9

El soldado se quedó boquiabierto ante la inesperada reacción de aquel enano, pero Tramp reaccionó con prontitud y empujó al merchesti entre la multitud que salía. Tras ellos, escucharon los gritos del soldado, pero en un santiamén se encontraron al otro extremo del puente, rodeados de un gentío que se dispersaba.

—Espero no tener que vivir muchas situaciones como ésa —jadeó la hechicera mientras seguía al kender a toda prisa.

—¡Caramba!, ¿lo habéis visto? ¡Ha destrozado la lanza de un bocado! Realmente, viajar con Beglug va a ser divertido —exclamó Tramp, entusiasmado.

—No lo creo —objetó la maga—. Salgamos de aquí cuanto antes.

Guiados por Tramp, se unieron a una fila de campesinos que partía con sus carretas y se ocultaron tras una, intentado pasar inadvertidos entre las mulas.

—Vas a conseguir que nos den una coz —protestó Halmarain.

—Puede, pero siempre será mejor eso que nos descubran los centinelas del puente. Además, las mulas son inofensivas —respondió, al tiempo que sacaba una manzana del zurrón y se la daba a uno de los animales. El merchesti caminaba a su lado masticando alegremente.

—¿Te has fijado? El sistema digestivo de Beglug debe de ser un río de lava —observó el kender—. Se come las cosas más inverosímiles. Podríamos probar con piedras, a ver si le gustan.

—Es un ser de pesadilla —contestó Halmarain—. Mira sus botas. ¡Por todos los dioses, camina con una torcida y la otra está a punto de salírsele!

—Espero que nadie se dé cuenta —dijo el kender mientras se apresuraba a colocárselas correctamente.

Medio kilómetro más adelante, encontraron a Ondas y a los gullys. Grod estaba sentado en una roca mientras la kender azotaba las posaderas de Humf en un intento de limpiarle el barro que llevaba pegado a los calzones. Al enano parecía molestarle.

—Este marrano dijo que estaba cansado y se sentó en un charco de barro —explicó la muchacha.

—No seguiremos mucho rato por este camino —anunció Halmarain, mientras con su bastón mágico daba un toque en las nalgas de Humf que se las dejó limpias como una patena—. Si seguimos la ruta al sur de las montañas las podremos cruzar antes.

Su destino era Palanthas, y la ciudad se encontraba a más de doscientos kilómetros en dirección norte según los mapas de Tramp, mapas que habían aparecido misteriosamente en su mochila tras las últimas compras. Al kender le daba lo mismo la ruta que tomaran y dejó que fuera la maga la que decidiera. Por su parte, a los enanos les era indiferente ir a un sitio u otro, siempre que la comida fuera abundante. Siguieron caminando durante un rato hasta que llegaron a unos destartalados graneros en cuya puerta colgaba un cartel que anunciaba que se vendían caballos.

—No tengo intención de recorrer la distancia hasta Palanthas a pie, especialmente si tenemos la bolsa mágica de Orander —declaró la aprendiza de Túnica Roja—. Vamos a comprar unas monturas. Ondas, ocúpate de que esos enanos no se revuelquen en la suciedad.

Tramp habría podido pasar el día intentando decidirse por un poni u otro, pero la hechicera escogió los primeros siete, pagó por ellos además de por seis sillas de montar y en un abrir y cerrar de ojos volvían a estar en camino.

—Me parece que has pagado demasiado —le dijo el kender, pero no es que me importe. La bolsa vuelve a estar llena.

—Tienes razón —admitió Halmarain—, pero tenía prisa por marcharme de allí. No quería que a Beglug se le ocurriera emprenderla a mordiscos con el yunque del herrero. Habría levantado sospechas.

—¿Quién puede sospechar qué? —preguntó el kender.

—No lo sé. Nadie… Todos, quizás. Es sólo un presentimiento, pero me parece que no estamos a salvo.

—¿Es tu magia la que hace que digas eso?

—Podría ser —convino la maga—. Estaba empezando a aprender los conjuros de la detección cuando tú y tus amigos interrumpisteis a Orander; pero no he traído ese libro conmigo, de haberlo hecho, ahora lo estaría estudiando. No, simplemente estoy preocupada por el viaje.

—¿Por eso vamos hacia el este en vez de al oeste, como dijiste en un principio? —preguntó Ondas.

Halmarain asintió; luego suspiró y negó con la cabeza.

—Ya te dije que nunca podría hacer este viaje sin vosotros, ¿dónde está el oeste?

Siguieron hacia el este, llevando a los ponis de las riendas hasta que llegaron cerca de un pequeño bosque y se apartaron del camino. Cuando estuvieron fuera de la vista de los posibles viajeros, ataron los animales a los árboles y cargaron al poni con sus mochilas; todos menos Halmarain, que no tenía la altura suficiente y no podía alcanzar los arneses.

—Ahora viene lo bueno —dijo con evidente disgusto mirando al merchesti—. Vamos a ver cómo conseguimos que ése…, que Beglug monte.

Afortunadamente, Ondas había cogido una rama verde y se la dio para que la mordisqueara mientras los enanos lo encaramaban a la silla. El pequeño demonio no protestó y siguió masticando.

No tardaron en descubrir que con los aghars las cosas no serían tan sencillas, ya que los dos hermanos confundían constantemente la derecha con la izquierda. Cuando le dijeron a Humf que se colocara en el lado izquierdo y que pusiera el pie izquierdo en el estribo, se equivocó: se colocó a la derecha, pero montó con el pie que le habían dicho. Entretanto, Grod, que intentaba imitar a su hermano, se puso a la izquierda pero subió con el derecho. El resultado fue que los dos gullys acabaron sentados sobre sus respectivos ponis, pero mirando hacia atrás.

—Caballo ir en dirección equivocada —anunció Humf con total convicción.

—Maga confundir la cabeza y la cola —añadió Grod.

—Será mejor que desmontéis y lo volváis a intentar —sugirió Tramp, riéndose.

Halmarain alzó los ojos al cielo y suspiró.

Obedientemente, Grod desmontó pasando la pierna derecha por encima de la grupa del poni, pero el pie se le enganchó en el estribo y aterrizó de bruces en el suelo con la pierna colgando de la silla. Tramp se apresuró a sacarlo de debajo de los cascos del asustado animal y Ondas calmó a la montura.

—No habremos visto mucho de la ciudad, pero ya tenemos un montón de historias nuevas que contar —se rió la kender mientras esperaba a que el aghar se recuperase y volviera a intentarlo.

Al cabo de un cuarto de hora de infructuosos pero tenaces intentos, consiguieron que los dos hermanos se mantuvieran en equilibrio sobre sus monturas. Pero tras eso, descubrieron que tampoco tenían ni idea de lo que eran unas riendas ni para qué servían.

Al final, Tramp improvisó un par de lazadas, de manera que él pudiera conducir a Beglug y al poni de carga, y Ondas a los dos gullys.

—¿Qué, estamos listos? —preguntó impacientemente Halmarain.

—¿Y qué hacer con rueda? —objetó Humf con el mugriento entrecejo muy fruncido.

—Tendrás que dejarla aquí —respondió la maga mientras Tramp la ayudaba a subir al poni.

—¡No, eso no! —gritó Grod, a punto de desmontar.

—No te muevas —lo advirtió Tramp, que se acercó, ató los dos ponis de los enanos uno al lado del otro y puso la rueda en medio—. Ahora, podéis empujarla entre los dos.

—¡Kender listo! —exclamó Humf.

—Sí, kender más listo que hechicera —concluyó su hermano.

—Ella siempre protestar, no gustar magia aghar.

—¡Vosotros no sabéis nada de magia! —replicó Halmarain, furiosa.

—Ella no aprender nada —comentó Grod a su hermano.

—Magos pequeños, inteligencia también pequeña —aseveró Humf.

—¡Si no emprendemos el camino ahora los mato! —estalló Halmarain, que espoleó a su montura y encabezó la marcha a través del bosque.

Tramp estaba seguro de que los enanos tendrían todo tipo de dificultades con la rueda, pero se equivocó. Humf, a la izquierda de su hermano, empujaba la rueda con una mano mientras se agarraba a la silla con la otra; Grod lo ayudaba. El kender, que como todos los de su raza disfrutaba montando a caballo, no tardó en olvidarse de los gullys y en disfrutar del paisaje.

Ocultándose en la espesura, rodearon Lytburg. Cuando el sol se ocultó tras las montañas, ya se hallaban a ocho kilómetros de la ciudad. Encontraron los restos de una que había ardido y se detuvieron allí a pasar la noche. Cerca fluía un arroyo. Acamparon en un granero sin techo y dejaron que los ponis pastaran la hierba que crecía dentro del recinto mientras ellos se acomodaban en el otro extremo.

—¿Por qué no arregla alguien estos edificios y se queda a vivir en ellos? —preguntó Ondas tras haber inspeccionado el lugar.

—Porque después del Cataclismo, tras las guerras y plagas, hay más granjas desiertas que gente dispuesta a ocuparlas —contestó la hechicera—. Ahora, la gente prefiere agruparse o bien vivir cerca de los caminos y los ríos.

—Entonces no encontraremos más viajeros en nuestro camino —dijo Tramp con cierta tristeza, pero se recobró al instante y añadió—: Pero estoy seguro de que, aunque no encontremos humanos o enanos, seguro que nos toparemos con otras criaturas, como osos o gatos salvajes.

—¡Chist! Ni los menciones —atajó Halmarain mientras lanzaba nerviosas miradas a su alrededor.

—¡Tú soltar, tú soltar! —chilló de repente Humf, que se había enzarzado en un forcejeo con el merchesti porque éste intentaba darle un bocado a su rueda.

—¡Beglug, no! —lo reprendió Tramp, estupefacto—. ¡Es increíble, este Tripas de Lava puede comerse cualquier cosa!

—Tripas de Lava no comer rueda mía —protestó el gully.

El kender buscó algo con lo que distraer al pequeño demonio y encontró la pala oxidada de un viejo azadón.

—¿Crees que el óxido puede hacerle algún daño? —preguntó a Halmarain, pero era demasiado tarde: Beglug ya se la había quitado de las manos y la lamía igual que un niño lame un caramelo.

—¿Beglug sí? —pregunto con un gruñido.

—No creo que haya nada que pueda sentarle mal —contestó la maga.

—¿Cómo puede comer eso? —preguntó Tramp.

—No tengo ni idea. Quién sabe qué tipo de criaturas son realmente estos merchesti. No me fío de ellos. Debería encontrar un conjuro para tenerlo calmado. Bueno, Ondas y yo vamos a preparar un guiso, pero ni tú ni los enanos comeréis nada hasta que no estén debidamente limpios. No entiendo que puedan ensuciarse tanto sólo por montar a caballo.

Encendieron un fuego y al cabo de un rato un par de disgustados pero limpios gullys se sentaron alrededor de la hoguera prestos para cenar. Cuando todos hubieron acabado, Beglug se acurrucó cerca de las llamas y Ondas sacó una flauta de su mochila y empezó a tocar una sencilla melodía. Al final tuvo que interrumpirse debido a la risa que le provocaban los intentos de su hermano por enseñar a los enanos la letra de la canción.

Grod se quedó mirando a Halmarain.

—Tu prometer magia —dijo, muy serio.

—¡Eh, es verdad! —recordó Tramp, que había pasado todo el día esperando ver algo diferente.

La hechicera levantó la vista del libro que había estado leyendo, suspiró y le pidió al enano que buscara algunos puñados de hierba. Luego, los esparció por el suelo y lanzó un conjuro. Al instante, las hojas relucieron con un brillo verdoso, se levantaron en un remolino y danzaron en el aire. El encantamiento duró sus buenos cinco minutos.

—Tramp, te toca a ti —dijo su hermana—. Yo he tocado la flauta, los enanos han intentado cantar y Halmarain ha hecho magia. Es tu turno. Cuéntanos una historia. Cuéntanos algo de ese tal tío Saltatrampas.

—Él estar muerto. Ese ser buen cuento —afirmó Grod.

Tramp volvió a recordar a su tío Marchando Manolista y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Mi pobre tío… Sí, nunca debería haber cabalgado aquel poni al revés.

Mientras el kender seguía con su relato, Halmarain sacó un libro de encantamientos de la mochila. Era un volumen grande y pesado y tuvo que emplear todas sus fuerzas para desplegarlo ante ella. Se enfrascó en la lectura, pero no dejó de levantar la cabeza ocasionalmente para mirar a su alrededor mientras Tramp inventaba una nueva y espectacular muerte para su querido pariente.