11

A mi tío Saltatrampas le encantaba viajar…

Poco después del amanecer, Tramp y Ondas ensillaron los ponis, cargaron las provisiones, y el grupo volvió a ponerse en marcha. El sol todavía estaba bajo cuando llegaron a lo que al kender le pareció, según el mapa, una serie de colinas.

Sin embargo, la palabra «colina» no era la adecuada para describir el terreno ante el que se encontraban: las lluvias y las corrientes de agua que descendían de las montañas habían excavado el terreno, formando arroyos y quebradas, y habían dejado un conjunto de mesetas rocosas casi desprovistas de vegetación y cuyos flancos caían a pico formando una intrincada red de barrancos.

Se internaron por las estrechas quebradas intentando mantener la dirección que llevaban. Tramp encabezaba la expedición cuando lo angosto del camino los obligaba a marchar a veces en fila india; pero los desfiladeros eran tan tortuosos que no tardaron en darse cuenta de que, en lugar de avanzar, prácticamente daban vueltas. Al final, tras horas de deambular, se detuvieron para intentar hallar la forma de salir de aquel laberinto.

—¡Dioses! ¿Dónde estamos? ¿Qué lugar es éste? —exclamó Ondas cuando Halmarain y Tramp desmontaron para examinar la situación.

—Son territorios surgidos tras el Cataclismo —aclaró la hechicera—. Restos de desastres naturales. A juzgar por la vegetación, hace tiempo que estas torrenteras no llevan agua.

—Es extraño —dijo el kender mirando a su alrededor—. Es como un laberinto excavado por las corrientes; como si el agua no hubiera sabido hacia dónde correr. Es un verdadero embrollo y un lugar estupendo para jugar al escondite, eso suponiendo que le apeteciera a alguien.

—Me temo que eso es lo que hemos estado haciendo hasta ahora, aunque sin saberlo. Podríamos estar días enteros dando vueltas por aquí, completamente perdidos y sin saberlo —respondió Halmarain.

—¿De veras? Eso sería divertido —exclamó Tramp.

La pequeña Túnica Roja le sugirió que trepara hasta la cima de una de las mesetas. El kender desmontó, encontró un sendero por el que pudo trepar y, desde la altura, pudo estudiar la situación: estaban rodeados por una complicada red de desfiladeros, salvo por el este, donde se encontraba la llanura que habían cruzado aquella mañana. También vio que, desde el norte y a una distancia de menos de un kilómetro, se aproximaba un grupo de viajeros de a pie encabezados por un jinete cuya imponente y encapuchada figura destacaba en cabeza de la columna.

El kender bajó para reunirse con sus compañeros y para decirle a la maga que lo mejor que podían hacer era girar hacia el norte para seguir a la columna de viajeros que acababa de ver. Sin embargo, cambió de opinión. Halmarain veía peligros por todas partes y seguramente no estaría de acuerdo con su idea. Lo más adecuado sería ahorrarle preocupaciones y no mencionar al jinete ni a sus seguidores.

—¿Has encontrado una salida? —preguntó la pequeña humana.

—Naturalmente. Creo que ya sé cómo salir de aquí —respondió Tramp sin decir una mentira completa.

—Pues guíanos —dijo cogiendo las riendas de las monturas de los dos enanos. Humf había cargado la rueda en la grupa de su poni.

Tramp se dirigió lo mejor que pudo hacia el norte, y no tardó en dar con el rastro de la columna que había divisado. Se pusieron a seguir el mismo camino con la esperanza de que tarde o temprano encontrarían la salida de aquel enredo.

Acababan de doblar un recodo cuando se detuvo. Había visto un grupo de kobolds que caminaban en fila india por delante de él, dándole la espalda. Halmarain se le acercó.

—¿Qué sucede? —preguntó con aprensión en la voz.

—Kobolds. Son un grupo. Quizá conozcan un atajo para salir de aquí. Podríamos preguntarles amablemente…

—Desde luego que no —atajó la hechicera—. Nos indicarían una dirección falsa y, luego, nos tenderían una emboscada para apoderarse de nuestros caballos y provisiones. ¿Cuántos has visto?

—Al menos diez. Pero podría haber otros más adelante. Parecía que sabían a dónde se dirigían. Si queremos encontrar la salida…

—Diez son demasiados para hacerles frente.

—Pero, si somos amables y educados…

—No. Es mejor que nos mantengamos lejos de ellos.

Antes de que pudiera objetar nada, incluso antes de que pudiera verlos, Tramp oyó el golpeteo de unas pesadas botas, el entrechocar de armaduras y los desagradables gruñidos de un grupo de goblins que se dirigían hacia el noroeste por una quebrada paralela.

—¡Goblins a un lado y kobolds al otro! —exclamó Halmarain— ¿Qué podemos hacer?

«Para ser una hilera de colinas desiertas, el sitio está muy concurrido», se dijo Tramp media hora más tarde. Acababa de llegar a un recodo de la torrentera y había visto la espalda de un goblin. Sin prestar atención a las advertencias de la hechicera, dio un paso al frente y llamó en voz alta para atraer la atención de la criatura.

—¡Hola! —gritó, mientras el último de la fila de humanoides se daba la vuelta y lo contemplaba—. Estoy perdido, ¿sabes cómo puedo salir de este barullo?

Los goblins se pusieron a discutir entre ellos, y Tramp supuso que estarían reflexionando sobre la dirección en la que lo orientarían. Entonces, de una torrentera que desembocaba justo delante de las criaturas, surgió un grito, y los kobolds aparecieron de nuevo. Esta vez, se lanzaron contra Tramp.

El kender saludó con la mano y sonrió: estaba claro que sólo querían ser amistosos, así que ¡al diablo con las precauciones de la hechicera!

Los goblins se percataron de la carga de los kobolds y derribaron a algunos con sus flechas. Inmediatamente el grueso de los atacantes cambió de objetivo y arremetió contra los goblins.

—¿Qué diantre has hecho? —preguntó Halmarain cuando se aproximó a contemplar el cada vez más nutrido combate.

—Me he limitado a hacer una pregunta —contestó el kender con aire inocente—. Pero no te equivoques. Son tan serviciales que se están peleando por ayudarnos.

—Ya. Bien, a partir de ahora seré yo la que decida por dónde hemos de ir —sentenció la hechicera. Dio media vuelta y cabalgó por donde había llegado. No tardó ni un instante en tomar el primer desvío hacia el sur.

El kender se agitó en su silla y espoleó al poni, que salió a todo galope tras la maga. Fue sólo cuestión de suerte que la quebrada por la que se habían escapado fuera cuesta abajo.

A juzgar por el estruendo del combate, los kobolds y los goblins estaban demasiado enzarzados para prestarles atención. Cuando dejaron de percibir los gritos, aminoraron el paso. Media hora más tarde habían conseguido salir de aquel embrollo de desfiladeros y gargantas.

Según los mapas que llevaban, la extensión de colinas que formaba la prolongación de los montes Vingaard tenía una amplitud de unos quince kilómetros, por lo cual no deberían emplear más de seis horas en cruzarla. El sol empezaba a ponerse en el horizonte cuando alcanzaron el límite oeste de la llanura. Llegaron a una vaguada, donde la hierba era alta y abundante, y acamparon para pasar la noche. Dejaron a los ponis pastando por los alrededores; pero, como apenas tenían leña para dar de comer al merchesti, no pudieron encender fuego y se tuvieron que conformar con una cena fría.

—Ponis cansados —declaró Grod a la mañana siguiente—. Y yo también.

—No podemos quedamos aquí mucho tiempo —contestó Halmarain—. Esos malditos kobolds y los goblins no tardarán en encontrar nuestras huellas.

—A juzgar por el estruendo, la lucha tuvo que ser feroz —observó Tramp—. Puede que se hayan matado algunos. ¡No me importaría regresar para comprobarlo!

—¡Qué buena idea! —intervino Ondas, entusiasmada—. ¡Me apunto para acompañarte!

—No os molestéis —intervino Halmarain—. Con nuestra suerte seguro que habrán unido sus fuerzas.

—El que esperar cosas malas, encontrar cosas malas —sentenció Humf en un alarde de sabiduría, al tiempo que devoraba una última miga de pan.

—Pensar malo, salir malo. Hechicera gran lianta —añadió Grod.

—¡Ya estoy harta de la filosofía gully! —protestó Halmarain.

—Pues yo no —exclamó Ondas muy irritada—. Si una actitud negativa llama a la mala suerte, una positiva hace lo contrario.

—Ése es el típico optimismo kender que solo sirve para complicarnos la vida.

—Eso, ¡optimismo kender! —añadió Tramp, que no conocía el significado de la palabra, pero que siempre se esforzaba en respaldar a su hermana.

La hechicera contempló a los kenders con desánimo. Luego, metió todos sus enseres en el petate e intentó cargarlo en el poni. Pero su escasa altura no se lo permitió, así que, después de varios intentos, lo dejó caer y se alejó. Cuando regresó, Tramp y Ondas habían distribuido la carga a lomos del animal y ensillado las otras monturas.

—Puede que tengáis razón —admitió—. Puede que me preocupe demasiado; pero Orander está perdido en ese horrible lugar, y nosotros estamos aquí, con el merchesti, rodeados de peligros. —Hizo una pausa—. Está bien, ¿qué queréis, que os diga que todo me parece de perlas y muy divertido? Pues os lo digo. ¿Estáis contentos?

—¡Mucho! Y ya verás cómo dentro de un rato tú también lo estarás —repuso Tramp, absolutamente convencido.

—Estupendo. A partir de ahora nuestra buena suerte debería depararnos una aldea con una acogedora taberna donde podamos reponer fuerzas y un buen montón de troncos para que esa «cosa», perdón, para que a Beglug, no le falte comida.

Al merchesti no parecía incomodarle tener que cabalgar durante tanto tiempo, pero Tramp le dio unas ramas secas para que se entretuviera mordisqueándolas.

—Nosotros seguro encontrar buen sitio y buena comida —declaró Humf, mientras dejaba la rueda en manos de su hermano y trepaba a su poni con la ayuda de Ondas.

Halmarain los contempló a todos, suspiró y se encaramó a la silla de montar gracias al empujón de la kender.

—Seguiremos adelante cabalgando por las zonas más bajas. Así no nos verán fácilmente —anunció.

Tramp asintió y desplegó los mapas que habían pertenecido al capitán del navío que los había llevado a Solamnia. Se prometió que se los devolvería en cuanto tuviera ocasión. Nunca había entendido cómo un oficial en apariencia tan competente había podido cometer la torpeza de meterlos por error en su macuto. Sin embargo, en aquellos momentos, agradecía que lo hubiera hecho.

Uno de ellos, especialmente atractivo, describía el sector oeste de Solamnia, y el kender lo estudió con detenimiento. La mano del cartógrafo había coloreado con diferentes tonos marrones las zonas montañosas, con color verde los terrenos llanos y con azul los ríos y los mares. También figuraban los castillos y las fortificaciones. No estaban indicadas ni las aldeas ni las poblaciones, y el lugar civilizado más cercano era una fortaleza bautizada con el nombre de Rocaferra.

Con caballos frescos y un camino despejado por delante, la habrían alcanzado antes del anochecer; pero, si tenían que cruzar las colinas sobre monturas fatigadas, tardarían por lo menos dos días en llegar hasta allí.

—¿Crees que hay gente que habita en las faldas de las montañas? —le preguntó a la hechicera—. Ojalá el resto del camino no sea tan desierto como por aquí, así podríamos conocer gente interesante… —Hizo una pausa mientras lo pensaba—. Aunque dado que hay muchos humanos muy poco amistosos, bien podría suceder que nos topáramos con ellos. ¡Bah! ¿No habíamos dicho que debíamos ser optimistas?

—Yo me conformo con no encontrarme con nada ni nadie más grande que un conejo —replicó Halmarain mientras se apartaba el cabello de la cara—. Solo deseo un viaje lo más tranquilo posible.

—En cambio, a mí me gusta conocer gente nueva —declaró Tramp—. Los aventureros siempre tienen cosas interesantes que contar. Eso sin hablar de los enanos.

—Que siempre tienen algo con lo que puedes llenarte la bolsa, ¿no? —replicó con sarcasmo Halmarain, que sacó un libro de conjuros de la mochila y se puso a leerlo.

Tramp suspiró, vio que la montura de Beglug y los demás seguían tranquilamente a la hechicera y volvió al lado de Ondas.

—Patarriba era más divertido que esto —afirmó—, al menos allí teníamos con quien hablar y conocíamos el sitio.

—Y todo el mundo tenía una historia que contar —añadió Ondas—. ¡Ya lo tengo, cuéntanos una aventura del tío Saltatrampas! Sería muy interesante.

—Él estar muerto —intervino Grod.

—Sí. Nunca habría debido inmiscuirse en la lucha entre los goblins y los kobolds —dijo Tramp, dando así comienzo a la historia—. Naturalmente, no sabía que lo iban a matar, y no podemos culparlo de ese error; al fin y al cabo, fue el último que cometió.

El kender dejó que su imaginación se desplegara y siguió hablando durante un rato.

—¡Qué relato tan maravilloso! —dijo Ondas cuando su hermano concluyó la narración, enjugando la lágrima que le caía por la mejilla en memoria del pariente que nunca existió—. Cuando regresemos a las Hylo, todo el mundo querrá escuchar tus relatos.

—Sí. Y pronto todos los kenders de Krynn querrán tener un tío Saltatrampas —intervino Halmarain, que hasta aquel momento no había dado muestras de que hubiera estado escuchando.

—¿Y por qué debería ser como tú dices? —preguntó el kender.

—Necesitarán uno para estar a tu altura. No creo que quieran contar las aventuras de tu pariente cuando pueden reclamarlo como propio. Además, habrá muerto tantas veces que serán miles los tíos Saltatrampas que habrán viajado por todo el mundo, incluso por las lunas.

—¡Qué buena idea! —repuso Tramp pensando en lo emocionante que sería relatar una aventura que transcurriera en las lunas de Krynn.

—Incluso podrías hacer que un dragón de verdad lo devorase —añadió la hechicera con entusiasmo—. ¿Cuántas veces, y de cuántas maneras crees que podrías ahogarlo?

—Veamos… En el mar, en un río, en un pozo… —repuso Tramp mientras le daba vueltas a la idea.

—¿Y caerse?

—Pues de un tejado, por un precipicio, de un árbol…

—Tienes razón —convino Ondas—. Todos los kenders querrán tener un tío así.

—Tendrás que inventar más aventuras —dijo la maga mirando a Tramp—. ¿Adónde podría ir? ¿Qué otras cosas podría conocer o hacer?

—Podría conocer un montón de sitios nuevos —indicó Ondas—. Nosotros mismos estamos viendo por primera vez una parte de Krynn que nos es desconocida. Aunque, la verdad, no es muy interesante. ¿Cuánto tardaremos en llegar a Palanthas?

—Una o dos semanas —contestó Tramp—. El viaje todavía puede depararnos algunas sorpresas. Estoy seguro de que encontraremos un montón de seres interesantes y de que, en su mayoría, serán amistosos. Además, está Palanthas, una ciudad enorme con cantidad de cosas para ver.

—¿«Palanas» tener basurero? —quiso saber Grod. Normalmente, los gullys sólo hablaban entre ellos, pero también les gustaba escuchar las conversaciones ajenas.

—¿Aghars gustar «Palanas»? —preguntó Humf.

—Seguro que os encantará —respondió Tramp—. Está lleno de basureros, de otros gullys y de sitios que podrían ser magníficos Este Sitio y que nadie arruinará. Aunque, ¿quién sabe? Con la cantidad de kenders que habrá por allí. Os encontraremos un nuevo Este Sitio.

—¿Quizá poder estar cerca de basurero? —preguntó Grod, batiendo palmas de la emoción.

—¡Sí, eso, sí! —aplaudió su hermano con todas sus fuerzas.

Pero, con las cuatro manos que aplaudían, ya no quedaban manos para que empujaran la rueda, así que ésta empezó a rodar hacia atrás.

—¡Rueda rodar! —gritó Humf, al tiempo que intentaba sujetarla. Pero era demasiado tarde.

Tramp miró tras de sí, vio que el objeto cobraba impulso y salió tras él azuzando al poni. A sus espaldas podía escudar los gritos de los enanos, Ondas y Halmarain y los gemidos de Beglug.

La montura del kender corría tanto como podía, pero la rueda se deslizaba pendiente abajo con velocidad creciente. El aro se desvió cuando se lanzó por una cuesta en dirección oeste, entre dos colinas. Luego, su velocidad disminuyó mientras subía la loma, rebotaba, saltaba en una torrentera y volvía a cambiar de dirección. El kender, que intentaba que el poni mantuviera el equilibrio en la pendiente rocosa, se estaba quedando atrás. Cuando Tramp consiguió que su montura galopara ya había perdido de vista la rueda; no obstante, fue en su busca. Por lo menos, aquella persecución era mucho más emocionante que cabalgar por la llanura.

Llevaba cabalgando más de un kilómetro cuando la avistó. La rueda remontaba otra colina y perdía impulso; pero, en el último minuto, rebotó sobre algo y cayó por el otro lado de la montaña.

—¡Dios mío, no se para! ¡Seguro que está encantada! —exclamó el kender—. No entiendo cómo puede mantenerse en equilibrio tanto tiempo.

El aro ganó impulso nuevamente y se estrelló al final de la cuesta, entre la hierba, a menos de treinta metros de la entrada de una aldea.

Tramp se acercó, desmontó, y dejó al poni pastando mientras recogía la rueda fugitiva. Su agudo sentido del oído había captado los ruidos de Ondas y los demás, que se acercaban.

Al cabo de unos instantes, aparecía todo el grupo, encabezado por su hermana, que llevaba a los ponis de los enanos por las riendas y Halmarain, que guiaba al merchesti y al poni de carga.

Los aghars saltaron de sus monturas para comprobar su aro. Cuando la hechicera llegó hasta ellos, estaban satisfechos.

—Rueda traernos aquí —dijo Humf, señalando la aldea.

—Buena magia aghar esta rueda —añadió Grod.

—Sí, mucho mejor que la de humana pequeña. Ella no encontrar aquí —dijo, señalando el pueblo—. Sólo magia aghar encontrar.

—Este cacharro no ha encontrado nada —replicó Halmarain, furiosa—. Simplemente ha rodado sin control.

—Exactamente —terció Ondas, harta de las quejas de la maga—. Rodó por sí sola y encontró algo. Míralo con tus propios ojos.

—Darle rabia no encontrar pueblo ella —le dijo Humf a su hermano.

—Sí. Estar claro. Estar rabiosa —remachó éste.

—¡Ni estoy rabiosa ni…!

—¿Han venido para las fiestas? —preguntó una voz desconocida, interrumpiendo la discusión.

Todos se dieron la vuelta a la vez y contemplaron, asombrados, a la criatura más extraña que habían visto sus ojos: tenía la estatura de un hombre, una cabeza de león y un cuerpo de aspecto humano cubierto de plumas.