A la mañana siguiente, mi tío Saltatrampas se alegró de que su hermana planteara la cuestión que también le bullía en la mente a él…
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Ondas a Halmarain, mientras ensillaban los ponis.
La pequeña nigromante intentaba colocarle el bocado al animal, pero éste se resistía y no dejaba de levantar la cabeza.
—¿Por qué insistes? —inquirió la kender, olvidándose de la pregunta anterior.
—No es que no pueda. Simplemente es que no doy la talla —espetó al tiempo que lo intentaba de nuevo.
En cuanto acabaron de preparar las monturas estuvieron listos para reemprender el camino. Ondas volvió a plantear su primera pregunta.
—Deberíamos regresar al camino —respondió la aprendiza de Túnica Roja, que enseguida negó con la cabeza—. Pero no me refiero al de antes. Es mejor que vayamos hacia el norte siguiendo estas estribaciones. Debemos llegar a Palanthas.
Ondas suspiró, y su hermano la comprendió perfectamente. Por aquella ruta no tendrían muchas oportunidades de hacer nuevos amigos. No obstante, el ilimitado optimismo de los kenders no tardó en aparecer.
—Quizás encontremos nuevas criaturas —aventuró Ondas—. Tramp, ¿te acuerdas de las leyendas sobre ogros, nagas y grifones que contaba Remache Largoalcance?
—Sí. Y también de los sátiros, los huldres y los bakalis. Si nos acercamos lo suficiente a las montañas quizá veamos cosas realmente interesantes.
—Me estáis asustando —se estremeció Halmarain—. Seguro que os pondréis a buscar monstruos tan pronto como os dé la espalda.
»Preferiría seguir por el camino, pero nos persiguen los neidars; y tampoco podemos olvidar al hombre encapuchado del que nos hablaron en Deepdel y que te busca a ti aunque no quieras admitirlo. Además, suponiendo que Orander siga con vida, cada día que pasa sin que lo encontremos disminuye sus posibilidades de que pueda regresar a Ansalon. Eso sin contar con que el merchesti adulto sigue buscando una forma de recuperar a su cría, y puede aparecer por aquí en cualquier momento. —Le echó un vistazo a Beglug, que rebuscaba con un palo en una madriguera—. Se está volviendo malo.
Tramp suspiró con resignación ante la insistencia de la hechicera en desconfiar de la criatura. Beglug, como si quisiera confirmar sus palabras, se quedó inmóvil, retiró lentamente el palo del cubil y se lo lanzó a un desprevenido conejo que acababa de asomar la cabeza unos metros más allá. Ahogando una risita cruel cogió al atontado animal por las patas y empezó a tirar de ellas como si quisiera arrancárselas.
—¡Ya basta! —ordenó Tramp; pero como el merchesti no hizo el menor caso, Tramp cogió la jupak y fue hacia él.
Un solo golpe bastó para que Beglug soltara al conejo, que se escapó por entre la maleza como pudo, ya que tenía rotas las patas delanteras. El merchesti se dio la vuelta y le enseñó los dientes al kender al tiempo que gruñía siniestramente. Tramp no se dejó impresionar.
—Puedes cazar para comer —le dijo—, pero no debes hacer daño sólo por diversión.
—Nunca conseguirás inculcarle piedad o consideración —sentenció Halmarain.
Beglug se frotaba el brazo y miraba a Tramp y a la hechicera con expresión compungida.
—Y no te dejes engañar por esa mirada de carnero degollado. No es más que un ser diabólico que nunca podrá ser otra cosa.
—Por lo menos aprenderá a no hacer daño por diversión —aseguró el kender, que estaba decidido a civilizar a la criatura.
No le gustaba la desconfianza de Halmarain, pero aún le molestaba más porque asustaba a Grod. Los ojos del gully se abrían desmesuradamente siempre que oía la palabra «diablo», y contemplaba al merchesti como si en cualquier momento éste pudiera arrancarle un brazo o una pierna de una dentellada.
Se pusieron en camino con Tramp en cabeza y marcharon hacia el norte, siguiendo las estribaciones montañosas. La mañana, que había empezado soleada se fue oscureciendo, y apenas llevaban una hora de viaje cuando un rayo descargó sobre las cumbres más altas. Beglug lanzó un gruñido de satisfacción y agitó los brazos, pero Halmarain no pudo evitar un respingo que asustó a su montura.
—Deberíamos buscar cobijo antes de que los ponis se desmanden —sugirió.
Tramp se mostró de acuerdo, como a todos los kenders le encantaba montar a caballo y no estaba dispuesto a perder su montura, así que se adelantó al grupo en busca de algún lugar donde pudieran cobijarse de la inminente tormenta.
No tuvo que ir muy lejos. Cerca del sendero por el que marchaban encontró una cueva poco profunda y de techo bajo. Sus compañeros se reunieron con él poco antes de que se pusiera a llover torrencialmente. La boca de la cueva era tan baja que tuvieron que desmontar y obligar a los ponis a que bajaran la testa.
—Más retrasos —masculló Halmarain, mientras se adentraba en la penumbra.
Una vez en el interior, Grod le dio un palo a Beglug para que se mantuviera tranquilo, y Humf desató su rueda de la improvisada carretilla.
—Muchos pies venir —advirtió el gully, mientras se mesaba la barba con aspecto preocupado.
Los dos kenders y la maga lo miraron. El enano tenía la oreja pegada a la rueda.
—¡Este aghar…! —empezó a rezongar la pequeña nigromante, pero Tramp la interrumpió.
—No te metas con él. La última vez tuvo razón —le recordó.
—Puede —admitió—. Esa rueda suya es capaz de captar y amplificar vibraciones. Quizá deberíamos ocultar la boca de la cueva si pudiéramos.
Halmarain se acercó a la entrada y se asomó al exterior.
—Todavía no veo a nadie. ¿Podrías salir y cortar aquella mata? Eso nos taparía.
El kender se aventuró bajo la lluvia, pero cuando se llevó la mano al cinto descubrió que le faltaba el cuchillo.
—¡Diantre, lo he perdido! —exclamó y, acto seguido metió la mano en su bolsa y se puso a buscar la otra daga, que se parecía a la de Orander.
Sus dedos palparon un anillo, que se puso en un visto y no visto, y encontraron el puñal. La hoja cortó la madera con una facilidad sorprendente. Luego, Tramp dio la vuelta para regresar a la cueva, pero aquel único paso lo llevó hasta la cima del acantilado, por encima del refugio, a quince metros de altura.
¡El anillo había actuado de nuevo! Desgraciadamente, no podía utilizarlo para el descenso; así que, a regañadientes, se lo quitó y lo guardó en el zurrón. Unos momentos después alcanzaba la entrada de la gruta y clavaba el matorral en el reblandecido suelo. Halmarain, que había sido testigo de sus evoluciones lo miró con recelo.
—¿Qué hacías ahí fuera?
—Pues talar un arbusto.
La maga iba a responder cuando descargó un rayo con un ensordecedor tronido. El ruido espantó a los ponis, y se escucharon los gritos asustados de los gullys. Halmarain impuso silencio con un gesto; luego, se asomó al exterior junto a Tramp y vieron lo que se acercaba.
Era un jinete envuelto en una larga capa y que ocultaba el rostro bajo una amplia capucha. Cabalgaba despacio, y un numeroso grupo de kobolds lo seguía. El hombre dejaba a su paso una estela de palpable malignidad.
Siguieron observándolo, pero el desconocido y sus tropas pasaron de largo y no repararon en la cueva, cuya entrada estaba oculta por el matorral. Minutos más tarde, otro rayo cayó en la montaña, pero la distancia amortiguó los gritos de los asustados kobolds.
Halmarain regresó al interior de la gruta. Tenía el miedo y la preocupación pintados en el rostro.
—Un jinete encapuchado llegó a Deepdel preguntando por un kender —le recordó a Tramp—, un jinete como el que acabamos de ver. Nos está siguiendo, así que está claro que te busca a ti.
—Es imposible, ya te lo dije. ¡No tengo ni idea de quién puede ser!
—Pues también es la primera vez que yo lo veo —Ondas se estremeció—, y te garantizo que uno no se olvida de una visión como ésa. Su aura era realmente perversa.
—Tienes razón —convino la pequeña nigromante—, un hombre tan siniestro como ése se recuerda, y con ese aspecto no creo que nadie le meta la mano en la bolsa.
—¡Oye, que nosotros no…! —protestó airadamente el kender antes de que Halmarain lo interrumpiera.
—Lo que quiero saber es cómo pudiste dar semejante salto.
—No fui yo. Fue este anillo —contestó el kender mientras buscaba en el fondo de su bolsa con afán, pues deseaba enseñárselo a la hechicera para que pudiera explicarle el misterio—. Supongo que se me debió de caer en la bolsa cuando abrimos el arcón que encontramos bajo la cama de Orander.
Tramp le contó lo que habían hallado en aquella arca, y cómo había saltado alrededor de los asombrados neidars cuando éstos lo rodearon.
—¡Qué fantástico! —exclamó Ondas—. Ojalá te hubiera podido ver en esa situación. La verdad es que no fue nada amable por su parte que te acusaran de esas horribles cosas. ¡Hasta Halmarain sabe que tú no lo hiciste porque nos ató con aquel encantamiento! Y mira que no necesitaba haberlo hecho puesto que ya tenía nuestra palabra de que no cometeríamos ninguna tontería.
—Pues por lo que parece, no tomé las precauciones suficientes.
—Te equivocas; pero lo que ahora quiero que me cuentes es qué hace ese anillo —insistió Tramp, que no quería dejar el tema a un lado.
—Está bien. Orander hizo ese anillo, pero lo dotó con un encantamiento especial —respondió la hechicera sonriendo—. Tengo que admitir que no todos los ladrones de este mundo son kenders. Hace unos años Orander tuvo un ayudante con la mano muy larga, así que decidió proteger sus pertenencias limitando sus poderes.
—¿Quieres decir que esto funciona un momento y luego deja de hacerlo? —preguntó Ondas—. Es interesante, pero no muy divertido si pierde sus poderes justo cuando estás a medio paso, alguien podría caer y hacerse daño.
Tramp seguía removiendo el contenido de su morral. Si lo recordaba bien… En efecto, lo recordaba. Sacó otro anillo.
—También tengo éste —dijo, enseñándolo—. Todavía no lo he probado, así que no sé qué poderes tiene. Podría ser el que te hace saltar, pero entonces, ¿qué hace el otro?
Se puso el segundo anillo en el dedo; pero nada ocurrió, así que se lo quitó, se lo dio a Halmarain y se puso el otro. Entonces la maga y Ondas se sobresaltaron.
—Tramp, ¿dónde estás? —gritó su hermana.
—¡Aquí! Estoy aquí —respondió el kender que se apuntaba a sí mismo pero que no conseguía verse el dedo que sin duda estaba donde debía estar—. ¡Diantre, soy invisible!
Se quitó el anillo y de nuevo apareció ante sus compañeros.
—¿También está limitado? —preguntó mientras lo inspeccionaba.
—Probablemente —repuso Halmarain—. Sólo funcionará ininterrumpidamente si sabes las palabras que anulan el conjuro limitativo. Yo no las conozco. Muchas de las pertenencias de Orander están protegidas de ese modo.
—Pues yo me pregunto si esto también es de tu maestro —dijo Ondas metiendo la mano en su zurrón y sacando un anillo idéntico al de Tramp—. No sé cómo ha llegado hasta aquí, pero se parecen mucho. Me lo he probado, pero no parece que tenga poderes, puede que venga de otro sitio.
Se lo entregó a la hechicera y se acercó a su hermano para ver de cerca los de él.
—No. Tiene la marca de Orander, así que le pertenece y puede que haga algo —contestó Halmarain al tiempo que se lo devolvía—. Dejaré que os los quedéis, pero debéis tener cuidado. Creo que lo mejor sería que me enseñarais todo el contenido de vuestras bolsas, a ver cuántas cosas habéis cogido.
—¡Estupendo! Y de paso tú nos enseñarás todo lo que llevas en la tuya —respondió Ondas con los ojos chispeantes de indignación ante el insulto.
La pequeña nigromante frunció el entrecejo, lo pensó detenidamente y asintió.
—Me parece bien. De este modo, si encuentro algo que me pertenece me lo devolverás.
—Tú primero —repuso Ondas, que tenía menos paciencia que su hermano ante las constantes acusaciones de Halmarain.
—Muy bien. Te lo mostraré todo, pero te lo advierto: que nada caiga en vuestras manos, de lo contrario…
El desgastado zurrón que la maga llevaba a la espalda era engañoso. Con cuidado extrajo una pila de diez libros de conjuros, cada uno de ellos casi tan grande como la bolsa, un monedero, dos mudas de ropa, un par de botas de repuesto y una capa.
—¿Como te cabe todo ahí dentro? —preguntó Tramp, asombrado.
—Hasta las aprendizas de Túnica Roja tienen sus secretos —contestó mientras rebuscaba en el interior. Entonces, sus cejas se arquearon en un gesto de sorpresa primero y de extrañeza después.
Le dio la vuelta al morral y de él cayeron un montón de piezas de acero, un cuchillo de aspecto siniestro, un par de guantes que eran demasiado grandes para ella. Lo último que apareció fue una especie de collar: un conjunto de unos treinta discos plateados de unos tres centímetros de diámetro, atados entre sí por eslabones de plata. Todos los discos tenían grabados en su periferia delicados símbolos rúnicos.
Rápidamente, apartó la ropa y los libros de aquel extraño objeto, como si temiera que pudieran contagiarse con su contacto.
—¡Nada de esto es mío! —aseguró.