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Tramp contempló las iracundas expresiones y se preguntó cómo podría salvar el pellejo. Nunca había encontrado agradable que le dieran puñetazos; pero, como Halmarain había insistido en que dejara su jupak en el laboratorio para que no lo identificaran como a un kender, se encontró sin más armas que el pequeño cuchillo que llevaba al cinto, algo totalmente inapropiado para enfrentarse a la avalancha de espadas, mandobles y hachas que se le echaba encima. Además, la boca se le había secado de repente y no podía articular palabra.

Entonces, Grod, que hasta ese momento había seguido comiendo, se levantó y se quitó el casco.

—Ese Saltatrampas estar muerto —anunció en voz alta—. ¡Ésa sí que ser buena historia!

—¿Muerto? —preguntó alguien, en tono decepcionado, mientras los murmullos corrían de boca en boca.

—Sí, muerto —corroboró Halmarain suspirando y dándole una patada por debajo de la mesa a Tramp para que reaccionase.

—En efecto —añadió el kender, intentando parecer triste, y se puso a pensar en su tío Marchando Manolista, recientemente fallecido, cosa que siempre lo deprimía. En cuestión de segundos, lloraba como un desconsolado.

—¿Lo conocías? —preguntó un forzudo individuo que sabía de la costumbre kender de llorar amargamente por los compañeros desaparecidos.

—Era mi tío —consiguió articular Tramp.

—Pues si no vamos a poder matarlo nosotros mismos —intervino un tipo barbudo y formidablemente musculoso—, por lo menos cuéntanos cómo murió.

Tramp se inventó una historia allí mismo, mientras la cabeza le daba vueltas como un torbellino.

—Se llamaba Saltatrampas Manolista —empezó el kender, cambiándole el nombre a su tío—. Era el hermano de mi madre y el tercer hijo de Rogo Manolista. ¿Nunca conocisteis a Rogo en sus viajes? Pues viajó hasta los confines de Krynn, hasta Solace y Zeriak, donde se halla el glaciar del Muro de Hielo. Yo también quiero ver ese sitio, dicen que es imponente…

—¡No te enrolles, muchacho, y sigue con el relato de ese Saltatrampas!

—Voy, voy. Lo siento. Comprendedlo, es doloroso para mí… Por la vergüenza, ya me entendéis. —La palabra «vergüenza» lo había emocionado y tuvo que reprimir un sollozo—. Nuestro pueblo lo expulsó por mal comportamiento y lo perdí de vista durante años, hasta la semana pasada, cuando me topé inesperadamente con él.

Tramp confiaba en que ninguno de los presentes estuviera familiarizado con las costumbres de los kenders, ya que nunca se había sabido de un pueblo que hubiera expulsado jamás a uno de sus habitantes.

—¡Nunca pensé que sería capaz de robarme el poco dinero que llevaba en la bolsa! —dijo, alzando la voz y con los ojos chispeantes de rabia.

—¿Cómo? ¿Robó a su propio sobrino? —preguntó, asombrado, el hombre de la musculatura extraordinaria—. ¡Bah! ¡Ya no hay honor ni entre los ladrones! Sigue, sigue.

Los kenders disfrutan tanto contando historias como escuchándolas y nunca repiten un relato dos veces sin añadir algo de su propia cosecha para aumentar el misterio, el humor o la intriga. En aquel momento, Tramp decidió echar mano de sus recientes aventuras con el portal.

—Bueno, veréis… Decimos que mi tío ha muerto porque nadie cree que haya podido sobrevivir a su tropiezo con el hechicero. —Hizo una pausa para que la idea de que un mago y la magia habían tenido algo que ver en el desenlace de la historia penetrara en la mente de su auditorio. Desde el Cataclismo, todos estaban dispuestos a creer lo que fuera si había intervenido un hechicero.

Tramp siguió adelante e improvisó el relato de un kender topado con un mago mientras se dirigía a Lytburg.

—Como sabéis, los magos no solían portar armas, puesto que estaban demasiado ocupados con sus encantamientos, y confiaban totalmente del poder de sus conjuros; por eso, a mi tío lo cogió desprevenido. Sin embargo, se confió, y ése fue su último error…

Tramp hizo una pausa para acentuar el clímax de la historia y vio con horror que Grod se había deslizado hasta una mesa vecina y se había puesto a devorar la comida de otro forzudo que estaba absorto en el relato. Afortunadamente, Halmarain se había percatado y ya iba en pos del hambriento Gully.

—Entonces, el hechicero se quitó la capa y se delató como Túnica Roja. ¿Os imagináis la sorpresa? ¿Habéis visto alguna vez un Túnica Roja completamente vestido? Es una visión estremecedora —dijo Tramp, mientras le lanzaba una mirada sarcástica a Halmarain—. Bueno, el caso es que, antes de que mi tío se diera cuenta, el mago había dibujado en el aire una puerta y pronunciado un conjuro. Una gran negrura se abrió allí, bajo el sol, y de ella surgió un huracán pestilente.

El kender se dio cuenta entonces de que su aventura en el plano de Vesmarg había sido mucho menos interesante que el relato que estaba improvisando en esos momentos y se sintió ligeramente decepcionado, pero no por eso dejó añadirle detalles imaginativos a la narración.

—Entonces, un gran brazo, negro y escamoso, una zarpa demencial surgió de la oscuridad y agarró a mi tío Saltatrampas. —El kender hizo una pausa y dejó que las lágrimas le rodaran abundantemente por las mejillas—. Si el bribón está vivo, no creo que se encuentre en un lugar agradable. Estamos todos convencidos de que ha muerto —concluyó.

La mayor parte de los parroquianos asintió, impresionados por la aventura; pero el tabernero, que había escuchado infinidad de relatos fantasiosos de los viajeros que entraban en Lytburg y no creía en nada, rió ruidosamente.

—Ya. Y tú, ¿cómo sabes todo eso?

—Pues… yo… Lo escuché de labios de unos semigoblins de su banda de forajidos —improvisó Tramp—. Lo presenció todo, pero ya sabes cómo son: unos cobardes incapaces de enfrentarse al verdadero peligro —concluyó, dejando que el peso de la explicación recayera sobre la aversión que todos sentían hacia aquellos humanoides.

—Tienes razón. Son unos cobardes —añadió un grandullón pelirrojo cubierto de cicatrices.

Miró su jarra y la encontró vacía, así que llamó al posadero para que le sirviera más. Nadie se había dado cuenta de que, durante el relato del kender, un enano se había dedicado a vaciar las copas de los parroquianos.

—Y todo eso, ¿cuándo sucedió? —preguntó una voz desde el fondo de la sala.

—Pues no lo podría decir con exactitud —disimula Tramp—. Recuerdo que la escuché ayer por la noche. Fue de boca del semigoblin, y me pareció que todavía estaba asustado. Deduzco que debió de ocurrir hace poco. ¿Nunca habéis visto a ese semigoblin? Es muy feo y tiene una enorme verruga en la nariz, exactamente igual que él —añadió, señalando al posadero, que se sintió inmediatamente molesto.

—¡Bueno ya basta! —estalló—. Ya has contado tu historia, así que lárgate de mi taberna. ¡No quiero ladrones ni parientes de ladrones por aquí!

—Es mejor que hagamos lo que dice antes de que los demás se den cuenta de que Grod les ha vaciado los platos.

Salieron al exterior y enfilaron a toda prisa por una callejuela. Se suponía que el gully tenía que guiarlos de regreso a los subterráneos; pero, al cabo de un rato de caminar, Tramp se encontró totalmente perdido.

—No me acuerdo de esta calle y debería, porque la encuentro muy interesante —comentó—. Grod, ¿estás seguro de por dónde nos llevas?

—Sí. Ir por aquí. Aquí basura buenísima.

—No voy a permitir que te revuelques en la porquería ahora que estás presentable —sentenció Halmarain—. Te ordeno que nos lleves directamente a los subterráneos.

Tomaron la dirección del sector enano de la ciudad y, a la vuelta de un recodo, Tramp se dio de bruces con un enano.

—¡Oh!, perdón —se disculpó, ya que como buen kender siempre estaba dispuesto a ser educado.

El enano lo miró de arriba abajo, interponiéndose en su camino.

—¡Tú estabas con aquel otro ladrón! —exclamó.

Tramp reconoció al joyero que había acusado a Ondas de robarle y su furia estalló.

—¡Mientes. Ella no es ninguna ladrona y no te robó nada! —protestó el kender al tiempo que balanceaba el pesado saco de las armaduras y golpeaba con él a su interlocutor y lo dejaba inconsciente y tirado en el suelo.

—Grod, llévatelo a rastras fuera de la vista —ordenó la hechicera—. Que no te vean. Nosotros te ocultaremos con los sacos. ¡Vaya, lo que me faltaba, un par de kenders ladrones! —exclamó, dándose la vuelta para encararse con Tramp.

—No repitas eso —atajó el kender—. Mi hermana sólo pretendía ayudar.

—¿Por qué tarda tanto Grod? —preguntó Halmarain al cabo de unos instantes.

—Por ahí viene —anunció Tramp recogiendo su pesado saco lleno de hachas y armaduras.

No tardaron en llegar al laboratorio de Orander, donde los esperaban Humf, Ondas y Beglug. El merchesti estaba durmiendo en un rincón, hecho un ovillo y a su alrededor no había ni rastro de restos de ninguna clase.

—¡Por todos los dioses de Krynn! —estalló Halmarain cuando vio a la criatura—. Nos hemos olvidado de una cosa que necesitamos para disfrazarlo.

—Él necesitar barba —dijo Grod sacando de entre sus ropas un amasijo de pelo entrecano.

Tramp lo reconoció al instante.

—Es la barba del joyero —dijo con tono de admiración—. ¿Se la cortaste tú, Grod? ¡Qué buena idea!

—Al enano crecerle otra vez —manifestó con indiferencia el gully.

—Sólo espero que no volvamos a cruzamos con ese joyero —comentó la hechicera.

—¿Es la barba del que me acusó de robarle? —Ondas estaba encantada—. No os preocupéis, no nos reconocerá.

—Pero vosotros no os vais a disfrazar; seguiréis siendo kenders durante todo el viaje —comentó Halmarain—. Bueno, espero que nadie nos moleste. Nadie quiere que le roben la bolsa. Y, hablando de bolsas, Tramp, ¿dónde está la mía?

—Me dijiste que te la guardara —respondió el kender mientras se la entregaba.

La hechicera la sopesó.

—Pesa más que cuando te la di. ¿Estás seguro de que has pagado por todo lo que hemos comprado?

—¡Claro que sí! Tú me viste. Lo que ocurre es que la bolsa se iba llenando sola a medida que gastábamos. ¡Seguro que tiene poderes mágicos!

—Puede —respondió Halmarain mirándola con atención—. Es de Orander, pero no sabía que le había lanzado un conjuro. —Se la entregó de nuevo al kender—. Toma, será mejor que la lleves tú. De lo contrario tendré que pedírtela constantemente.

Luego, entre todos, se ocuparon del merchesti y le colocaron la barba y la ropa. La criatura, acostumbrada como estaba a un ambiente más caluroso no protestó cuando la vistieron con ropa de abrigo. Sin embargo, no tardaron en enfrentarse con un problema.

—¿Cómo vamos a colocarle botas si sólo tiene pezuñas? —preguntó la hechicera.

—Poder clavar plataformas en pezuñas criatura —propuso Humf.

—Más fácil clavar botas directamente —sugirió Grod pensando en ahorrarse trabajo.

—No vamos a clavarle nada —atajó Halmarain—. Nos interesa que eso confíe en nosotros, por lo menos hasta que…

—Quizá si no lo llamaras «eso», Beglug te apreciaría algo más —intervino Ondas en tono irónico.

—De acuerdo, nos interesa que él confíe en nosotros. Es nuestra única esperanza de hallar a Orander.

Pasaron toda la tarde intentando dar con la forma de ponerle a Beglug las botas enanas hasta que, al final, optaron por enseñarle a caminar con ellas. El calzado tenía fascinada a la criatura, pero ésta perdió todo interés cuando Tramp le indicó que no debía comérselo.

Más tarde, Halmarain le entregó al kender un frasco lleno de ungüento de color carne, y el merchesti, que parecía fiarse de Tramp, permitió que éste se lo extendiera por el rostro y le pegara la barba y el bigote que Ondas había confeccionado. Así disfrazado, Beglug parecía realmente el enano más feo de todo Krynn.

Intrigado por los preparativos, el merchesti llegó a acercarse a Halmarain en más de una ocasión. Parecía que le estaba perdiendo el miedo a la hechicera.

Cuando todos estuvieron preparados, se echaron a la espalda las mochilas, cogieron las armas y abandonaron los subterráneos. Halmarain fue apagando las antorchas no sin antes lanzar un conjuro que dejó todas las estancias limpias y ordenadas.

Una vez fuera, acabaron de comprar las provisiones que necesitaban, se dirigieron a la puerta de salida de Lytburg y se unieron a la masa de mercaderes y campesinos que a esa hora salían de la ciudad para regresar a sus hogares.

Sin embargo, en medio del gentío, uno de los soldados se fijó en un extraño grupo de enanos y especialmente en uno de ellos, demasiado joven para lucir barba.

—¡Eh, vosotros! ¿Adónde vais? —gritó el centinela cortándoles el paso y apuntando a Beglug con la lanza.

—Somos sólo un grupo de enanos que volvemos de comprar provisiones —respondió Halmarain, cubriéndose el rostro.

Sin embargo, la respuesta no satisfizo al centinela, que se adelantó con aire desconfiado.

Cuando Beglug vio que la punta de la lanza se aproximaba, dio un paso al frente y se la comió de una sola dentellada.