejaron a un lado sus hachas, se quitaron los cascos y, sujetándolos por las correas, descargaron una lluvia de golpes sobre las feas criaturas.
En el otro extremo del campamento, un wemic atacó a Halmarain; pero Ondas le lanzó una flecha que se le clavó en la grupa, al tiempo que Tramp lo golpeaba con una piedra que le había arrojado con su honda. El ser rugió y retrocedió.
El rugido resonó por la planicie y los kenders se percataron de que, por fin, los waris había encontrado una vía de escape y corrían a toda velocidad hacia el norte.
Un débil bramido sonó a la izquierda de Tramp, y éste notó que las garras de un pequeño wemic le arañaban la pierna. Estaba a punto de atravesar a su atacante con la jupak cuando se dio cuenta de que era sólo un cachorro.
—¡Estate quieto y compórtate como es debido! —lo advirtió; pero, como la criatura persistió, se vio obligado a ahuyentarla golpeándola en la nariz con la punta horquillada de su arma. El cachorro gimió, retrocedió y pronto fue rescatado por una hembra que intentaba apartar a las crías de la lucha. La wemic gruñó y alzó la vista hacia el kender; pero, entonces, su mirada se perdió más allá y lanzó un aullido lastimero.
Tramp se dio la vuelta y vio lo que la había aterrorizado. Una oscura silueta envuelta en una capa y con la cabeza oculta por una capucha se abría paso entre los goblins asestándoles terribles mandoblazos. Los wemics y los kobolds se apartaron a su paso. Cuando el recién llegado miró al kender, éste sólo vio el rojo resplandor de unos ojos que brillaban en la oscuridad.