Astinus se inclinó sobre el pergamino y escribió…
Jarume Kaldre, sorprendido, se frotó el brazo izquierdo. De hecho, se sentía doblemente sorprendido: primero, porque podía sentir el brazo, el codo y la mano; segundo, porque con el mismo brazo podía tocarse los dedos de la mano derecha, casi sin piel.
Ambas sensaciones eran nuevas. En vida, había perdido el brazo izquierdo por encima del codo, pero había conservado el derecho fuerte y macizo al tiempo que la jefatura de su banda de mercenarios.
Su nueva extremidad izquierda provenía de un goblin muerto y había sido Draaddis Vulter quien se la había acoplado al muñón. El hechicero también había estimulado su ambición cuando lo devolvió a la vida en el laboratorio. Aunque Kaldre no estaba del todo seguro de que le gustara su condición de medio vivo, sí estaba seguro de que le gustaban las recompensas que el mago le había prometido en nombre de Takhisis si cumplía con la tarea que le tenían reservada. Se convertiría en el conductor de las legiones de la Reina de la Oscuridad, y esa perspectiva, aunque muerto, lo llenaba de placer.
Cuando abandonó la guarida subterránea del Túnica Negra, en Pey, lo hizo convencido de que no tendría la más mínima dificultad para cumplir su misión. Recuperar las dos piedras que habían robado un par de miserables kenders sería un juego de niños. Tampoco resultaría difícil dar con un pequeño merchesti y entregárselo a Vulter. Sin embargo, una vez fuera de las murallas de Pey, su confianza se desvaneció. Siguiendo las órdenes del mago, se hallaba en una gruta de las montañas Garnet inspeccionando sus nuevas tropas con la certeza de que seguramente se las arreglaría mejor sin aquel hatajo de miserables kobolds. Su cobardía lo repugnaba tanto como su pestilencia, pero estaban a sus órdenes y él tenía las suyas.
¿Realmente pensaban el hechicero y su diosa que necesitaba aquella basura? Si así era debían de tener escasa fe en su capacidad. ¿Acaso estaban poniéndolo a prueba? En vida todas sus tropas habían sido humanas y no estaba acostumbrado a mandar otras razas.
Se encogió de hombros. Si realmente querían comprobar su aptitud, no los defraudaría.
—¡En formación! —gritó a pleno pulmón—. ¡Salimos esta noche!
Los kobolds veían mejor en la oscuridad, y la luz del sol los debilitaba. Por su parte, Kaldre había descubierto que en esa «nueva vida» disfrutaba de una visión nocturna muy superior.
—Nosotros seguirte —replicó Malewik, el cabeza de los kobolds—. Seguirte rápidamente. Nosotros obedecer al hechicero.
Kaldre le lanzó una mirada asesina. Aquel miserable le estaba diciendo que su buena disposición se debía exclusivamente al hecho de que Draaddis Vulter así se lo había ordenado.
El hechicero había insistido en que sus tropas fueran kobolds porque éstos sentían un especial temor ante los no muertos. Bajo el casco, los ojos de Malewik aguardaban una respuesta.
—Vamos a la caza de dos kenders —explicó Kaldre—. La última vez que los vieron estaban en Lytburg. De eso hace una semana.
—Humanos no gustar kenders, mucho no gustar. Si kenders salir de ciudad hace mucho, nosotros difícil encontrar.
—Tienes razón. Si ya no están allí, tendremos que averiguar hacia dónde y cuándo han partido. Viajaremos hacia el oeste hasta que estemos cerca de la ciudad; entonces entraré en ella y veré qué puedo averiguar.
El resucitado mercenario se puso a la cabeza de sus tropas y todos salieron a la oscuridad de la noche. No habían recorrido ni dos kilómetros cuando uno de los kobolds de las últimas filas se escondió entre la maleza. Pero Takhisis, que ya había previsto la indisciplina de aquellas criaturas, había ordenado a Vulter que enviara un mensajero para que acompañara al mercenario: la rata alada lanzó un penetrante aullido de aviso. Kaldre dio alcance al infeliz antes de que hubiera podido ir demasiado lejos y lo decapitó de un mandoble. Entre las filas se extendió un rumor atemorizado.
—¡Eh, vosotros, los últimos, llevad esto un rato! —rugió al tiempo que ensartaba la cabeza del muerto con la espada y se la arrojaba—. Eso es lo que les ocurre a los que desertan.
Mientras regresaba al frente de la columna, sonrió. Así había que tratar a los kobolds, y así pensaba tratar a las legiones de Takhisis en cuanto le dieran el mando.
Caminaron toda la noche y buena parte del día siguiente hasta que se aproximaron a Lytburg. Entonces, Kaldre dejó sus tropas acampadas en una aldea abandonada y partió sin escolta hacia la ciudad.
Llegó poco antes de la puesta de sol, desmontó, cogió al caballo de las riendas y se dispuso a cruzar el puente. En el otro extremo divisó un grupo de cuatro soldados y a otro que se acercaba, conducido por un oficial. Aminoró el paso y se tapó con la capucha de su capa para disimular sus cadavéricas facciones.
Sin embargo, los centinelas no le prestaron atención: estaban demasiado ocupados escuchando el relato de uno de ellos, que sostenía el mango partido de una lanza.
—¡Mordió la punta y se la comió! —decía el centinela.
—Pero ¿qué te ocurre? Ya sabes que no me gusta que mis hombres beban durante las guardias —lo reprendió el oficial.
—¡Yo no he bebido! Además tengo testigos, los otros también lo vieron. Detuve a un enano que me pareció sospechoso y éste abrió la boca ¡y se comió mi lanza! Ni siquiera escupió los restos.
El superior contempló a los soldados que asentían en silencio. Luego, se dio la vuelta, malhumorado, y vio que un extraño se acercaba.
—Lo siento viajero, es demasiado tarde para entrar en la ciudad —advirtió al desconocido.
Había pronunciado las palabras antes de ver la cara del extraño; pero, aun así, aquel hombre desprendía un aura de muerte tan intensa que el oficial no pudo reprimir un respingo de terror.
—Sólo deseo información —dijo tranquilamente Kaldre—. He viajado durante muchas jornadas y me dirijo a las montañas Garnet, sólo quisiera saber si los humanos son bienvenidos allí.
—Por lo que sé, son bienvenidos —respondió el capitán, cuyo miedo le hacía ser más cortés de lo habitual—. Pero Lytburg no rechaza a los viajeros pacíficos que llegan al anochecer.
—Si eso es una invitación, os lo agradezco; pero hay luna llena esta noche, y todavía puedo viajar un trecho antes de tener que descansar —repuso; dio media vuelta al caballo y se alejó por donde había llegado.
El guerrero reprimió su disgusto. Por la conversación de los soldados había llegado a la conclusión de que ya no tenía nada que hacer en Lytburg. Solo un merchesti podía haber devorado una punta de lanza. Y si la criatura se había escapado disfrazada de enano, eso quería decir que los kenders habían intervenido para sacarla de la ciudad.
Caminó un rato, hasta que quedó fuera de la vista de los soldados. Luego, montó, azuzó el caballo y galopó hacia el este, donde le aguardaban los kobolds.