Tramp pensó que, a juzgar por el aspecto de sus barbas, el grupo lo formaban enanos jóvenes. No obstante, iban armados con pesadas hachas, arcos y flechas.
Los ponis olieron el agua y empezaron a tirar nerviosamente de las riendas. Los enanos conversaron un momento entre ellos y uno desmontó, blandió su hacha y se internó prudentemente en el claro. Llevaba varios cuchillos al cinto, y dos enormes cuernos con los que podía ensartar a un enemigo decoraban su yelmo.
Sin embargo, como estaba medio deslumbrado por el sol no vio a Grod y casi chocó contra él. El gully pensó que el recién llegado tenía intenciones hostiles y dio un brinco hacia atrás mientras blandía la ardilla muerta ante el neidar.
—Yo hacerte rana —amenazó el aghar, que se había situado en una zona de sombras salpicada de rayos de sol. La luz le caía sobre el rubio cabello e iluminaba la ardilla muerta, de modo que, con el resto del cuerpo sumido en las sombras, parecía que flotaba en el aire.
El neidar miró a Grod un momento y bajó el arma.
—¡Es un aghar! —gritó a sus camaradas.
El comentario llevaba implícito el mensaje de que estaban a salvo ya que ninguna banda de forajidos tendría nunca entre sus miembros a un gully. El resto del grupo penetró en el claro y desmontó. Los tres últimos ponis iban cargados de cajas y bultos.
—Aquí se está fresco, pero no hay nada que hacer —anunció Tramp mientras seguía a los enanos hasta el arroyo e intentaba ayudarlos con las monturas—. No he podido encontrar nada interesante, ni siquiera un nido de pájaro, así que me alegro de que estéis aquí porque podré hablar con vosotros. ¿Es éste tu arco?
—Quita tus sucias manos de ladrón de mi arma —gruñó el neidar.
Tramp dio un paso atrás y la sonrisa se le desvaneció del rostro.
—No lo voy a romper ni tampoco te lo voy a robar. Me parece que estás pensando en otro Saltatrampas, en ése del que todo el mundo habla.
—Bueno pues si hay dos kenders con el mismo nombre no me importa, pero tú mantén las manos en los bolsillos —advirtió el enano.
Tramp hizo lo posible por complacerlo; pero, puesto que no tenía bolsillos en los calzones, se tuvo que conformar con meter las manos en el morral y juguetear con el contenido. La verdad era que tenía que admitir que sus posesiones resultaban seguramente más interesantes que las de los enanos, aunque no podía negar que le habría gustado hacer un rápido inventario de lo que llevaban.
Halmarain apareció acompañada del merchesti. A juzgar por su tranquila actitud, la nigromante le había lanzado un conjuro para mantenerlo calmado y bajo control. Beglug vestía su segunda muda de ropa, iba calzado con botas y lucía barba postiza, peluca y casco. Apenas les dedicó a los recién llegados una mirada indiferente antes de echarse a dormir al pie de un árbol.
—Os deseo un buen viaje y una calurosa bienvenida a su término —dijo la pequeña maga dirigiéndose al más alto de los enanos. El saludo era un viejo rito neidar que apenas se usaba desde el Cataclismo.
—Feliz viaje a ti también, hija mía —respondió el inter-pelado, haciendo una reverencia—. Me llamo Tolem Garthwar, a tu servicio. Con tu permiso, compartiremos la sombra de este claro y abrevaremos a nuestras monturas.
Tolem miró al resto del grupo: primero a Beglug, cuya barba entrecana le hacía parecer mayor, por lo que hubiera debido hacer las presentaciones; luego a los gullys y a los kenders, a los que no prestó la mínima atención, como si no fueran dignos de ella. La estatura y las delicadas facciones de Halmarain, así como su voz, que intentaba enronquecer en lo posible, le daban el aspecto de una niña enana. En la expresión de Tolem se leía la pregunta de por qué Beglug no había cumplido con el papel que le correspondía como el más viejo.
La nigromante se percató de la situación y se llevó un dedo a la sien.
—Es una vieja herida —explicó señalando al merchesti con la cabeza y suspirando—. Un goblin le atizó una vez un mamporro y desde entonces está así. Me temo que el padre de mi padre ya nunca se recuperará. Si puedo llevarlo con nuestra gente, en las colinas que rodean Palanthas, ellos lo ayudarán. Es un largo viaje, incluso con la ayuda de estos amigos.
Tolem asintió comprensivamente.
—Me preocupa que alguien tan joven viaje solo, señora —dijo—. Nosotros nos dirigimos hacia el sur en una expedición de gran importancia, pero…
—Oh, no. No estoy sola —le recordó Halmarain en un intento de evitar otra oferta de ayuda—. Estos kenders y gullys son amigos leales. Ellos me acompañarán hasta el final de mi trayecto.
Entre tanto, los neidars habían descargado sus pertrechos, desensillado los ponis y dejado a los animales pastando junto a sus congéneres. Cuando terminaron, se sentaron en semicírculo a la sombra de un gran árbol.
Halmarain se llevó a los kenders aparte, lejos de los recién llegados.
—Si tocáis o cogéis cualquier cosa del equipaje de esos enanos pasaréis el resto de vuestra vida convertidos en conejos —advirtió.
Tramp protestó. Tenía pensado esperar hasta que los enanos se adormilaran para pasar una tarde entretenida aprendiendo nuevas cosas acerca de los modos de viajar de los desconocidos; pero Halmarain le adivinó el pensamiento, cerró los ojos y murmuró un conjuro. De repente, el kender se encontró totalmente inmovilizado.
—¿Qué nos has hecho? —preguntó Ondas, que se encontraba en la misma situación, con los brazos pegados al cuerpo.
—He usado un conjuro de atadura. Decidme ahora si queréis pasar así el resto del día o si preferís prometerme que no pondréis la mano en el cargamento de los neidars.
Los dos kenders aceptaron a regañadientes ya que, cuando daban su palabra, estaban obligados por ella tanto tiempo como recordaran la promesa, y ambos sabían que la nigromante ya se encargaría de refrescarles la memoria tantas veces como hiciera falta. Halmarain los liberó del conjuro y se ocupó de que fueran a sentarse lejos de las pertenencias de los enanos.
La aversión de los neidars hacia los kenders se desvaneció tan pronto como Ondas y la maga sacaron un gran jamón y un pedazo de pan del día anterior y propusieron que lo compartieran. Por su parte, los enanos aportaron la bebida. Hidromiel enano, fuerte y cabezón. Al terminar, uno de ellos se acercó a Grod.
—¿Dijiste algo de una historia de un forajido muerto?
—Tramp saber historia —respondió el gully.
Aburrido y sin nada mejor que hacer, Tramp dejó que su imaginación urdiera una nueva aventura del bandido kender; pero en esa ocasión, molesto por la actitud de la hechicera, añadió a la historia el personaje de una Túnica Roja renegada. El relato se prolongó durante toda la tarde, y el kender no dejó de recibir furiosas miradas de la nigromante a medida que enriquecía los detalles.
Sin embargo, Halmarain, que estaba sentada y apoyada contra el tronco al pie del cual dormía el merchesti, no se dio cuenta de que la criatura se despertaba y contemplaba a los enanos, que se iban pasando las botellas de barro que habían sumergido en el riachuelo para que se enfriasen. Al cabo de un momento, Beglug se inclinó hacia el arroyo, cogió una de las vasijas y vació el contenido de un solo trago. Luego, se la comió.
Tramp se percató de ello y, de repente, su historia se enriqueció con la súbita aparición de unos golems de piedra que hacían unos ruidos espantosos y que ahogaron por completo los ruidos que hacía el merchesti al masticar el recipiente. El pequeño demonio estaba buscando algo más que llevarse a la boca cuando Halmarain advirtió lo que sucedía; rápidamente, la hechicera se dio la vuelta para que los enanos no la vieran y lanzó un nuevo encantamiento. Al instante Beglug volvió a tumbarse y se quedó dormido sin que nadie se hubiera dado cuenta de lo sucedido.
Los neidars escucharon, fascinados, el final del relato de Tramp según el cual el imaginario Saltatrampas se encontraba con su destino final en forma de bola de fuego.
—Ha sido realmente una buena historia —felicitó Tolem al kender—, pero ahora que ya ha pasado lo peor del calor del día es hora de que nos pongamos en camino.
Mientras los enanos ensillaban sus ponis, Tramp y Halmarain se pusieron a buscar al merchesti que, sorprendentemente, había desaparecido. Al parecer, el poder del encantamiento se había esfumado, y lo encontraron arroyo arriba, hurgando en la madriguera de un inofensivo topo.
—Está claro que mis conjuros adormecedores no son lo bastante poderosos —comentó la pequeña Túnica Roja, con aire de preocupación, mientras regresaban al campamento para recoger sus pertenencias—. Voy a tener que estudiar y dar con algo más eficaz.
No obstante, cuando llegó al claro encontró otro motivo de disgusto. Los neidars se habían llevado su hermoso poni y en su lugar habían dejado una montura flacucha y débil.
—¡Debí haber permitido que tú y Ondas les robarais hasta la última pieza de acero! —exclamó irritada, mirando a los dos kenders.
—Deja de decir eso, nosotros no robamos —objetó Tramp—. ¿Cuántas veces hemos de decírtelo? Lo que sucede es que la gente es descuidada con sus posesiones o se empeña en echar mano de su bolsa justo cuando nosotros pasamos a su lado…
—¡No quiero escuchar una palabra más! ¿Entendido? —les espetó la nigromante.