12

El grupo se quedó sin habla mientras la criatura se acercaba. Tramp dio un paso al frente, deseoso de conocer a aquel extraño ser. Halmarain, a pesar de que no tenía ni idea de manejarla, desenfundó el hacha, y el peso de la hoja estuvo a punto de derribarla del caballo.

Cuando vio el arma, el desconocido se detuvo, se echó a reír y se quitó la cabeza de león dejando al descubierto un rostro sonriente y muy humano.

—Perdonadme si os he asustado —se disculpó—. Hoy es el Día de los Hechiceros, aquí, en Deepdel. A veces nos olvidamos de que no todo el mundo conoce nuestra fiesta.

—¡Oh, mira! ¡Es un disfraz! —exclamó Ondas, saltando del poni y acercándose corriendo para admirarlo de cerca.

—¿Fiesta? ¿Están celebrando una fiesta? ¿Podemos participar? —preguntó Tramp con evidente interés.

—Naturalmente —repuso el desconocido—. Una vez al año, celebramos la lucha que tuvo lugar en la aldea, entre dos hechiceros, hace varios milenios. ¡Oh!, disculpad mis modales; ante todo debo presentarme. Mi nombre es Earne Jomann, y mi padre es el alcalde de Deepdel.

»Por la tarde, representaremos el histórico combate. Los extranjeros siempre son bienvenidos, pero en un día como el de hoy debo imponeros una condición: debéis llevar un disfraz para entrar en la aldea. Sólo pueden librarse de esta regla quienes por necesidades de la representación deban ir a cara descubierta.

—Os agradecemos vuestra hospitalidad, pero debemos seguir nuestro camino —declaró Halmarain.

—¡No! Queremos ver los disfraces —intervino Ondas.

—¡Ah, kenders! —exclamó Jomann. La sonrisa le desapareció del rostro, y escudriñó al grupo con aire de sospecha—. ¿Huís del viajero que se ha detenido aquí hace poco? Era un hombre grande y encapuchado. Al parecer iba detrás de unos kenders que viajan con un enano.

—¿Nos buscaba? ¿Quién era? No tenemos amigos por aquí —contestó Tramp, asombrado ante la noticia—. Dudo que se refiriera a nosotros, no conocemos a nadie en esta parte de Solamnia. Por lo menos hasta el momento —añadió con un tono esperanzado.

—No. Además nosotros somos cuatro enanos y no uno —intervino la hechicera fingiendo la voz de un aghar.

—Me alegro de saberlo —respondió aliviado Jomann—. Aquel hombre no era la clase de persona que uno desearía como amigo.

—Gracias por vuestra invitación. Si nos dais un poco de tiempo para prepararnos, nos reuniremos con vosotros —aceptó finalmente la pequeña maga.

Earne hizo una inclinación de cabeza y volvió a colocarse la máscara.

—Entonces, os veré en la plaza del pueblo —dijo mientras se alejaba.

Tan pronto como el aldeano se hubo perdido de vista, Halmarain se volvió hacia el kender, visiblemente preocupada.

—¿Quién puede estar buscándote?

—Nadie, que yo sepa —repuso Tramp.

—No conocemos a otros humanos aparte de ti —añadió Ondas—. Los únicos con los que nos cruzamos fueron los del barco. ¿Cómo podían saber que viajábamos con enanos? Puede que el hombre de la capucha esté buscando a otros kenders.

—Nos quedaremos aquí a pasar el día, y también la noche si conseguimos alojamiento —decidió la maga—. Así le daremos tiempo a ese hombre para que se aleje. Vamos a ver qué podemos hacer para disfrazarnos… Y, por favor, ¡ponedle bien las botas a Beglug! —Entonces, miró a los dos kenders que habían intercambiado un comentario en voz baja y asintió—. Tenéis razón, podría formar parte del disfraz.

Media hora más tarde, llevaron los ponis hasta unas cuadras cercanas y se encaminaron luego hacia la plaza de la aldea. Earne, el aldeano, los estaba esperando y los llamó para presentarles a su padre, aunque nunca habrían podido decir qué aspecto tenía pues iba disfrazado de bola azul y llevaba una máscara de madera tallada.

—Debéis decir de qué vais ataviados —explicó Earne a la hechicera, sonriendo.

Halmarain había cortado largas hebras de hierba que la cubrían de arriba abajo, también se las había puesto en el casco y a modo de barba. Todo el conjunto se mantenía en su sitio gracias a un conjuro.

—Soy la hierba primigenia. Mi amigo aquí presente —contestó, señalando al merchesti, que ya no llevaba maquillaje y seguía con las botas torcidas—, representa a un mago inepto. Este otro es un tiovivo. —Se trataba de Humf, que llevaba su amada rueda dando vueltas sobre la punta del casco gracias a otro conjuro—. Y los demás van vestidos de enanos kenders. —Tramp tenía puesta la barba de Beglug y Ondas la peluca, que le tapaba toda la cara.

—¡Yo ir gully! —chilló Grod, a quien habían cubierto de barro de la cabeza a los pies.

—Habéis hecho un gran trabajo si tenemos en cuenta que sois viajeros y que no teníais pensado asistir a nuestra fiesta —dijo el alcalde inclinándose hasta tal punto que la hechicera pensó que rebotaría y saldría dando tumbos—. Venid, disfrutemos de la fiesta.

Varios cientos de enanos y humanos se movían por la plaza mientras comían, bebían o bailaban. Todos llevaban extraños disfraces en los que se combinaban elementos de todo tipo de animales. En conjunto, la escena parecía el producto de los locos experimentos de la mente enferma de un mago.

En un extremo de la plaza, los músicos tocaban en un estrado. Los dos tañedores de laúd parecía que vestían un único disfraz y eran como una sola figura con dos cabezas, cuatro brazos, tres piernas y un solo tronco. A su lado, dos brazos humanos surgían de una figura dragontina en madera y con las escamas pintadas de brillantes colores, y aporreaban unos tambores.

Los dos kenders se quedaron boquiabiertos ante aquel espectáculo, se olvidaron por completo de sus compañeros y se dedicaron a deambular, fascinados por los disfraces e intentando concentrarse en la cantidad de objetos interesantes que de repente podían «manejar».

Ni siquiera el interés en los vestidos pudo distraer durante mucho tiempo a su verdadero carácter kender y pasaron un largo y feliz rato entre los festejantes, mientras con los dedos exploraban todos los bolsillos que se les ponían a tiro. Había tantos, y la gente se movía tan deprisa, que acabaron perdiendo la pista de a quién le correspondía qué cuando llegó el momento de devolver las cosas que habían cogido. Las bolsas de los kenders rebosaban de artículos que accidentalmente habían ido a parar allí.

Vieron a Grod, que había encontrado la mesa de los manjares y se estaba atiborrando, comiendo a dos manos. Los aldeanos, sabedores del tradicional apetito de los gullys, le ofrecían toda clase de alimentos y los felicitaban por lo bien que hacían honor al disfraz. El enano, por su parte, les devolvía la atención siendo absolutamente fiel a su vestimenta, es decir a sí mismo.

Entre tanto, Humf bailaba a solas cerca de la plataforma de los músicos y daba vueltas y más vueltas, al igual que la rueda que llevaba en la cabeza.

Entonces el alcalde subió al estrado y desde allí reclamó la atención de los reunidos para pedirles que ocuparan sus sitios en las sillas que habían sido dispuestas alrededor de la plaza. Los lugareños, sabedores de lo que iba a suceder obedecieron diligentemente.

Earne encontró acomodo para Tramp, Ondas y él mismo, mientras que Halmarain y el merchesti se sentaban al lado de un corpulento humano, al otro lado de la explanada. Los pies no les llegaban al suelo, pero Beglug estaba tan entretenido con el espectáculo que, por una vez, no devoró el mobiliario.

En un extremo, un malabarista mantenía en el aire cuatro manzanas al mismo tiempo, y la multitud lo observaba fijamente hasta que en el lado opuesto se oyó un ruido crepitante y un grave tronido. Todos volvieron la cabeza y vieron sobre la plataforma un remolino de humo negro que, al disiparse, desveló la figura de un mago Túnica Negra.

—¡Vaya, esto es fantástico! —le dijo el kender a Earne—. No sabía que tuvierais magos y hechiceros. Me encanta la magia.

—Y a mí también —añadió Ondas, inclinándose para ver mejor.

—No, en realidad no es magia. Lo del humo no es más que un truco de los enanos, y el hechicero es uno del pueblo disfrazado. Representa a Canoglid, el mago que tuvo sometida a nuestra aldea hace cientos de años.

La representación se desarrolló con mímica, pero no fue difícil de seguir. Los aldeanos habían temido al nigromante y a las horribles criaturas con las que los había esclavizado.

Entonces llegó un Túnica Blanca y, con la ayuda de unas criaturas benéficas, se dispuso a desterrar al representante del Mal.

Los actores bajaron del estrado y se enfrentaron lanzándose bolas de fuego. Al principio, los dos kenders creyeron que se trataba de magia verdadera; pero, luego, cuando la figura de blanco se aproximó a ellos, Tramp descubrió que cada vez que el Túnica Negra fingía que lanzaba un conjuro, el otro hacía como si hubiera sido golpeado mientras dejaba caer un pequeño objeto del que surgían llamas y una breve humareda cuando se estrellaba contra el suelo. Uno se le cayó sin que estallara y el kender no lo perdió de vista. La escenificación continuó hasta que las criaturas malignas y el hechicero fueron expulsados.

—¡Estamos salvados! ¡Gracias a Paladine estamos salvados! —gritaron los actores vestidos de aldeanos mientras el público coreaba el grito de triunfo.

A continuación, los músicos volvieron a ocupar su lugar y la fiesta se reanudó. Tramp se apresuró a deslizarse entre el gentío, recogió la pequeña esfera que se le había caído al Túnica Blanca y que no había explotado y la examinó detenidamente. Era de cristal y estaba dividida en dos compartimentos. Uno contenía un líquido y el otro un polvo. Se la guardó rápidamente en el morral, no fuera a suceder que alguien la pisara accidentalmente y se le incendiaran los pies. Decidió que lo mejor sería entregársela al hombre que había interpretado el papel de Túnica Blanca, pero lo único que encontró fueron los ropajes abandonados sobre un banco en un extremo de la plaza. El kender los examinó y descubrió en un bolsillo seis esferas más, «¡Caramba, esto puede ser peligroso! —se dijo—. ¿Qué pasaría si alguien se sentara sobre esta capa?» y sonrió para sus adentros cuando se imaginó a uno de los aldeanos corriendo con los calzones en llamas. Lo pensó detenidamente y las cogió todas, siempre con la honorable intención de devolvérselas al actor que había interpretado el papel de Túnica Blanca.

Acababa de cerrar el morral, cuando Halmarain apareció entre un grupo de aldeanos que cantaban y bailaban. La pequeña hechicera parecía que luchaba con sus grandes botas mientras caminaba con dificultad, con el rostro deformado por el enfado y la preocupación.

—He perdido a eso…, a Beglug —dijo en voz baja sin poder disimular su frustración.

—Deja que se divierta un poco. Probablemente estará por ahí, admirando los disfraces —contestó Tramp, convencido de que no había razones para inquietarse—, me pareció que le encantaban.

—Lo único que lo tenía encantado era el conjuro que le lancé para mantenerlo tranquilo —replicó la maga—. Desgraciadamente me despisté y me olvidé de mantener el embrujo. Tenemos que encontrarlo antes de que cometa una barbaridad. Empieza a buscarlo tú mientras yo llamo a los demás y los prevengo.

Tramp suspiró. La única razón por la que deseaba conducir al merchesti y a la hechicera hasta Palanthas era porque una vez allí sería libre para explorar la ciudad a sus anchas.

Se deslizó entre la multitud. Por lo que podía ver, Beglug no estaba entre los músicos. Entonces, escuchó un ladrido al que le siguieron gruñidos y gemidos. Los sonidos provenían de la parte trasera de la posada del pueblo. El perro gruñó de nuevo y lanzó un aullido de dolor. Sin embargo, cuando el kender llegó al patio de la taberna los ruidos habían cesado y vio que el merchesti estaba apoyado contra la pared, mientras devoraba la cabeza del perro al que acababa de matar.

El kender se estremeció ante el sonido de los huesos que se quebraban, pero no podía culpar al pequeño diablo; después de todo, no había hecho nada malo al curiosear, y el perro le había gruñido en lugar de mostrarse amistoso. Sin embargo, decidió que lo mejor sería que los aldeanos no vieran aquel espectáculo.

A poca distancia de allí había un pequeño cobertizo.

—Vamos, llévatelo y cómetelo ahí dentro —le dijo a Beglug haciéndole señales para que lo siguiera. El demonio lo obedeció, y Tramp acababa de cerrar la puerta tras él cuando un hombre corpulento disfrazado de bestia apareció en la puerta trasera de la posada. Llevaba un plato con sobras de comida que depositó en el suelo.

—¿Qué estás haciendo por aquí? —preguntó con escasa amabilidad.

—Pues… intento encontrar la entrada de la taberna. Quería unas habitaciones para que mis compañeros y yo pudiéramos pasar la noche, pero la puerta principal estaba bloqueada por una hilera de bancos —respondió el kender que, a sus espaldas, podía oír claramente el ruido que el merchesti hacía al masticar el esqueleto del can—. Sí, queremos pasar la noche aquí —repitió, alzando la voz para encubrir el macabro festín de Beglug—. Somos viajeros y buscamos un sitio para descansar.

—La gente suele entrar por la puerta principal —dijo el hombre, que lo miraba con recelo.

—Lo he intentado, pero entre los bancos y la gente no he podido alcanzarla. La verdad es que no me han dejado entrar. Si es usted el propietario, no debería permitir esas cosas. Ahuyentan a la clientela —se quejó el kender mientras se llevaba al posadero hacia otro lado para apartarlo del cobertizo donde estaba Beglug—. Necesitaremos cuatro habitaciones.

—Si me sobraran cuatro habitaciones sería tonto alquilárselas a un kender que seguramente se marchará sin pagar —replicó el hombre mirando a su alrededor y recogiendo un gancho y un trozo de cadena del suelo—. Además, considérate afortunado por no haberte topado con mi perro. Es tan fiero que te habría hecho trizas en un santiamén.

—Le pagare las habitaciones ahora —propuso Tramp echando mano de la bolsa de monedas de Orander, que estaba rebosante—. No sé por qué ha pensado que no le pagaríamos; pero si lo que quiere es asegurarse, aquí tiene el dinero, se lo daré por adelantado.

El kender sacó la pesada bolsa y contó unas cuantas monedas haciéndolas entrechocar mientras se apartaba del cobertizo con la esperanza de que la visión de las piezas de acero atrajera al mesonero.

—Cuatro habitaciones —repitió mientras hacía tintinear las monedas para que el otro no oyera los ruidos del merchesti—. Estamos muy cansados después de tantos días de viaje. Y aunque no descansemos demasiado a causa de esta espléndida fiesta, necesitamos un sitio para dejar nuestras cosas.

—Bueno… Sólo me queda una habitación, pero es muy grande —respondió finalmente el hombretón, que seguía buscando al perro con los ojos—. Os daré unos cuantos jergones de paja, pero debéis pagar dos piezas de acero por cada huésped.

—Está bien —aceptó el kender mientras iba con el posadero hacia la entrada de la taberna—. Os daré doce piezas.

El precio era exorbitante; pero, puesto que la bolsa parecía que se llenaba sola, a Tramp no le importó.

—Por este precio incluiréis la comida —añadió, lanzando una moneda al aire.

—Está bien. Ya buscaré al perro más tarde —contestó el hombre con la avaricia pintada en el rostro.

Llegaron a la plaza y Tramp vio a Ondas y a Halmarain que seguían buscando al merchesti entre la multitud. Cuando se dieron cuenta de su presencia Tramp les guiñó un ojo y, manteniendo las manos fuera de la vista del mesonero, les indicó con gestos la dirección del callejón que conducía al cobertizo. Halmarain frunció el entrecejo, pero Ondas entendió el mensaje y se lo explicó mientras Tramp seguía al hombretón al interior de la posada.

El kender consiguió la habitación. Entre tanto, su hermana y la hechicera hallaron a Beglug, le limpiaron la sangre del rostro y las ropas y regresaron con él a la plaza. Luego, Halmarain lo acompañó hasta el cuarto, en la taberna, y Tramp fue a buscar a los gullys.

Media hora más tarde, la hechicera estaba sentada en la cama de la habitación, rodeada de sus libros. Beglug dormía en un jergón, el equipaje estaba en un rincón y los enanos se habían limpiado la mugre de encima. Ondas miró a su alrededor, se asomó a la ventana y sonrió.

—¡Eh, mirad! Están preparando más comida. Si encontramos más fiestas como ésta por el camino, la ruta hasta Palanthas será divertida.

—Que Gilean nos guarde de más celebraciones —murmuró Halmarain—. Sólo deseo un viaje lo más tranquilo posible.

—Entonces, si sólo nos vamos a divertir una vez, será mejor que aprovechemos la ocasión —repuso Ondas—. Tú te quedas con tus libros, pero nosotros volvemos a la fiesta.

—Bueno, pero no os metáis en problemas. Recordad que este viaje tiene un propósito.

—¿Son siempre tan serios todos lo humanos? —le preguntó la kender a su hermano mientras abandonaban la habitación y bajaban a la sala de la taberna.

—No lo creo. No tienes más que ver a la gente que hay en la plaza.

Earne les había dicho que de todas partes llegaban cazadores, granjeros y aventureros para celebrar las fiestas de Deepdel, y debía ser cierto ya que el salón estaba atestado de gente.

Ninguno de los dos kenders había comido desde hacía rato, así que tomaron asiento junto con los gullys en el extremo de una mesa. En el otro, un par de viajeros y unos cazadores intercambiaban anécdotas. El mesonero había visto a Tramp y a sus amigos y, al cabo de unos instantes, apareció una mujer rolliza que dejó sobre la mesa varios platos rebosantes de comida y varias jarras de cerveza.

El kender había conseguido que el posadero incluyera la comida en el precio, y era obligado reconocer que éste no regateaba con las raciones.

Grod no tardó en dar cuenta de su plato y en pedir más. Humf, menos voraz que su hermano, sorbía su cerveza, satisfecho. Los kenders estaban entretenidos con sus bocados cuando un coro de exclamaciones y protestas se elevó del otro lado de la mesa.

—Y los miserables nos robaron camino de Rocaferra —decía uno de los viajeros, mirando a Tramp y su grupo—. Uno de ellos era una kender…

Ondas y su hermano se miraron, desconcertados y con la comida todavía en la boca, preguntándose porqué los desconocidos los miraban con aquella expresión. Grod se descubrió y dejó al descubierto su mata de cabello rubio.

—Ese kender estar muerto —dijo con expresión apesadumbrada—. Ésa ser buena historia.

—Si ese canalla ha encontrado el final que merecía, me gustaría oírlo —gritó el otro viajero mientras gesticulaba para pedir más cerveza para todos.

—Tú contar. Tú saber contar historias bien —le dijo Grod a Tramp.

El kender contempló con tristeza su plato medio lleno. No obstante, ya que siempre le divertía contar historias, decidió que lo mejor sería pedir más cerveza.

Por un momento pensó en repetir el relato que se había inventado en Lytburg; pero enseguida lo descartó: las narraciones que se repetían, siempre resultaban menos interesantes. Reflexionó rápidamente en busca de algún asunto que pudiera servirle de tema central. Miró a través de la ventana de la taberna, vio la plataforma en la que los músicos estaban tocando y sus ojos se posaron en el percusionista disfrazado de dragón. Entonces, rememoró la persona de su tío Marchando Manolista, cosa que siempre hacía que le asomaran lágrimas en los ojos, y empezó a desarrollar la primera parte de su relato añadiendo alguna que otra novedad. Antes de que abandonaran los subterráneos de Orander, Halmarain les había leído una historia de uno de los libros mágicos. El comienzo había sido tan solemne que el kender supo de inmediato que se trataba de un cuento muy importante. Así pues, Tramp empezó casi con las mismas palabras.

—Es adecuado contar esta aventura en un día como hoy —comenzó mientras dirigía una borrosa mirada al otro lado de la mesa y notaba con satisfacción que una lágrima le corría por la mejilla—. No todos los seres creados por el Túnica Negra Canoglid estaban en Deepdel cuando las fuerzas del Bien se enfrentaron con las del Mal. —Se inclinó hacia delante y volvió la cabeza para ver el lado de la mesa en el que estaban los cazadores. Sólo Humf, que estaba sentado a su lado, lo separaba de ellos.

»¿Verdad que algunas veces algo os roba vuestras capturas en las mismísimas trampas y no sabéis de qué se trata? Aunque en ocasiones creéis que lo habéis visto, no podéis estar en todos los sitios a la vez para comprobarlo, ¿no?

—¡Bah! Son kobolds o goblins —interrumpió uno de los cazadores que no había prestado demasiada atención, pero que en ese momento lo miraba fijamente—. Es cosa sabida. Sigue con tu historia.

—Tienes razón, ésos robarían tus trampas si tuvieran ocasión; pero en los alrededores meridionales de las montañas Vingaard hay criaturas mucho más peligrosas —dijo Tramp temblando y acordándose de que llegaba la parte importante de la narración—. Acordaos de que Canoglid era un servidor de Takhisis, la Reina de los Dragones…

—No irás a decirnos que un dragón ha estado robando nuestras capturas —se burló otro de los cazadores—, todos sabemos que los dragones desaparecieron hace milenios de la superficie de Krynn.

—Tienes razón, pero ¿cuántas criaturas hay hoy en Krynn que se parezcan a los disfraces de la gente de Deepdel? Mira la plaza, mira al músico disfrazado de dragón, mira su tamaño y su aspecto, ¿crees que planeó minuciosamente su vestido? Pregúntate si puede haber surgido de la imaginación de alguien o si no es posible que pueda existir una criatura así escondida en las montañas. El Saltatrampas que desvalijó a tus amigos podría decirte la verdad si estuviera vivo.

—¿Conocías a ese forajido? —preguntó uno de los viajeros, mirándolo con desconfianza.

—Sí, me temo que sí. No sólo lo conocí, sino que compartíamos el mismo nombre y un antepasado común —admitió Tramp a duras penas. Le gustaba aquella parte, pero su público se estaba impacientando, y él estaba impaciente por contar su nuevo relato.

Primero puso las bases y contó que la criatura diabólica salida de la mente del hechicero había estado cazando ciervos en el bosque el día del histórico enfrentamiento, que no había estado en la aldea y que, en consecuencia, no había sido destruida por las fuerzas del Túnica Blanca.

—¿Cómo es que nunca hemos oído nada de él? —preguntó el cazador escéptico.

—Porque los que lo han visto no han vivido para contarlo —intervino la kender sumándose así al relato—. Pensad en vuestros compañeros súbitamente desaparecidos.

Los presentes intercambiaron miradas de inquietud, y Ondas se dio cuenta de que su comentario había sido certero.

Tramp prosiguió y habló de los bandidos que se habían refugiado en las montañas y de cómo un día, el cabecilla, un kender, se había topado con el pequeño dragón mientras exploraba los alrededores.

Puesto que la criatura tenía el don del habla y se encontraba muy sola, tenía por costumbre entablar conversación con sus víctimas antes de matarlas. Aquel día, le propuso al kender un concurso de cuentos. Si el kender contaba uno mejor que el del dragón, podría marcharse y salvar la vida.

Los parroquianos de la taberna se iban agolpando alrededor de la mesa donde se desarrollaba el relato.

Tramp siguió contando cómo su pariente y el dragón se enzarzaron en una lucha en la que contaron sus mejores anécdotas y apostaron sus objetos más preciados.

—Finalmente, cuando el kender terminó su última narración, el pequeño dragón estaba tan hambriento después de haber pasado tanto rato escuchando historias y contando las suyas que se zampó a mi tío de un solo bocado. Ahora sé que el objetivo de mi viaje, que era dar con él y conseguir que regresara a las Hylo, es imposible y que me he embarcado en esta ardua empresa para nada —concluyó Tramp.

En aquellos momentos, la figura inventada del otro Saltatrampas había cobrado tanta vida en la imaginación de Ondas que ésta se puso a llorar del disgusto que le había producido su muerte.

Sin embargo, uno de los presentes descubrió un fallo evidente en el relato.

—Si hasta ahora nadie ha visto al dragón y tu tío está muerto, ¿cómo es posible que hayas podido conocer lo sucedido? —preguntó.

—Había un semigoblin que fue en busca de mi tío sospechando algo. Ya sabéis lo cobardes que son esas criaturas. Aquella no fue una excepción. Se escapó y dejó a mi tío a merced del pequeño dragón y en manos del destino. —A Tramp le gustaba especialmente aquello de «en manos del destino», que contribuía a darle importancia.

—Recuerdo que entre los que nos asaltaron había un semigoblin —confirmó el viajero, asintiendo gravemente—. Es cierto que son cobardes, no se arriesgarían ni para proteger a sus propias madres.

Pero uno de los cazadores todavía no acababa de creer las palabras del kender, a pesar de que su compañero las había dado por buenas a pies juntillas e incluso había corroborado algún detalle con elementos de su propia cosecha. Luego, los viajeros contaron sus anécdotas para no ser menos.

Cuando cayó la noche, y mientras los aldeanos más resistentes seguían bailando en la plaza, los dos kenders seguían escuchando los relatos totalmente absortos. Por su parte, los gullys rastreaban la sala en busca de restos de comida y rebañaban los platos de los descuidados comensales que los habían dejado a medio terminar para atender la apasionante historia del tío Saltatrampas, el forajido.

Al final, Halmarain tuvo que bajar a buscarlos para conseguir que regresaran a la habitación y se acostaran. Tenía intención de proseguir el viaje al día siguiente, lo más temprano posible.