26

—La verdad es que no tengo ni idea de por qué nos capturaron —comentó Ondas a la hechicera—. Se comportaron de manera francamente extraña. Una vez, cuando uno de los kobolds intentó arrebatarme el zurrón, el jefe lo golpeó. Por alguna razón que desconozco, no estaban autorizados a ponernos las manos encima; además, tenían mucha prisa. Les pregunté en más de una ocasión a dónde nos llevaban, pero nunca me contestaron. Eran muy poco amables.

A pesar de que la kender hablaba en voz baja, sus palabras llegaron hasta Tramp y Grod, que estaban ocultos colina arriba tras unos arbustos esperando divisar en cualquier momento al jinete encapuchado.

Lo primero que Halmarain le preguntó a la kender tan pronto la lucha hubo acabado fue si todavía conservaba la piedra del portal. La maga palideció cuando Ondas pareció no recordarlo. Afortunadamente, una rápida búsqueda entre sus pertenencias puso al descubierto la blanca y resbaladiza piedra.

—Yo ver —dijo Grod, señalando hacia el norte.

Tramp miró en la dirección justo a tiempo para ver la silueta de un hombre a caballo que se dibujaba en lo alto de una colina, a dos kilómetros de distancia. Unos cuantos kobolds lo seguían en fila a poca distancia y, mientras el kender y el gully los observaban, un par de criaturas más se añadieron al grupo. El encapuchado y sus secuaces otearon el paisaje durante unos minutos y, a continuación, emprendieron el camino de la ciudad.

Tan pronto como los perdieron de vista, Tramp y el aghar corrieron a reunirse con sus compañeros.

—Parece que se dirigen a Solanthus —explicó el kender—. Está reagrupando a los kobolds y me dio la impresión de que seguían un rastro.

—Es posible que esté siguiendo nuestras huellas hasta la ciudad —sugirió Halmarain—. Ése sería el sitio más lógico para que nos refugiáramos, aunque el encapuchado consiguiera entrar, los guardias de las puertas no dejarían pasar a los kobolds.

—Pero, si hacemos eso, ten por seguro que estarán vigiando los accesos y nos atacarán tan pronto como salgamos y estemos fuera de la vista de los centinelas —objetó la hechicera—. No. Lo mejor será que nos alejemos de aquí cuanto antes, mientras aún nos siguen buscando.

—¿Vamos a ir otra vez hacia el oeste, a través de las montañas Vingaard? —preguntó Tramp—. Si fuera así, me encantaría volver a Deepdel a ver si han montado otra de sus fiestas; aunque, esta vez creo que sería mejor que evitáramos que Beglug se comiera un… ¿Lo habéis observado? Tengo la impresión de que está creciendo. En cualquier caso, no debería zamparse a más perros.

—No. Iremos hacia el este —dijo la nigromante.

—Creía que habías dicho que el hechicero amigo de tu maestro vivía en Palanthas.

—Es cierto. Pero lo que nuestros perseguidores esperan es que vayamos precisamente allí. Nunca escaparíamos de ellos. Lo que debemos hacer es ir a donde menos esperan, en la dirección por la que han llegado.

—¡Estupendo! Ya hemos ido hacia el oeste. Vayamos ahora a un sitio nuevo —aplaudió Tramp, que añadió—: Pero ¿qué va a pasar con el mago que debía ayudarnos a abrir el portal?

—Yo no entiendo nada —se quejó Ondas.

—Ni siquiera yo estoy segura de lo que tenemos que hacer —admitió Halmarain con un suspiro—. Ha habido algo extraño en vuestra captura: los kobolds no suelen hacer prisioneros y aún menos los tratan correctamente y los custodian a lo largo de una ruta a menos que tengan órdenes expresas de hacerlo así; órdenes dadas por alguien a quien temen por encima de todas las cosas.

—¡Caramba! ¿Quieres decir que alguien esperaba que les hiciéramos una visita? —preguntó la kender—. ¿Por qué no se limitaron a invitarnos? ¿Acaso no saben que una de las cosas que más nos gusta en esta vida es conocer a gente nueva?

—Si no me equivoco, no creo que te hubiera gustado conocer a tu anfitrión —repuso la maga—. Las emanaciones que surgen de él me hacen pensar que se trata de un caballero no muerto. Eso sólo puede implicar que ha sido devuelto a la vida por un Túnica Negra, son los que más saben de necromancia. Creo que alguien sabe que la piedra del portal está en tu poder.

—¿Un no muerto? ¡Recórcholis! —Los ojos de Tramp se abrieron desmesuradamente—. ¡Un tipo que ha pasado a mejor vida y que ha regresado debe de tener un montón de historias interesantes que contar!

—Sí, eso hacer buena historia —confirmó Grod.

—¡Y tanto que sí! —repuso el kender, que ya estaba pensando en su tío Saltatrampas.

Halmarain se quedó mirándolos.

—¿Qué os parece más interesante, un hechicero o un caballero no muerto? Los no muertos pueden hacer trucos de magia, pero te aseguro que no los hacen para que la gente se divierta.

—¿Por qué no podemos simple y llanamente hablar con él y, luego, ir a ver al hechicero? —preguntó Tramp al tiempo que se preguntaba por qué razón la maga se empeñaba en estropear todas las cosas divertidas de la vida.

—Porque si haces eso, lo más probable es que el caballero acabe contigo, y así nunca llegarás a conocer a Orander.

—¡Ah, vaya! —exclamó Tramp, con aspecto poco convencido—. ¿Estás segura de que llegaremos a hablar con un hechicero? Me refiero a que un encuentro con el caballero no muerto puede ser tan interesante que no deberíamos descartarlo sin más. No estaría bien que dejáramos pasar esa oportunidad y, luego, no llegáramos a hablar con el mago.

—Creo que sé quién ha devuelto a la vida al caballero —dijo Halmarain—. Y, si no me equivoco, necesitaremos a alguien más poderoso que el nigromante de Palanthas. El problema es que si vamos el norte sé dónde podremos encontrar ayuda, pero no estoy segura de que yendo hacia el este…

—¿Quiénes son esos magos? —preguntó Ondas— ¿Por qué no puedes contarnos algo de ellos?

Halmarain contempló los expectantes rostros de los kenders y suspiró.

—Supongo que debería —admitió—. De lo contrario no me dejaréis en paz. Os diré lo que intuyo y por qué. Puede que os sirva para tener una idea más precisa del peligro que nos aguarda.

»Cuando vimos por primera vez al caballero, éste encabezaba el grupo de kobolds. Pero, cuando te capturaron, se apresuraron hacia el este. Eso me hace pensar que él los capitanea, pero sus órdenes provenían de alguien superior.

—¿De quién? —preguntó Tramp.

—El maestro Orander a menudo hablaba de un Túnica Negra muy poderoso llamado Draaddis Vulter, que vive al este de aquí. Por otra parte, los hechiceros servidores de Takhisis son hábiles con la necromancia, una ciencia que los Túnica Roja y los Túnica Blanca rara vez usan.

—A nosotros nos llevaban al este —añadió la kender.

—Estoy casi convencida de que el caballero nos busca por orden de Draaddis Vulter, y como es un mago muy poderoso debemos contar con la ayuda de alguien que, al menos, lo sea tanto como él. El único al que conozco es al maestro Chalmis Rosterig, que vive un poco más lejos que Vulter, pero en la misma dirección. Entendedlo, sólo puedo acudir a los hechiceros de los que Orander me habló. En una ocasión, mi maestro me contó que Chalmis podría, algún día, llegar a presidir el consejo de hechiceros. Se sabe que es uno de los más poderosos de Krynn, al igual que Vulter.

—Ese tal Chalmis, que vive al este de aquí, ¿puede hacer mucha más magia? —preguntó Ondas con los ojos brillantes de emoción—. Si es así, apresurémonos en ir hacia el este.

Finalmente, con su objetivo decidido, cabalgaron por los valles, entre las altas estribaciones del extremo norte de las montañas Garnet. A última hora del día, encontraron un saliente rocoso que los mantendría a salvo de miradas indiscretas y acamparon para pasar la noche.

La mañana del día siguiente amaneció fría y lluviosa. El aguacero cesó poco después, pero el viento seguía soplando y hacía un frío desacostumbrado.

—Recuerdo las historias que mi abuelo explicaba sobre Solanthus —comentó Ondas, con un suspiro—. Ojalá pudiéramos volver para visitar la ciudad.

—Podríamos —contestó su hermano—. Halmarain podría controlar a Beglug con uno de sus conjuros y conseguir que se comportara como es debido hasta que encontrase a ese tal Chalmis. La verdad es que no nos necesita. —Se volvió y le lanzó una mirada de descontento a la pequeña aprendiza de Túnica Roja, que, como de costumbre, llevaba al merchesti y al poni de carga sujetos de una cuerda.

A causa del tiempo, iban todos envueltos en sus mantas y se cubrían con ellas los hombros y la cabeza a guisa de capuchas. En un primer momento, Tramp había pensado que su hermana y la hechicera habían confundido las monturas que conducían tras ellos, pero no tardó en darse cuenta de que se había equivocado. Lo que había sucedido era que había confundido a Beglug con uno de los aghars. Realmente, el merchesti estaba creciendo.

Y eso no era todo. Ondas le había comentado que el ser se estaba volviendo cada día más malo. Nadie lo culpaba por haber atacado a los kobolds cuando lo golpearon para obligarlo a que cruzara las corrientes de fría agua. Sin embargo, según Ondas, una vez que el merchesti descubrió que podía matar a los kobolds, los atacó más de una vez sin que mediara provocación alguna. Aquél había sido el motivo de que lo hubieran llevado maniatado y sujeto con tantas cuerdas. También le había contado que se comportaba maliciosamente y que parecía que disfrutaba haciendo daño.

—No, no podemos dejar a Halmarain —añadió el kender recordando las palabras de su hermana y pensándolo mejor—. Aún imaginando que Beglug no haga ninguna trastada, es demasiado bajita para ensillar un poni ella sola. Ve tú a Solanthus si quieres. Yo puedo reunirme contigo cuando hayamos encontrado al hechicero.

—Si tú te quedas, yo también —respondió Ondas con una sonrisa—. Ya iremos a la ciudad otro día, pero juntos. Eso de echarles estiércol a unos enanos no sería lo mismo sin ti.

Tramp sonrió, entendía a su hermana perfectamente. Habían crecido juntos y compartido la mayor parte de sus aventuras, y también habían pasado incontables noches narrando las anécdotas que habían vivido mientras habían estado lejos el uno del otro. Aquel comentario le recordó que no sólo les perseguían los kobolds.

—Voy a subir a aquel altozano —le dijo a su hermana—. Quiero asegurarme de que los neidars no van tras nuestras huellas.

Ondas cogió la reata de ponis y siguió su camino, mientras Tramp galopaba hasta lo alto y desmontaba para contemplar el camino que habían seguido. Desde la distancia pudo comprobar que era el que salía de la puerta sur de Solanthus y que serpenteaba entre las montañas. Era apenas un sendero que sólo usaban los enanos y los cazadores, pero no estaba desierto. Seis figuras chaparras, a lomos de sus respectivos ponis, parecían discutir mientras agitaban los brazos en varias direcciones. Luego, tres de ellas trotaron hacia el sur, dos fueron hacia el este y uno al oeste; pero este último cambió de opinión y se reunió con los tres primeros.

Desde su posición, Tramp tenía una buena visión hacia el este; además, la lluvia había dejado una mañana limpia y brillante. Vio que se encontraba en una de las últimas pendientes escarpadas y que, más adelante, el terreno era menos accidentado y daba paso a unos llanos que se extendían más de treinta kilómetros. Más allá, si continuaban hacia el este, entrarían en una zona boscosa.

—Deberíamos viajar lo más deprisa posible —le dijo Halmarain cuando él le contó todo lo que había visto—. Los enanos no tardarán en darse cuenta de su error, y pronto los tendremos tras nuestros talones.

—¿Por qué no les devolvemos el collar? —preguntó Ondas—. No está bien quedarse con lo que no es de uno.

—¡Y que eso lo diga un kender! —suspiró la hechicera, que metió la mano en su bolsa y sacó los discos anudados.

Ondas lo llamaba «collar», pero la maga no pensaba que fuera una pieza de joyería, salvo que se tratara de un símbolo de rango o autoridad.

—¿Puedo echarle un vistazo? —preguntó Tramp, que lo miraba con mal disimulado interés.

—Sí, pero no te lo guardes. Que no vaya a parar a tu zurrón «por accidente» —repuso la nigromante, entregándoselo.

El kender manoseó las piezas circulares, disfrutando con el tacto del metal. Los dibujos que las adornaban eran intrincados y en muchos casos no podía diferenciar las runas de los ornamentos. Examinó todos los discos, uno a uno, y estaba tan ensimismado que no se dio cuenta de que Halmarain y su hermana, que llevaban a Beglug y el poni de carga, lo dejaban atrás.

—Grod ver.

—Claro, nos habíamos olvidado de ti. Toma, échale una ojeada y dime qué puedes desentrañar —dijo Tramp—. Tú eres enano y quizá le encuentres un significado.

—Bonito —dijo Grod, quitándose el casco. Intentó ponerse el collar, pero el kender lo detuvo.

—No. No es para llevarlo puesto. Míralo bien y dime qué significan esos dibujos.

El gully volvió a ponerse el yelmo y estudió atentamente las inscripciones. Estuvo así durante un buen rato y se quitó el casco una vez más.

—No. Ya te he dicho que no es para llevarlo encima —espetó Tramp, que empezaba a impacientarse—. Sólo quiero que me digas si los dibujos significan algo para ti.

—Sólo saber uno —respondió el Aghar devolviendo el collar.

—¿Sabes uno? Pues explícamelo —pidió el kender y le devolvió la sarta de discos. No tenía demasiadas esperanzas en las explicaciones del enano, pero hasta tos gullys eran capaces de proezas inesperadas.

Grod pasó una a una las piezas.

—Sólo ver lugar alto, como bola —dijo, señalando una de ellas.

—Lugar alto como bola —remedó el kender al tiempo que recuperaba el collar y examinaba la pieza que el aghar había señalado—. ¡Tienes razón, es una de las montañas que vimos cuando pasamos por el extremo sur de las Vingaard! —exclamó— ¿Por qué grabarían algo así?

Le dio la vuelta al disco y examinó el otro lado. Tenía dibujado un precipicio por el que acababan de pasar esa misma montaña. Se acordaba perfectamente de las marcas de las rocas, pero en el disco eran más oscuras y parecía que delineaban una puerta. ¡Habían pasado cerca de la boca de una mina enana y ni siquiera se habían dado cuenta!

Tramp espoleó su montura para alcanzar a Halmarain.

—Ya sé lo que significa este disco —le dijo, al tiempo que le mostraba los trazos grabados en ambas caras: la montaña y la entrada de la mina.

No obstante tuvo que reconocer que el mérito había sido de Grod.

—Yo también lo habría averiguado —añadió—, pero estaba demasiado concentrado intentando descifrar los demás y aún no había llegado a éste. Creo que tienen todos las mismas inscripciones: distintas montañas en una cara y detalles de una entrada en la otra —explicó Tramp que, una vez descifrado el primer disco, encontraba que los demás no eran difíciles de leer.

—No son buenas noticias —contestó Halmarain.

—¿Por qué? Al contrario, es estupendo. Podríamos explorar un montón de minas abandonadas y cavernas y…

—Es exactamente por eso por lo que no son buenas noticias. Los enanos son muy celosos de sus secretos, tanto que no servirá de nada que les devolvamos el collar. Esos neidars pensarían que nos hemos quedado con la información y que tarde o temprano iremos a saquear sus minas. Ten por seguro que, si pueden, nos matarán antes de correr el menor riesgo.

Mientras hablaban, divisaron la zona de llanos, y la maga puso su poni al trote.

—Dijiste que había un bosque más allá. Debemos llegar a él antes de que los neidars encuentren nuestra pista. Nuestras vidas y las del resto de los habitantes de Krynn dependen de ello.

—¡Estupendo! Me entusiasman las buenas galopadas —repuso Tramp.

—No. Espera —atajó la nigromante, frenando su montura—. Será mejor que no nos aventuremos en campo abierto a plena luz del día. Hay demasiada gente que nos sigue y que podría descubrirnos. Vamos a buscar un lugar para acampar hasta que anochezca. Cruzaremos la llanura de noche.

—Pero…

—No discutas conmigo. En alguna parte, más adelante, nos acechan peligros mayores de los que puedes imaginar. Si acierto y es Draaddis Vulter el que está detrás de todo esto, puedes estar seguro de que tendrá espías por todas partes.