7

—Pensaba que habías dicho que el marchesti…

—El merchesti —corrigió Halmarain a Tramp.

—Pues merchesti. Dijiste que él sabía cómo abrir los portales.

—Si Orander estuviera vivo y tuviera las dos piedras, él mismo podría abrirlo. Pero si ha muerto, y eso es lo que me temo, el bicho ese puede tardar años en encontrar el camino hasta nuestro mundo y, mientras tanto, su cría va a seguir creciendo aquí, en Krynn. Cuanto más tiempo permanezca entre nosotros, más grande y peligroso se volverá. Si no podemos devolverlo a su mundo pronto, deberemos matarlo.

—¡Ni hablar! —saltó Ondas que tenía a la criatura a sus pies, como si Beglug buscara algún tipo de contacto tranquilizador—. Deja de decir esas cosas. No es ningún demonio. Tú me pareces más mala que él. No ha hecho nada salvo comer y dormir.

—No te preocupes, a medida que crezca se desarrollará su verdadero carácter —respondió la hechicera, haciendo caso omiso de las protestas de los kenders. Luego, refiriéndose a lo que había leído en los libros, añadió—: Pero el portal no se abrirá aquí. Según Alchviem, el hecho de abrir y cerrar un portal mediante las piedras aumenta el grosor de la materia que hay entre planos. Es como si se hubiera formado un tejido cicatrizado.

—Ya sé lo que es eso —dijo Ondas subiéndose la manga—, yo también tengo cicatrices. Ésta me la hice un día en que Soso Escalón y yo…

—Déjate de cuentos —interrumpió Halmarain—. Debemos encontrar un mago lo bastante poderoso para que nos ayude a rescatar a Orander.

—Así, Beglug podrá volver a su casa —añadió Tramp—. Me parece que no le gusta deambular por ahí. Pensé que le apetecería conocer otros mundos, pero se pasa todo el día gimiendo; aunque claro, también puede ser por las porquerías que come.

—Pero, si tenemos que alejarnos de aquí y salir en busca de un mago, ¿cómo podrá el merchesti encontrar a su cría cuando se lo devolvamos? —objetó Ondas.

—No tengo ni idea —saltó Halmarain—. Pero tampoco sé qué otra cosa podemos hacer. Alchviem dice claramente que un portal no se puede abrir una segunda vez desde el mismo sitio. No conseguiremos nada quedándonos aquí.

—Pero, a ver, ¿quién es ese Alchviem? —preguntó Tramp—. ¿Acaso es mago? ¿Está dispuesto a enseñarnos algunos trucos?

—Se trata de un hechicero que vivió hace miles de años, antes del Cataclismo —explicó la pequeña maga pacientemente—. Se convirtió en Túnica Roja y dedicó toda su vida a estudiar los portales. Aprendió a viajar por los diferentes planos y los conoció casi todos. Orander halló sus escritos y averiguó la manera de hacerse con las piedras. Te aseguro que no hay mejor fuente de información que sus libros.

—¿Información? Eso quiere decir aprender cosas nuevas, ¡me gusta! —dijo el kender.

Beglug, que se había estado paseando por la habitación en busca de restos para devorarlos, se topó con el taburete donde estaba encaramada la hechicera y, cuando la vio, empezó a gruñir, a enseñar los dientes y a lanzar zarpazos.

—¡Quítamelo de delante! —exclamó Halmarain.

—Yo lo cogeré —intervino Ondas, que cogió al merchesti del brazo y se lo llevó—. Debe de haberse asustado, pero no te ha atacado ni nada parecido.

—Léenos algo de tu libro —propuso Tramp.

—Esto no es un libro de cuentos —sentenció la hechicera cerrando el grueso volumen de golpe.

—Pues tampoco tu historia de Alchviem ha sido gran cosa —intervino Ondas que se agitaba nerviosamente en su taburete—. Estoy aburrida de estar aquí y quiero marcharme —añadió frunciendo el entrecejo, señal inequívoca de se le estaba acabando la paciencia.

—Me parece que no me habéis entendido —indicó Halmarain.

—¡Claro que te hemos entendido! —intervino Tramp en defensa de su hermana—. Dijiste que abrir el portal dejaba cicatrices… ¿Te acuerdas, Ondas, de la cicatriz de Zancadas Bolo?

—No, no me acuerdo de cómo se la hizo —contestó su hermana.

—Sí, me parece que fue abriendo un cofre de…

—Olvidaos de ese tal Zancadas Bolo —interrumpió Halmarain—. Tenemos un problema. Debemos llevar al monstruo ante un hechicero lo bastante poderoso para…

—Ya me acuerdo, era de Cestillo Saltarín —anunció orgullosamente el kender.

—¡Maldita sea, no me estáis escuchando! —chilló de rabia Halmarain.

—La pesada de la hechicera siempre chilla y grita —contestó Ondas, súbitamente cansada del mal genio de la Túnica Roja.

Su hermano sonrió y le siguió el juego.

—Chilla tanto que me da dolor de tripa —añadió.

—Es mandona y patalea —continuó Ondas ante la mirada furibunda de Halmarain.

—También hacer mucho ruido —añadió Grod, sumándose a la cantinela e interrumpiendo la rima.

Los kenders se echaron a reír, y el gully aplaudió ruidosamente.

—Te hemos oído perfectamente, Halmarain —dijo Tramp.

—Sí —apostilló Ondas—. Quieres que otro mago abra un portal y devuelva a Beglug a su mundo. Me parece una buena idea, si no le gusta explorar sitios nuevos; aunque es algo que me cuesta entender. Recuerdo a un kender al que le ocurría lo mismo. En cualquier caso, estoy segura de que con tus libros y la piedra no tendrás problemas para abrir un portal.

—Esos portales, ¿son como una puerta ordinaria? —preguntó Tramp—. Yo soy capaz de abrir cualquier puerta, hasta las del corredor que nos condujo hasta aquí.

—Ya basta de decir tonterías —cortó Halmarain—. Necesito la ayuda de un maestro de hechiceros, de Salrandin, que vive en Palanthas, para ser exactos. Lo malo es que los maestros de hechicería no suelen obedecer a una llamada, así que debemos llevarle la piedra y el merchesti. O eso o matamos al monstruo antes de que se haga más grande y represente un peligro.

—¡No puedes hacer algo así! —protestó Ondas— ¡No ha hecho nada!

—Además, tengo que llevarle a Salrandin los libros de Alchviem. Lo reconozco, no soy una gran maga —dijo Halmarain bajando la vista—. Estoy empezando apenas. Lo primero que aprendí fue a leer encantamientos, pero eso no me confiere grandes poderes.

—Sin embargo, hiciste bailar hombrecitos de sal —indicó Tramp para darle ánimos.

—Puedo ordenar a los libros que se abran y puedo leerlos —continuó como si el kender no hubiera dicho nada— pero se necesita alguien con más poderes para poner en marcha los encantamientos que puedo leer. Incluso si encontramos a un mago que nos quiera ayudar, no sabemos qué conocimientos tendrá de los portales. Por eso necesitamos llevarnos los libros.

—Has pasado de decir «yo» a decir «nosotros». ¿Acaso nos estás pidiendo que te acompañemos? —observó Ondas.

—Acabo de darme cuenta de que no lo puedo hacer todo sola —repuso Halmarain con un suspiro—. Incluso sacar a este monstruo de la ciudad puede ser peligroso. No hay nada parecido en todo Krynn, y alguien puede creer que es una abominación e intentar matarlo. La gente a menudo mata aquello que no entiende.

—¿No podrías disfrazarlo? —sugirió Ondas.

—Ésa es una buena idea. Pero el viaje es largo y peligroso, y no quiero hacerlo sin compañía. La manera más fácil de llegar a Palanthas sería yendo hasta Gwyntarr y embarcar desde allí… Lo malo es que la tripulación enseguida se percataría del disfraz. Me temo que tendremos que hacer la ruta por tierra.

—A mí me encanta montar —declaró Tramp.

—Eso espero, puesto que soy incapaz de ensillar un caballo y aún menos de subir en él al merchesti. Por eso debéis acompañarme.

—Nosotros quedar aquí —anunciaron los dos gullys al unísono—. Este sitio ser ahora Este Sitio. Nuestro último Este Sitio quedar hecho trizas y aquí haber comida de sobra.

—Tenéis razón —intervino Ondas—, pero pensad en la cantidad de cosas que os vais a perder. Por otra parte, cuando se os acaben las provisiones aquí no podréis salir a por más, así que lo más seguro es que os muráis de hambre. No sé, quizá Beglug os podría enseñar a masticar cristales, ¿qué os parece?

Los aghars intercambiaron miradas, se rascaron varias partes del cuerpo y, finalmente, llegaron a un acuerdo.

—Nosotros ir con vosotros.

—Sí, nosotros ahora querer otro Este Sitio.

—¡Me niego a viajar con dos gullys! —declaró Halmarain.

—¡Eh!, ¿por qué no? —objetó Tramp—. Son divertidos y nos ayudaron a limpiar todo el laboratorio. El único problema es que comen como limas, pero… ¡Bah! Te estás haciendo la dura. Por otra parte, les prometimos que los ayudaríamos y debemos quedarnos con ellos.

—No, vosotros tenéis que acompañarme. Os necesito para que os ocupéis del merchesti. Incluso si pudiera tenerlo controlado día y noche, a ese monstruo no le caigo bien. Además, tengo que seguir estudiando mis encantamientos. —Miró a Tramp con la expresión de alguien a quien no le gusta lo que ve—. Ya lo veis, no puedo viajar y ocuparme de él, así que si no venís vosotros tendré que matarlo aquí mismo.

—¡Ni hablar de eso!

—Cuando esté muerto podré viajar sola. Está claro.

—¡Oh, Tramp, lo dice en serio! Tendremos que ir con ella o matará a Beglug —lloró Ondas.

—Está bien, te seguiremos si nos prometes que no le harás daño —se avino el kender—. La verdad es que me encantaría conocer Palanthas. ¿Crees que veremos otros lugares interesantes?

—Nos mantendremos prudentemente alejados de las poblaciones. Cuanta menos gente nos vea, mejor —sentenció Halmarain.

—¡Vaya, qué aburrimiento! —protestó Tramp.

—Bueno, pues si no queréis ver más trucos de magia, allá vosotros —les recordó la hechicera.

—¿Verdadera magia? —preguntó Ondas repentinamente interesada.

—Clan de Aglest tener magia —declaró Humf ufano, pero nadie le hizo el menor caso.

—Si me ayudáis a encontrar a Orander, os prometo que él os enseñará un montón de trucos.

—¿Encantamientos? ¿Nos enseñarás encantamientos? —quiso saber Tramp.

—No, eso no os gustaría. Tendríais que estudiar mucho y os parecería muy aburrido. Lo mejor sería que le diera poderes a algún objeto de vuestra elección.

—¿Ah, sí? ¿Y qué otras cosas podría hacer aparte de luz?

—Bueno, a mí no me gusta tener que limpiar la cocina, así que Orander puso un encantamiento en mi bastón, una magia que todavía no he aprendido.

La hechicera dijo unas palabras y, en el acto, las tazas, los platos y los cubiertos se elevaron de la mesa, se limpiaron solos y fueron por el aire hasta sus cajones y armarios mientras las cacerolas se colgaban de sus ganchos.

—¡Vaya, qué chulada! —gritó Ondas—. ¿Lo repetirías si hago otro pastel de maíz?

—Estoy segura de que Orander os recompensará con algo mejor si me ayudáis a encontrarlo —dijo Halmarain mirando a los dos kenders con ojos chispeantes.

—Está bien, cuenta conmigo… ¡Ay! —contestó Ondas antes de caerse del taburete al que el merchesti acababa de arrancarle una pata de un mordisco.

Tramp empujó con suavidad a la voraz criatura hasta la chimenea.

—Tendremos que disfrazarlo —dijo Halmarain señalándolo—. Si hemos de devolverlo a su mundo, ha de ser antes de que llame demasiado la atención.

—No permitiremos que nadie le haga daño —repuso resueltamente Tramp.

—Quizá no sea ése el problema. Puede que haya gente interesada en ponerle un collar y una correa y llevárselo por las ferias. Podrían ganar mucho dinero exhibiéndolo por ahí.

—Eso sería una crueldad —dijo Tramp.

—Si no somos cuidadosos llamaremos la atención —insistió la hechicera.

—También llamará la atención una maga —observó Ondas con una medio sonrisa.

—Si la gente se entera de que lo soy, la que correrá verdadero peligro seré yo. Además, con mi estatura, seguro que les pareceré un bicho raro —dijo Halmarain, cuyos ojos se ensombrecieron a causa de algún amargo recuerdo—. A los niños les gusta tirar piedras a…

—No digas eso. Nosotros nunca te tiraríamos nada —declaró Tramp—. Nos gustas, salvo cuando te pones de mal humor.

—Podríamos adoptar la apariencia de animales —propuso Ondas.

—¡Eso sería fantástico! Yo quiero ser un pájaro —dijo su hermano—. Halmarain puede pronunciar un conjuro y todos volaremos. ¡Qué bien!

Ondas se puso a mover los brazos como si fueran alas, y los enanos se rieron y la imitaron.

—Lo siento, pero no puedo hacer conjuros para volar —anunció Halmarain.

Los kenders se sintieron decepcionados, pero Tramp se recobró inmediatamente.

—Bueno, no importa. También podríamos ser caballos —sugirió.

—Sí, eso estaría bien. Así podríamos viajar deprisa —observó Ondas—. ¿Podrías convertimos en caballos?

—No, no puedo. No puedo transformaros en nada. Tendremos que usar un disfraz. Beglug y yo somos pequeños, pero podríamos pasar por neidars.

—También podríamos disfrazarnos todos de enanos gullys. Además, Humf y Grod vendrán con nosotros —dijo Tramp.

—¡Ni lo sueñes! —contestó Halmarain mirando con asco a los aghars—. Nada en el mundo me convencería para que hiciera algo semejante.

El kender miró a los dos enanos. Habían acabado su comida, estaban apoyados con los codos sobre entre las manos. Asistían a la discusión como si nada de todo aquello los afectara.

—Quizá clan aumentar —dijo Grod a su hermano—. Beglug poder ser buen aghar.

—Sí, mejor enano que hechicera. Ella demasiado baja —asintió Humf.

—Además, ella nada de magia. Poco útil.

—Tampoco kenders tener magia. Sólo nosotros buena magia.

—Os lo agradezco, pero puedo ocuparme de mí —interrumpió Halmarain visiblemente molesta por no haber sido incluida en la conversación—. Ya es bastante tener que convertirme en un neidar. Pero ¿en un gully? ¡Jamás!

—Sí, eso es una buena idea —intervino Ondas—. Halmarain puede ser un neidar. En cuanto a los demás… ¿Qué?

—¿Unicornios, águilas? —propuso su hermano—. Los gullys no pueden pasar por neidars, no hay forma de que estén limpios.

—Ni siquiera yo puedo conseguir eso —atajó Halmarain. Luego señaló al merchesti—. Voy a necesitar toda mi habilidad para ocuparme de Beglug.

—Hechicera siempre tener «no» —dijo Humf a su hermano.

—Eso es porque no tener «sí» —contestó el otro.

—Escuchad, idiotas, puedo decir «sí» a cualquier proposición razonable, pero me niego a parecerme a vosotros, ¿entendido?

—Como no dejes de comportarte así no pienso acompañarte —dijo Ondas, mirando a la hechicera, ceñuda.

—Llegar pelea —murmuró Grod, dándole un codazo a Humf.

—Hembras pelear bien —asintió.

—Nadie va a pelearse —declaró Halmarain con un suspiro—. Tienes razón, Ondas, me estoy dejando llevar por mi preocupación por Orander. Haré lo que sea para rescatar a mi maestro. Lo siento, pero me siento incapaz de disfrazarme de gully. Sin embargo, creo que podemos intentar que pasen por neidars, aunque para conseguirlo necesitaremos lavarlos y vestirlos con ropa limpia.

Así pues, con la decisión ornada, empezaron a planear el viaje a Palanthas. Lo primero era ocuparse de los aghars. Encendieron el fuego y entre los tres arrastraron un gran caldero que pusieron encima de las llamas y llenaron de agua. Humf y Grod contemplaron los preparativos con creciente inquietud. Al final, cuando el agua alcanzó una temperatura adecuada, Halmarain les dio la posibilidad de elegir: o se metían en el baño por propia voluntad o los convertiría en ranas y los tiraría dentro.

—¿Ranas lavarse? —preguntó Humf, súbitamente interesado por la alternativa.

—Ranas siempre en agua —contestó Grod con un escalofrío y miró a Halmarain—. Tu no hacer volar ni convertir en caballos. ¿Cómo convertirnos en ranas?

Humf, que estaba sentado en el suelo quitándose las botas, se quedó mirándolo, asombrado de la capacidad deductiva de su hermano. Asintió y se puso las botas otra vez.

—¡No puedo convertir a seis personas en caballos, pero os aseguro que transformar a dos simples gullys en ranas es pan comido! —estalló la hechicera— ¡Al agua!

Los dos aghars asintieron y se metieron en el caldero. Luego, para deleite de los kenders, Halmarain pronunció un conjuro al tiempo que tocaba las mugrientas prendas de los enanos con la punta de su bastón. En un abrir y cerrar de ojos, la ropa apareció limpia, con su color original y desaparecieron los costurones y los remiendos.

—¡Eh, eso ha estado bien! —aplaudió Ondas, entusiasmada.

—Yo me he ocupado de la ropa. Ahora os toca a vosotros ocuparos de ellos —dijo la hechicera y, acto seguido salió de en dirección al laboratorio.

A Tramp le pareció que se llevaba la peor parte del trato, pero frotó vigorosamente a los enanos con un cepillo, de la cabeza a los pies, mientras Ondas se esforzaba por mantenerlos dentro del caldero. Ni Grod ni Humf conocían el efecto del jabón en los ojos, y sus gritos lastimeros resonaron por los pasillos.

Atraído por el chapoteo, Beglug se acercó a contemplar el espectáculo. Todo aquello debió de parecerle divertido porque, sin dudarlo, se lanzó al agua y se puso a morder las pompas de jabón. Luego, devoró la pastilla.

—Tú también beber toda el agua —lo animó Humf.

Un solo baño no bastaba para eliminar la mugre acumulada durante años, y habrían hecho falta varios baños durante semanas para conseguirlo; no obstante, la diferencia era espectacular: Humf resultó que tenía un lustroso pelo castaño que hacía juego con su barba y una sonrosada tez surcada de arrugas en las que la suciedad destacaba con líneas oscuras; Grod, por su parte, demostró que tenía el cabello rubio y una piel igualmente fresca, además de unos bonitos ojos azules.

Luego, mientras los gullys y Beglug descansaban, los kenders y la hechicera discutieron los detalles del viaje. Decidieron que Halmarain sería la encargada de comprar las provisiones en el exterior, entre otras razones porque era la única que podía anular los conjuros de protección que aseguraban las puertas de salida. La acompañarían Tramp y Grod. Era necesario que uno de los enanos fuera con ellos para asegurarse de que la ropa y las armaduras fueran las adecuadas. Por su parte, Halmarain se confeccionó una túnica y una falda que le permitirían pasar por una enana.

—Funcionará —aseguró Ondas.

Al día siguiente, los tres recorrieron los largos y secretos corredores que Orander había despejado para él y salieron al exterior, a medio kilómetro de la plaza del mercado. Como la hechicera había pasado la mayor parte del tiempo en las profundidades, fue Grod el que tuvo que guiarlos por las estrechas callejuelas de Lytburg.

Lo primero fue la ropa: vestimenta para Halmarain, el merchesti y los dos enanos; luego compraron botas, y Halmarain tuvo que contentarse con las más pequeñas que encontró. Como los enanos necesitaban armaduras, dado que nunca emprendían un viaje sin ellas, también se proveyeron de corazas y armas.

Tramp no tardó en perder la cuenta de la cantidad de monedas de acero que habían gastado. Él era el encargado de pagar ya que, por alguna razón que no llegaba a entender, la bolsa del dinero siempre acababa entre sus manos y Halmarain se había hartado de pedírsela constantemente. Al final, la hechicera se la entregó pensando que con el kender estaría a buen recaudo.

A medida que seguían comprando y la bolsa no se vaciaba, Tramp llegó a la conclusión de que era mágica y que se llenaba de monedas por sí sola.

Cuando salieron de la armería, Grod y Halmarain vestían cotas de malla encima de los jubones y llevaban cascos en la cabeza. La hechicera caminaba pesadamente con sus grandes botas y apenas podía ayudar a cargar con las provisiones, lo cual no contribuía a mejorar su humor.

Las hachas, aunque ineficaces en manos de los enanos o de la Túnica Roja, eran necesarias para completar los disfraces. El kender luchaba con el gran saco que contenía las corazas y las armas, mientras que Grod cargaba con los petates, la ropa y el calzado.

Dejaron las compras de alimentos para después y, antes de regresar al subsuelo, Halmarain propuso que fueran a alguna taberna en la que solieran reunirse los viajeros que llegaban a la ciudad.

—Y vosotros dos portaos como es debido —advirtió—. Tú, Grod, mantén la boca cerrada mientras comas; y tú, Tramp, mantén las manos quietas y presta atención. Queremos saber el estado de las rutas, si hay goblins u ogros. ¿Entendido?

El kender y el enano asintieron. Grod tenía hambre y a Tramp le encantaba escuchar historias de viajes y aventuras. El aghar los condujo a un establecimiento donde, según él, abundaban los viajeros y la comida era buena.

Entraron en El Ciervo Saltarín y se sentaron en una mesa de un rincón. Hacía mucho calor. En una enorme chimenea se estaba asando un cerdo y el local estaba atestado de parroquianos de aspecto endurecido que no dejaban de trasegar cerveza mientras contaban sus historias. La mayoría de ellos iban armados y los que no, era porque habían dejado sus espadas a un lado.

Halmarain había dicho a Tramp que pidiera comida y bebida suficiente para tener a Grod ocupado mientras escuchaban lo que pudiera interesarles. Encargaron pollo, costillas y cerveza y, mientras el gully daba cuenta de las raciones, la maga se sentó algo más lejos y aguzó el oído. Por su parte, Tramp era incapaz de enterarse de nada a causa de los ruidos que Grod hacía al devorar la carne y roer los huesos. Al final, aburrido y acalorado, el kender se puso a abanicarse descuidadamente con el sombrero y dejó al descubierto las puntiagudas orejas y la larga cola de caballo.

—¡Eh, posadero! ¿Desde cuándo dejan entrar a esas criaturas aquí? —rugió un hombretón, señalando al kender con el dedo.

Todos las miradas convergieron sobre Tramp.

El patrón, a quien el kender había pagado puntualmente tanto la bebida como la comida, se dio la vuelta.

—¿Kenders? —gritó—. ¡Aquí no queremos kenders que vengan a robar a nuestros clientes! ¡Fuera!

—No está robando nada —intervino Halmarain intentando que su voz sonara como la de un enano—. Ya te ha pagado, mesonero. Además, viaja con nosotros y yo respondo de él.

—¿Y quién responde de ti? —repuso el tabernero—. Si un kender te sirve de compañía…

—¡Esperad! —exclamó uno de los parroquianos—. Preguntadle su nombre.

—Me llamo Saltatrampas Fargo —contestó Tramp, alto y claro—. Encantado de conocer…

—¿No es así como se llama el kender fugitivo que forma parte de la banda de Alchar Grumb? —gritó alguien—. Era Saltatrampas o algo parecido.

—Ése es un nombre corriente entre los kenders —se apresuró a intervenir Halmarain—. La mitad de los kenders de Hylo se llaman así.

Tramp se volvió hacia la maga negando con la cabeza. Por cuanto sabía, él era el único en Hylo con ese nombre, pero antes de que pudiera decir nada vio por el rabillo del ojo que algunos parroquianos se levantaban de los asientos con la furia dibujada en sus rostros.