Thelgaard resultó una decepción para Tramp. Las murallas de la ciudad y casi todos los edificios estaban construidos con piedra gris desprovista de cualquier tipo de ornamentos que pudieran aliviar su monótono aspecto. Algunas casas tenían porticones, pero eran del mismo color desvaído de las paredes. El kender escudriñó las calles, pero el paisaje era igual por todas partes. No tardó en aburrirse.
Guardaron sus monturas en el primer establo que encontraron. Luego, como el día era caluroso, Halmarain y los gullys se quitaron los cascos, las armaduras y las hachas, y lo dejaron todo junto con los ponis.
Dado el escaso interés que ofrecía la ciudad, a Tramp no le molestaron las prisas de la hechicera, que se puso a comprar poseída de una repentina urgencia. Además, el kender estaba de acuerdo en que reemprendieran la persecución de los kobolds lo antes posible, tanto más cuanto que el lugar no ofrecía nada interesante y la gente era taciturna.
—Thelgaard oculta su belleza tras sus muros —les dijo la maga—. Los edificios públicos y las mansiones más opulentas están decoradas con los mejores mármoles que jamás han tallado los enanos de las montañas Garnet.
—Pues yo no he visto nada de todo eso —repuso Tramp, mientras pensaba si no podría escapar de la tutela de la nigromante un momento para echar un vistazo por su cuenta.
—Pues tampoco lo harás —espetó Halmarain—. Estamos aquí para comprar provisiones. No podemos permitirnos perder el tiempo ni llamar la atención.
—Nosotros dejar rueda. Hechicera no gustar —se quejó Humf.
—Ella todavía enfadada —afirmó su hermano con un suspiro.
Los gullys no estaban contentos. Antes de que entraran en la ciudad, Halmarain los había obligado a que se lavaran y les había limpiado la ropa para que tuvieran el aspecto de unos verdaderos neidars; además, les había ordenado que dejaran la rueda en las cuadras, junto con los caballos.
—No es que esté enfadada contigo —dijo Tramp—. Simplemente está…
—Estoy enfadada y punto —atajó la pequeña Túnica Roja—. No sé si os dais cuenta, pero hemos estado viajando durante días y lo único que hemos conseguido es recorrer apenas treinta kilómetros, y por si fuera poco estamos peor que cuando salimos de Lytburg ya que hemos perdido al merchesti y la piedra.
—Nosotros no culpa —replicó Grod, que se mesaba la barba, muy preocupado.
—No. Y hechicera tampoco tener culpa —suspiró con resignación la maga, imitando la forma de hablar del gully.
—¿Has vivido alguna vez en Thelgaard? —le preguntó el kender con la esperanza de que pudiera distraerlos con una historia.
—No. Pero Orander creció aquí. Él fue quien me contó todo lo que sé de esta ciudad.
Tramp se encogió de hombros y siguió a la hechicera de tienda en tienda. Vio innumerables objetos dignos de su atención; pero, cuando fue a coger un puñal cuyo mango estaba delicadamente tallado, Halmarain lo agarró y se lo impidió.
—Si quieres echar mano de algo, puedes coger eso —dijo, al tiempo que señalaba un saco de harina—. Grod y Humf pueden coger la sal, la fruta y las mantas.
En un abrir y cerrar de ojos, el kender se encontró cargando con un montón de provisiones y con los dedos demasiado ocupados para que pudieran entretenerse con nada más. Aguantó aquella situación sin quejarse durante una hora. Halmarain se mostró imperturbable e incluso añadió algunos bultos más a su carga y a la de los aghars.
—Casi hemos terminado —dijo la pequeña nigromante—. Sólo nos queda comprar unas cazuelas y… —Se encontraban en mitad de la calle cuando, de repente, dos chiquillos que pasaban corriendo chocaron con ella y la tiraron al suelo.
—¡Id con más cuidado! —protestó, mientras se ponía en pie. Su voz tenía el tono chillón de un niño, pero resultaba amenazadora como la de un adulto.
Los muchachos interrumpieron su carrera y se dieron la vuelta para mirarla; pero lo que vieron, una cara de persona mayor en un cuerpo propio de adolescente, hizo que dudaran. Luego, el más alto, que sobrepasaba a la hechicera, se acercó, mirándola de arriba abajo.
—¿Quién eres? —preguntó con aire amenazador.
—Debe de ser algún tipo de monstruo —respondió su compañero al tiempo que se agachaba, recogía una piedra y se preparaba para lanzársela a la maga.
Tramp dio un paso al frente y se interpuso.
—No estáis siendo nada amables —exclamó y, puesto que llevaba la jupak a la espalda y tenía en la mano una pesada bolsa llena de sal, se la arrojó al muchacho que blandía el guijarro y lo alcanzó en el brazo.
Éste retrocedió, y Grod se apresuró a recoger la bolsa ya que, como buen gully, detestaba que se desperdiciasen las cosas.
—¡Eh, mirad, es un enano! —gritó el chico, que dio media vuelta y salió disparado calle abajo.
—¡Voy a decírselo a mi padre y él se ocupará de ti! —exclamó su compañero mientras echaba a correr.
—Será mejor que nos vayamos, no sea que cumpla su amenaza —propuso Halmarain, que miró a su alrededor en busca de una posada.
Dos puertas más allá, un viejo rótulo con el nombre de El Paraíso del Viajero prometía comida, bebida y acomodo.
—Comeremos algo si vosotros tres conseguís no meteros en problemas —dijo, encaminándose hacia la puerta.
Al igual que el barrio de la Puerta, el sector de la ciudad dedicado a la venta de provisiones para viajeros, la posada tenía como principales clientes a los menos pudientes. Varias mesas y sillas tenían las patas toscamente remendadas como resultado de alguna bronca reciente; no obstante el gastado mostrador parecía limpio.
Tres hombres con aspecto de labriegos bebían en una mesa del rincón, absortos en su conversación.
La hechicera escogió una mesa en el extremo opuesto y, cuando una robusta moza les trajo cuatro jarras de cerveza, pidió comida en abundancia.
—¿Por qué se han portado así esos chicos? —preguntó Tramp cuando la moza se hubo alejado.
—Los niños pueden ser crueles —repuso Halmarain encogiéndose de hombros, como si quisiera quitarle importancia al asunto—. Muchas personas creen que los dioses imponen deformidades para castigar a la gente por sus pecados y que, por lo tanto, ellos también pueden golpear o molestar a los que tienen una pierna torcida, a los ciegos, a los mudos o a los que no hemos crecido lo suficiente.
—¡Pero eso no es justo! —protestó el kender.
—Ya lo sé; pero por eso es mejor que en este viaje pase por ser una simple enana. Da las gracias por ser normal entre los de tu raza.
Entonces, llegó la comida y todos se concentraron en dar buena cuenta de las raciones. Tramp ya había acabado y estaba bebiéndose su segunda jarra de cerveza cuando entró un grupo compuesto por cinco viajeros. Iban todos armados, algunos con espadas y los demás con hachas o arcos y flechas. Llevaban viejas armaduras y petates a la espalda. Eran todos humanos.
Lanzaron una dura mirada a su alrededor y tomaron asiento en una mesa, cerca de donde Grod masticaba plácidamente. Halmarain se removió, inquieta, y Tramp los miró mientras seguía bebiendo. Entonces, se le ocurrió que, a juzgar por el estado de sus corazas y las armas que portaban, quizá tuvieran alguna anécdota interesante que contar; bajó la jarra y sonrió abiertamente.
—Hola —dijo al primer humano que miró en su dirección.
El hombre frunció el entrecejo. Luego, se dio la vuelta y les dijo algo a sus compañeros en voz baja. Lo único que Tramp y sus amigos pudieron oír fue la palabra «kender». Acto seguido, los desconocidos se dieron la vuelta a un tiempo y miraron todos a Tramp; uno de ellos, el que le había mirado antes, le lanzó una siniestra sonrisa.
El kender se estremeció de placer ante la idea de que estaba haciendo nuevas amistades.
—Mantén las manos quietas —le susurró Halmarain al oído.
—Buenos días —le dijo el desconocido a la hechicera, dado que era la que estaba hablando en aquel momento y mirándolos con aspecto preocupado—. ¿Sois viajeros? —preguntó al tiempo que señalaba con la cabeza los sacos con las provisiones.
—Sí, vamos camino de Palanthas —repuso la hechicera—. Aún tenemos mucha ruta que recorrer, así que no tardaremos en marchamos.
Le dio un disimulado codazo al kender, pero éste hizo caso omiso, ya que tenía en mente lo que ella acababa de decir y no le había gustado nada.
—Pero ¿qué hay de Ondas y…? —preguntó y se detuvo a media frase al notar la patada que la maga le daba por debajo de la mesa.
—Nos encontraremos con ella por el camino —respondió Halmarain mirándolo fijamente. Tramp estaba a punto de contestarle; pero el humano al que había saludado también quería intervenir en la conversación.
—Entonces seguramente querréis viajar en paz —dijo el hombre, que era corpulento pero más joven que el resto, tal como lo delataba su incipiente barba—. Nosotros estamos aquí para asegurarnos de que así sea.
—¿Escoltáis a los viajeros? —preguntó la nigromante antes de que Tramp pudiera ni abrir la boca. Su voz aparentaba indiferencia, pero el kender era consciente de que la aprendiza de Túnica Roja no tenía el menor deseo de disfrutar de compañía y sonrió para sus adentros al preguntarse cómo se desembarazaría ella de los humanos.
Otro de ellos, un tipo grandote y de anchos hombros, negó con la cabeza.
—No. Nuestro trabajo consiste en limpiar los caminos de bandidos —repuso—. Estamos buscando noticias de una banda de malhechores que la componen unos cuantos humanos, semigoblins y un kender. Sólo sabemos que su líder se llama Harderk. Uno de ellos es un kender —añadió mirando a Tramp.
—Él estar muerto —intervino Grod—. Ésa sí que ser buena historia.
«Sabía que esto pasaría», se dijo Halmarain con resignación.
—Si eso es cierto, entonces nos vamos a quedar sin la recompensa —masculló uno de los hombres.
—Cuéntanos lo que ocurrió —pidió el primero, que miraba al gully, pero enseguida se dirigió a Tramp.
El kender suspiró cuando se dio cuenta de que aquellos hombres no le contarían ninguna anécdota. No obstante, narrar una buena historia era casi tan gratificante como escucharla. Todavía estaba irritado con la maga por sus constantes acusaciones de que era un ladrón; pero, aun así, su mente se puso a trabajar a toda velocidad.
—La verdad es que murió porque un hechicero no creyó en él —empezó a decir sin que supiera exactamente cómo continuar.
—Yo no me fiaría de un hechicero —interrumpió el más joven—. Pero sigue, sigue. Quiero saber lo que sucedió.
Tramp hizo un rápido repaso de las versiones que ya había contado y, como no quería repetirse, decidió que lo mejor sería que se basara en sus aventuras más recientes.
—Sus problemas comenzaron cuando se vio separado de sus secuaces al ir a cruzar un río —prosiguió, al tiempo que cambiaba de postura en el taburete y le lanzaba una mirada vengativa a la nigromante—. Debió haber supuesto que tendría problemas tan pronto como vio que en la otra orilla se hallaba un Túnica Roja.
El relato incluía el lodazal donde casi se había ahogado el poni de carga y los fardos desaparecidos se convirtieron en la bolsa del hechicero que contenía todos sus libros de conjuros. Las ideas acudían a su imaginación con tanta facilidad como las acusaciones de Halmarain a su memoria.
Al final, el imaginario Saltatrampas moría mientras intentaba rescatar del fondo de arenas movedizas los valiosos textos del hechicero.
Cuando acabó con la narración, Tramp tenía los ojos llenos de lágrimas.
Los humanos suspiraron todos a la vez, y el más joven parecía realmente impresionado. La narración del kender los había conmovido hasta el punto de que nadie se preguntó cómo era posible que un ladrón y reputado forajido diera la vida para demostrar que era digno de confianza. Los que no lloraban de emoción lo hacían por la desaparecida recompensa.
—Así pues, ya sabéis que hay un malhechor del que ya no tendréis que ocuparos —concluyó Halmarain, levantándose de la silla—. Nosotros debemos marcharnos mientras todavía haya algo de luz.
Grod, que había estado paseándose entre las mesas y bebiéndose el contenido de todos aquellos vasos que habían sido descuidados por sus propietarios, se acercó y dejó que la hechicera llevara los sacos. Luego, salieron todos de la posada, tomaron la dirección de los establos, cargaron los ponis con las provisiones y salieron de la ciudad antes de que pudieran meterse en otro lío.
Entre las compras y la posada, habían pasado todo el día en Thelgaard, así que ya era tarde cuando se marcharon, razón por la cual sólo cabalgaron durante unos kilómetros. Luego, desmontaron y acamparon para pasar la noche. Cuando los enanos encendieron el fuego y mientras les quitaban las sillas a las monturas, se hizo de noche.
—Hay que reconocer que si bien las construcciones de Thelgaard no tienen ningún atractivo, la gente es bastante amistosa —dijo Tramp mientras contemplaba las luces de la ciudad, que brillaban en la lejanía como brillantes estrellas.
—La verdad es que entramos en la ciudad, hicimos nuestras compras sin problemas y salimos sin tener que luchar ni pelearnos con nadie —dijo Halmarain en voz queda—. Es algo que recordaré como un acontecimiento. Además, gracias a la bolsa mágica de Orander, no tuvimos que preocuparnos por quedarnos sin piezas de acero.
Tramp la sacó y echó una ojeada al contenido. Prácticamente la habían vaciado, por lo que esperaba encontrarla casi llena; pero, para su sorpresa, sólo lo estaba hasta la mitad.
—Vaya, parece que no funciona como antes —dijo enseñándosela a la maga.
—Puede que esté perdiendo su poder —contesto, mirando en el interior—. Todas las cosas tienen un final. Es una lástima, porque había contado con que pudiera servirnos si nos veíamos en un apuro.
—Yo tener manos demasiado llenas —dijo Grod, que estaba sentado ante el fuego y examinaba sus ropas nuevas.
—¿Qué quieres decir con eso de «las manos llenas»? —preguntó Tramp.
—Yo no poder coger más piezas porque tener manos ocupadas —respondió el gully que se dio la vuelta, medio arrastrándose por el suelo.
—¡No te revuelques en la suciedad con la ropa limpia! —le recriminó distraídamente Halmarain, que estaba pensando en otra cosa. Inmediatamente se interrumpió y miró al enano con los ojos muy abiertos.
—¿Quieres decir que tú…?, ¿qué has estado…?, ¿y que lo has ido metiendo todo en la bolsa de Orander?
—Yo no tener bolsillos, no tener zurrón, no tener bolsa de hechicero —repuso el enano poniéndose en pie y ensuciándose un poco más.
—¡Ha robado a todos los que nos hemos cruzado! —le dijo la hechicera a Tramp con aire abatido—. Y luego ha guardado el dinero en la… ¡Claro, por eso hemos encontrado monedas de más en nuestros zurrones! ¡Yo os he acusado a Ondas y a ti, pero ha sido él, sólo él!
—En efecto, eso es lo que ha dicho —repuso el kender, que se preguntaba por qué razón la maga repetía lo que había dicho el gully; al fin y al cabo su oído de kender funcionaba tan bien como el de cualquier humano.
—Tú decir que nosotros no hurgar en basureros —dijo Humf, que hasta ese momento había estado demasiado ocupado rascándose de la cabeza a los pies.
—Aghars encontrar cosas. Eso ser lo que nosotros hacer —añadió Grod, como si aquello pudiera explicar lo sucedido, y se fue hacia los ponis, que pastaban en los alrededores.
—¡Claro! Y puesto que no podía rebuscar en la basura, decidió que podría mirar en otro sitio, como en los bolsillos ajenos —resumió Tramp, más para sí que para la hechicera.
Halmarain se levantó y fue tras el enano. Y el kender, que por nada del mundo se habría perdido la conversación, salió tras ella sin perder un instante.
—¿Les quitaste tú el collar a los neidars? —preguntó la Túnica Roja.
—Yo creer que linda kender gustar, pero no poder abrir morral —contestó asintiendo con la cabeza y la barba— tener que buscar más magia —añadió—. Necesitar ardilla muerta, o rata o serpiente. Sí, serpiente muerta hacer buena magia. Quizás encontrar.
Halmarain se quedó allí, viendo cómo se alejaba, demasiado estupefacta para pensar en lo que el gully acababa de decir.
—A partir de ahora voy a lanzar un conjuro sobre vuestros zurrones para que no podáis coger nada que sea de los enanos —anunció.
—¡Bien, eso me gusta! No sé cuántas veces te he dicho que no les quitamos nada —protestó Tramp, que cada vez estaba más irritado con la actitud recelosa de la nigromante—. No has dejado de vigilarnos, y Grod lo ha hecho todo delante de tus narices.
»Hechicera, hechicera, que no sabe distinguir quién es el ladrón, va de aquí para allá y se enfada como un hurón.
—¡Ya basta! —gritó poniéndose de puntillas y mostrando los puños—. ¡Cómo sigas, te convertiré en… en…!
—La hechicera chilla y se queja todo el rato; pero si encuentra algo en su mochila no se lo devuelve ni al gato —canturreó el kender, que se partía de risa y cayó de rodillas al suelo—. Sí, es la Hechicera Desconfiada —añadió mirándola fijamente y haciendo referencia al relato que había contado en la taberna aquella tarde.
—Muy bien, te debo una disculpa —admitió Halmarain cuando se hubo tranquilizado—, pero la próxima vez que entremos en una ciudad, la próxima vez que estemos cerca de quien sea, no dejes de vigilar a ese enano.
—Realmente debe ser hábil y rápido con las manos. En ningún momento me percaté de que metía monedas en la bolsa de Orander, y eso que la llevaba en el zurrón.
—Sí, y además metió lo que le sobraba en el morral de Ondas y en el mío. Espero que ésta vez no haya cogido nada —añadió mientras se descolgaba la mochila—. Tramp, comprueba tus cosas. No quiero que nadie más nos persiga.
El kender hizo lo que le decían, pero no encontró nada que no recordara que tuviera cuando llegaron a Thelgaard: Halmarain había hecho que cargara con tantas cosas que no había podido poner la mano encima de nada interesante.
Por su parte, la maga halló entre sus cosas una pequeña copa engastada de piedras preciosas, un espejo, un peine y una talla de un oso con runas dibujadas en la espalda.
—Me pregunto quién nos perseguirá para recuperar todo esto —dijo con un suspiro de resignación, mientras se lo enseñaba a Tramp.