14

Mi tío Saltatrampas, como todos los kenders, tenía el sueño muy ligero…

Tramp se despertó cuando oyó el irregular golpeteo. Se sentó en el jergón y se asomó la ventana para ver cómo amanecía. Beglug estaba en un rincón, sosteniendo una de las botas de Grod mientras devoraba lo que quedaba de la única silla de la habitación y empezaba a mirar el suelo de madera con avidez. Cuando una hormiga surgió entre los tablones, el merchesti la aplastó con la bota y lanzó una risita demoníaca.

—¡Pequeño monstruo! —exclamó Halmarain con disgusto mientras bajaba de la cama y buscaba un peine entre sus cosas de la mochila.

—Beglug buscarse nuevo juego. El usar su propia bota —dijo Grod al tiempo que recuperaba la suya de manos de la criatura y se la calzaba—. Tripas de Lava ser malo.

—¡Eso no es cierto! —exclamó Ondas.

—Si decapitar al perro del posadero y comérselo no es ser malo, entonces ya me dirás qué es —replicó la pequeña maga.

—No podemos estar seguros —intervino Tramp—. El hombre dijo que su perro era muy fiero. Puede que atacara a Beglug y éste se defendiera. Ya sabéis que es capaz de tragarse cualquier cosa.

—Tripas de Lava ser malo —repitió Grod.

—¡No, no lo es! —exclamó Tramp, cada vez más molesto con el gully porque se limitaba a repetir las advertencias de Halmarain.

—Quizá no ser tan malo —terció Humf, a quien lo único que le molestaba del merchesti eran sus permanentes intentos de masticar la rueda.

La fiesta se había prolongado hasta altas horas de la madrugada, y ninguno de ellos había podido descansar del todo a causa del griterío que provenía de la plaza. Cargaron sus pertrechos y volvieron a disfrazar a Beglug con el maquillaje y la peluca. El sol ya estaba alto cuando bajaron las escaleras de la posada y se dispusieron a desayunar en el gran comedor. El mesonero no tardó en presentarse.

—¿Qué ha pasado con la silla que había en la habitación? —le preguntó a Grod, que era a quien más cerca tenía.

—Tripas de Lava devorar —contestó Humf, señalando al merchesti mientras se metía grandes cucharadas de puré de avena en la boca y se manchaba la barba.

—Quiero saber lo que ha sucedido con la silla —insistió el tabernero, convencido de que le estaban tomando el pelo.

—Eso me gustaría saber a mí también —espetó la hechicera, que se dio cuenta de que acababa de usar su voz verdadera e hizo un esfuerzo para enronquecería—. Pagamos una fortuna por ese cuarto y no teníamos otro sitio donde sentarnos aparte de la cama. No se lo dijimos ayer a causa de lo ocupado que estaba, pero esta mañana tiene la oportunidad de disculparse por las molestias que nos ha causado.

—Había muchos asientos y bancos en la plaza —intervino Tramp—; seguramente alguien sacó la silla de la habitación y olvidó devolverla, o quizá la devolvió pero la dejó en la habitación equivocada. Ya sabe que hay gente muy despistada en este mundo.

—¿Quiere que busquemos en nuestras mochilas por si resulta que la hemos escondido? —preguntó Halmarain con sarcasmo, interrumpiendo el discurso del kender.

Puesto que se trataba de un mueble recio y de gruesas patas, estaba claro que no podían haberla ocultado entre sus pertenencias ni aunque la hubieran desmontado. Las armaduras estaban guardadas junto con el resto de sus cosas ya que el día prometía ser demasiado cálido para que pudieran llevarlas cómodamente.

El mesonero se alejó y volvió a sus quehaceres.

—Primero pierdo el perro y, luego, una silla. Me pregunto si tanta fiesta vale la pena —masculló.

—Hemos de hacer algo con respecto a la dieta de Beglug —comentó la nigromante, que a duras penas podía cargar con el peso de su hacha y la coraza, mientras salían de la posada y se dirigían hacia el establo donde habían dejado las monturas. Los demás cargaban con los otros fardos.

La plaza de la aldea estaba desierta, lo cual no era sorprendente si se tenía en cuenta que el festejo se había prolongado hasta casi el amanecer. Halmarain aprovechó que no había nadie a la vista y obligó a los gullys a que se lavaran en un abrevadero cercano.

Según se desprendía de las conversaciones que habían escuchado la noche anterior, había un buen camino que conducía desde Deepdel hasta Rocaferra; y, puesto que su única alternativa les conducía a cruzar un territorio infestado de goblins, decidieron que sería mejor arriesgarse a ser vistos por desconocidos que asesinados.

—Si saben que dos kenders nos acompañan, es posible que se mantengan alejados de nosotros —comentó la maga, no sin malicia.

—Hechicera siempre negativa —se quejó Humf, meneando la cabeza—. No gustar kender, no gustar poderoso clan Aglest.

—Claro que le gustamos —intervino Ondas—, de lo contrario no nos habría pedido que la acompañásemos. Estoy segura de que se arrepentirá en cuanto se dé cuenta de lo que dice. La verdad es que si yo fuera tan diminuta como ella también me preocuparía por cualquier cosa. Aunque hay que admitir que…

—¡No necesito que nadie se disculpe por mí! —interrumpió Halmarain.

Tramp, que iba en cabeza, lanzó una sombría mirada de soslayo. Estaba a punto de responder a la nigromante cuando los enanos se le adelantaron.

—¿A la gente no gustar kender? —le preguntó Humf a su hermano mientras empujaba su preciada rueda.

—Gustar más kender que hechicera.

—Hechicera tener mal humor.

—Hechicera estar siempre de mal humor.

—Os podéis ahorrar vuestras críticas, sucios gullys —saltó Halmarain.

—Mejor tener un cuerpo sucio que una mente sucia —intervino Ondas. Intentaba imitar la forma de hablar de los aghars, pero en su voz se apreciaba irritación—. Personalmente, prefiero los enanos gullys a los humanos pequeños y de mente enana.

—¿Tú crees que los humanos grandes tienen mentes mejores? —preguntó Tramp a su hermana—. ¿Te imaginas cómo puede ser un gigante?

—¡Ojalá tengas la ocasión de averiguarlo! —exclamó la maga con el rostro enrojecido de rabia y frenó a su poni para que los demás la adelantaran. El kender siguió en cabeza del grupo, seguido de los aghars, a quienes Ondas llevaba de las riendas. Sin embargo, Tramp, que como buen kender era incapaz de estar enfadado mucho rato, empezó a pensar en lo que podrían hallar cuando llegaran a Rocaferra.

—El nombre me suena a ciudad de enanos —comentó—. Puede que sea un lugar interesante. Los enanos son unos maestros cuando se trata de inventar objetos raros.

—Se trata de una fortaleza —aclaró Halmarain—. Es muy antigua; creo que se construyó en tiempos de Huma.

Cabalgaron así una hora, durante la cual el kender no dejó de hacer comentarios sobre su lugar de destino, comentarios que distraían continuamente a los gullys y que provocaban que la rueda se les cayera a cada momento. La tercera vez que Tramp tuvo que detener la comitiva y desmontar para recuperar el aro, se quedó mirándolo y también a un grupo de arbolitos cercano.

—¿Y bien? —le preguntó la nigromante con su habitual impaciencia—. ¿Seguimos camino, o no?

—Sí, claro, enseguida. —El kender sacó al poni del sendero y lo ató a un robusto árbol—. Pero acabo de tener una buena idea. ¡Ondas, ayúdame!

Mientras la maga permanecía a caballo, el kender le explicó el plan a su hermana. Usando sus machetes, talaron dos delgados troncos terminados en forma de horquilla y los compararon para asegurarse de que tenían la misma longitud. Un par de metros aproximadamente. Luego, Tramp taló otra pieza más robusta, de poco más de un palmo, y entre los dos lo llevaron todo hasta donde estaba la rueda caída.

—Ahora, todo lo que necesitamos es un poco de cuerda o unas tiras de cuero —dijo Ondas mientras su hermano y ella rebuscaban en sus bolsas. De repente, la kender sacó el brazalete que había recogido del suelo ante la parada de aquel joyero de Lytburg (con la intención de devolvérselo) y lo miró con aire sorprendido—. ¡Caramba, pensaba que se lo había devuelto! —añadió.

—Y esto, ¿de dónde ha salido? —se extrañó Tramp cuando vio los tres frascos de vidrio llenos de un líquido oscuro que tenía en la mano.

—¡Son míos, ladrón! —protestó la pequeña aprendiza de Túnica Roja.

—Si no los hubieras tirado no habría tenido que recogerlos para devolvértelos —repuso el kender distraídamente mientras seguía buscando. Al final encontró lo que buscaba: un rollo de cuerda y varias tiras de cuero.

Los gullys miraron con inquietud cómo Ondas sostenía la rueda mientras su hermano deslizaba la pieza más corta a través del agujero y ataba los extremos horquillados de los dos palos a cada lado del improvisado eje.

—Rueda ser mágica. No servir para transporte —declaró Humf.

—Sí, rueda no trabajar —lo apoyó su hermano.

—¿Por qué no? Vosotros no habéis dejado de trabajar para llevarla —replicó Tramp, mientras hacía unas muescas en la otra punta de los palos y los ataba a cada lado de la silla de montar de Humf—. Así no se os caerá.

Se apartó y contempló, satisfecho, el resultado de su idea. Una especie de carretilla.

—¿A los señores les parece que quizás ahora podremos proseguir? —inquirió Halmarain.

Tramp se dio la vuelta, ceñudo y dispuesto a contestar, pero cuando vio lo que sucedía tras ella enseguida se olvidó del enfado.

—¡Eh, mirad! Parece que a Beglug le gustan sus ropas más de lo que habíamos pensado —se rió.

La mañana era cálida, y al parecer el joven merchesti había decidido por su cuenta que se estaba mejor sin vestimenta. Durante la breve pausa se había quitado los calzones y la camisa, los primeros habían desaparecido y de la segunda sólo quedaba un trozo de manga que le asomaba de la boca mientras masticaba.

—¡Menudo monstruo! —exclamó Halmarain que parecía dispuesta a matar a Beglug.

—Se suponía que tenías que vigilarlo —rió Ondas—. No te enfades con él sólo porque tiene buen apetito.

La criatura, desnuda, calzada con botas, con barba y el casco en la cabeza, tenía realmente un aspecto cómico. El maquillaje sólo le cubría el rostro y las manos y el resto del cuerpo conservaba su color verde natural.

—¿Cómo ha podido quitarse los calzones por encima de las botas? —se preguntó Ondas, sacando una capa de su mochila y montando de nuevo.

—La próxima vez deberíamos estar más pendientes por si hace algo gracioso —comentó Tramp mientras ataba la capa de su hermana en torno al cuello del merchesti.

Era evidente que si no conseguían disimular su extraño aspecto, tendrían que abandonar los caminos. Siguieron cabalgando toda la mañana, y el día se fue haciendo más cálido. El sendero parecía recto, pero era polvoriento y ascendía en una pendiente constante que pronto dejó a los ponis sin resuello, así que cuando alcanzaron una pequeña arboleda por cuyo claro discurría un riachuelo, hasta la hechicera estuvo de acuerdo en que se detuvieran.

Descargaron los animales y los dejaron que bebieran en el arroyo. Luego, los ataron a unas ramas cercanas de modo que pudieran pacer la escasa hierba. Tras la sequedad del camino, el aire húmedo del claro les pareció dulce y refrescante.

Halmarain, que era quien menos había dormido la noche anterior, se apoyó contra el tronco de un árbol y empezó a sestear. Humf y Grod se entretuvieron escarbando el suelo mientras Beglug masticaba una rama con una mano y con la otra sujetaba un palo con el que pretendía darle a una ardilla que estaba fuera de su alcance. Por su parte, los kenders aprovecharon el descanso para dedicarse a su pasatiempo favorito: averiguar el contenido exacto de sus zurrones e intercambiarlo sin pérdida de tiempo.

—¡Qué bonito! —exclamó Ondas cuando vio el ingenioso mechero con el que Tramp jugueteaba—. Seguro que es un invento de los enanos. ¿Cómo lo conseguiste? —preguntó, alargando la mano.

—No lo sé —respondió, entregándoselo y haciendo un esfuerzo por recordar. Estaba convencido de que no lo tenía hacía dos días.

—En cuanto al «cuándo», sin duda fue ayer, durante fiesta. Y en cuanto al «dónde», pues en el bolsillo de algún incauto —respondió la nigromante con los ojos cerrados.

—¡Eso no es cierto, lo habría recordado!, es demasiado interesante —objetó Tramp, mientras seguía extrayendo objetos interesantes: un conjunto de varillas metálicas una vez desplegadas, se convertían en una parrilla para asar y un pequeño cuchillo con el mango engastado de joyas.

»Alguien debe de haber confundido mi bolsa con la suya. Me gustaría saber de quién se trata ya que tiene un montón de cosas interesantes y sé que le gustaría recuperarlas.

También encontró objetos que sí recordaba que había cogido: como una linda botellita de cristal que sacó del bolsillo de un enano que se esfumó antes de que él pudiera devolverla a su lugar.

Halmarain roncó en sueños, como si no tuviera el más mínimo interés por averiguar el resto del contenido del morral del kender.

Luego, le llegó el turno de sorprenderse a Ondas.

—¡Vaya! No sabía que tuviera tantas piezas de acero. No me extraña que esta bolsa pesara tanto.

Siguió rebuscando, frunció el entrecejo y extrajo una bolsita de cuero atada con un lazo corredizo.

—Éstas sí que son mías. ¿De dónde habrán salido las demás?

La conversación acabó por despertar a la hechicera.

—Ya veo que os habéis estado sirviendo de la bolsa de Orander a modo —acusó.

—¡Eso no es cierto! —negó categóricamente Ondas.

—Dice la verdad —terció su hermano, que mostró la bolsa de Orander decorada con motivos rúnicos—. Está tan llena que no cabe una pieza más.

La maga se acercó al kender y cogió la bolsa de su maestro sopesándola.

Orander nunca me dijo que fuera mágica. Tampoco conozco ningún conjuro que reemplace las piezas que se han gastado comprando. Si lo hubiera, todos los magos serían ricos. —Se interrumpió y miró maliciosamente a Tramp—. ¿Estás seguro de que pagaste por la habitación de la posada? —preguntó.

—Naturalmente. El mesonero no era persona confiada, lo cual, yo diría, no es bueno para el negocio, ¿a quién le gusta que lo acusen de marcharse sin haber pagado antes incluso de que le hayan dado una habitación?

—¿Estás seguro?

Las constantes sospechas de la hechicera estaban acabando con la paciencia del kender, que le lanzó la bolsa de Orander.

—Si no te fías de mí, puedes quedártela.

—Hechicera, ceñuda y fiera hechicera —se mofó Ondas, que compartía la opinión de su hermano.

—Con nosotros debe ir, pero su confianza no quiere compartir —añadió Tramp al juego de rimas burlonas.

—Se enoja, se enoja siempre la Túnica Roja —replicó la kender.

—¡Ya es suficiente! —estalló Halmarain.

—Es una arpía que se queja noche y día —añadió Tramp, que se reía como si aquel juego fuera el más gracioso del mundo, mientras su hermana se revolcaba entre carcajadas.

—¡No quiero oír ni una palabra más! —gritó la nigromante.

—Protesta y grita como una fiera pequeñita —siguió diciendo Tramp, al que se le escapaban las lágrimas de tanto reír.

—¡Una palabra más y os convierto a todos en ranas! —advirtió la furibunda hechicera—. ¡Os lo pro…!

De repente, la rueda de los aghars apareció rodando cuesta abajo mientras los dos gullys corrían tras ella.

—¡Venir ponis! —gritó Humf.

—Yo mantenerlos a raya con magia —dijo Grod, enseñándoles una ardilla muerta que por su aspecto acababa de ser aplastada por una rueda—. Yo encontrar buena magia.

—¡Beglug! —exclamó Ondas que ya se había olvidado de la discusión.

—Recoged vuestras cosas mientras yo lo escondo en el bosque —ordenó Halmarain.

Los kenders metieron sus pertenencias apresuradamente en las mochilas y le estaban dando a Humf la bolsa con el resto de la ropa del merchesti cuando vieron un grupo de seis enanos que se acercaba a lomos de unos ponis. Los recién llegados divisaron el claro con el riachuelo y, deseosos igualmente de escapar del calor del camino, señalaron en su dirección.

Grod se quedó de pie mientras agitaba la ardilla muerta como si fuera un amuleto contra la mala suerte, y los kenders, entusiasmados con la posibilidad de conocer gente nueva, corrieron hasta el linde del bosquecillo sonriendo abiertamente.

—¡Hola! —llamó Tramp—. Éste es un lugar estupendo para descansar, hay sombra y el agua está fresca. Venid y reuníos con nosotros.

Los seis enanos, que vestían al modo de los neidars miraron a los kenders con aire receloso.

—Es un kender —dijo uno de ellos—. ¿No podría ser el que va con esa banda de forajidos?

—¡Oh, no! —contestó Tramp—. No somos forajidos, sólo viajamos con una ma…

—Con nuestros ponis y un grupo de aghars y neidars —interrumpió Ondas, para cubrir el desliz de su hermano—. Está en el bosque recogiendo leña.

—¿Leña, con este calor? —preguntó con desconfianza el que parecía el cabecilla del grupo—. ¿Estáis seguros de que no formáis parte de ninguna banda de delincuentes?

—Hemos oído rumores acerca de un forajido de nuestra raza —admitió Ondas—. Pero se trata de uno sólo, mientras que nosotros somos dos.

—Sí, forajido kender muerto —intervino Grod—. Ésa sí que ser buena historia.