Entonces, mi tío Saltatrampas deseaba ayudar…
Tramp, Ondas y Grod recogieron los libros y los depositaron en la mesa mientras Humf vigilaba al pequeño monstruo. Halmarain verificó los títulos e hizo varios montones para que Tramp los fuera colocando en las estanterías. Los dos kenders interrumpieron su trabajo en varias ocasiones para entretenerse con cualquier cosa que les llamara la atención, y la hechicera tuvo que azuzarlos para que siguieran trabajando, lo mismo que a los dos gullys que, acostumbrados al caos y al desorden, parecían plenamente satisfechos en aquella situación. Bajo la atenta mirada de la maga, barrieron diligentemente los restos esparcidos por todas partes mientras Grod argumentaba que no había ninguna necesidad de barrer a condición de que pudieran caminar cómodamente por encima del desorden.
Halmarain se subió a una escalera que parecía mantenerse en el aire sin necesidad de apoyo y fue colocando los libros que le pasaba Tramp a mayor velocidad de la que éste podía entregárselos. Luego, pidió que ordenaran los libros que había en la última mesa.
—Allí esconderse monstruo —protestó Humf.
—Pues que se esconda en otro sitio —replicó la maga.
—No se puede decir que sea muy amable —murmuró Tramp al oído de su hermana mientras señalaba con un gesto de la cabeza a la pequeña aprendiza de Túnica Roja—. Es una cría y seguramente está asustada.
—Sí. Y no creo que tuviera demasiadas ganas de que la trajeran hasta aquí —afirmó Ondas, plenamente de acuerdo con su hermano—. Esa Halmarain debería ser más considerada.
—Podéis pensar lo que os venga en gana —contestó la hechicera, mirándolos mientras intentaba poner en su sitio la mesa.
—Creo que eres mala —le dijo Ondas—. Quizá sea por tu estatura.
—Nosotros poder estirarla —propuso Humf.
—Sí, así no ser más mala —apostilló Grod.
—¡Si me ponéis una mano encima os convierto a todos en cucarachas! —advirtió Halmarain—. Si no os parezco amable es porque no tengo tiempo para amabilidades. Si el maestro Orander hubiera podido encontrar el camino de regreso ya debería estar aquí. —Las lágrimas le asomaron entre las comisuras de los párpados—. No quería marcharse y, de haber podido, ya habría regresado. Como no lo ha hecho, debo abrir el portal para ir en su ayuda.
—¿Nos enseñarás un poco de magia? —preguntó, esperanzado, Tramp.
La hechicera contempló a los kenders un momento; luego, les regaló una tímida sonrisa.
—Sí, puede que os enseñe toda clase de trucos.
—¡Oh, fantástico! Si vas a enseñarnos cosas mágicas estaré encantada de ayudar —exclamó Ondas, cuyo malhumor acababa de desvanecerse.
Tramp se adelantó y con la ayuda de los demás colocó la mesa en su sitio; luego volvió su atención hacia el pequeño monstruo.
—Saltatrampas —repitió varias veces mientras se señalaba el pecho con el dedo. Al final, la criatura respondió con un gruñido:
—Beglug.
—Beglug —repitió el kender, que tenía intención de establecer un rudimentario proceso de comunicación; pero el extraño ser se alejó fuera de su alcance. Tenía menos de un metro de altura, y pezuñas en lugar de pies. Se acercó a un montón de vidrios rotos y empezó a devorarlos.
—¡Eh, no hagas eso! Te cortarás la boca y las tripas y no te gustará —exclamó Tramp mientras se acercaba y se disponía a quitarle los fragmentos de cristal, pero el ser mostró los dientes y le lanzó un zarpazo con una mano en la que de repente habían aparecido unas garras. El kender se apartó de un salto.
—Mejor, así no tener que barrer —gruñó Grod.
Ni la hechicera ni los enanos dieron importancia al almuerzo del merchesti, que siguió dando buena cuenta de los fragmentos de cristal sin prestar a los demás la más mínima atención. No obstante, los dos kenders lo contemplaron, estupefactos. Entonces, Halmarain bajó de la escalera y cerca del monstruo. El merchesti lanzó un bufido y le mostró las garras.
—Mantenedlo apartado de mí —advirtió la maga—, de lo contrario lo mataré.
—Pero sí no te ha atacado —protestó Tramp—. Seguramente, lo único que quiere es que lo dejes en paz.
—No entiendo por qué no le gustas —se preguntó Ondas mientras veía cómo el ser se iba hacia el rincón donde se había escondido, eructaba, se tumbaba y se quedaba dormido.
—Nos prometiste una buena magia —le recordó Tramp a la aprendiza de Túnica Roja.
—Mira, no tengo tiempo para frivolidades. Debo abrir ese portal como sea.
—Tú lo prometiste —protestó Ondas, airadamente—. Nos dijiste que si lo recogíamos todo nos enseñarías magia. Sin embargo, si no estás dispuesta, siempre podemos volver a tirar los libros al suelo…
Halmarain le lanzó una mirada de disgusto y dejó a un lado el volumen que había estado estudiando.
—Tenéis que darme tiempo para que pueda preparar algo que os pueda interesar —suspiró—, pero no me puedo entretener demasiado, tengo cosas mucho más importantes que hacer.
—Esperaremos —declaró Saltatrampas haciendo una gran concesión, puesto que tener que aguardar era uno de los mayores esfuerzos que se le podía pedir a un kender. La hora que siguió les pareció un mes.
Ondas, que se había sentado cerca del dormido merchesti jugueteaba con un pequeño objeto, y su hermano se acercó para verlo. Se trataba de una pequeña piedra blanquecina que desprendía un débil fulgor cuando se la frotaba.
—Tócala —invitó a su hermano.
—¡Silencio! —gritó Halmarain.
—Tócala —insistió Ondas—. La encontré mientras hacíamos limpieza.
Tramp la acarició con la punta de los dedos y tuvo la impresión de que algo resbaladizo la recubría, sin embargo tenía los dedos completamente secos.
—Me pregunto qué será —dijo en voz lo bastante alta para que sólo su hermana lo oyera. Entonces se le ocurrió una idea tan apasionante que se olvidó de toda discreción.
—¿Crees que es mágica? —preguntó en voz alta.
—¿Qué es mágico? —se interesó de repente Halmarain—. Dejadme ver lo que tenéis ahí.
Ondas se levantó de un salto y fue hacia la hechicera, impaciente porque le explicara qué era aquella extraña piedra.
—La encontré en el suelo y la guardé hasta que tuviera tiempo de echarle un vistazo —declaró al tiempo que se la entregaba—. Es increíble que parezca tan mojada y sin embargo no lo esté. ¿Sabes a qué se debe? Es como el musgo que crece en las rocas de nuestro riachuelo, si lo pisas resbalas. Doley Fuedelante una vez pisó y…
—¡Es una de la piedras del portal! —exclamó la hechicera cuando la tuvo en la mano—. Ahora entiendo por qué Orander no ha regresado: ¡sólo tiene una piedra, le falta la otra!
—Entonces, ¿por qué no abrimos el portal y se la entregamos? —propuso el kender— Cuando regrese podrá…
—Las cosas no son tan fáciles —cortó Halmarain.
La hechicera se inclinó sobre el libro que sostenía, pero el kender no dio la conversación por terminada.
—Las puertas son puertas —afirmó Ondas en un arranque de sentido común—. Mi hermano puede abrirlas todas. Es una de sus especialidades. ¿Por qué no le das una oportunidad? ¿Te acuerdas, Tramp, de aquella puerta de la casa de…?
—¡Claro! La abrí incluso sin la ayuda de Patinazo Fargo.
—Mirad, intentaré explicároslo con pocas palabras, para que lo entendáis —repuso Halmarain haciendo un visible esfuerzo por contener su irritación—. Para comprender lo que es un portal debéis pensar en términos de multiplicidad. ¿Habéis visto cómo es una cebolla y las capas que tiene?
—A mí me gustan las cebollas en el guisado —asintió el kender.
—Pues los planos se superponen unos a otros igual que las capas de una cebolla —prosiguió la maga haciendo omiso de la interrupción—. En cada plano hay muchos mundos, unos son buenos y otros no. Para ir de un plano a otro hay que hacerlo atravesando portales, que son puertas que sólo la magia puede abrir.
—Entonces, ¿no son puertas normales? —preguntó Tramp, sinceramente decepcionado.
—Ya sé que los kenders sois hábiles con las cerraduras; pero me temo que no puedes abrir una puerta que no está ahí —prosiguió la hechicera—. Además, los portales no se pueden crear así como así. Por eso necesito estudiar este libro.
—Aquí no comida —protestó inesperadamente Grod.
—Sí, nosotros marchar a buscar comida —añadió Humf, levantándose y recogiendo su rueda.
—De aquí no se marcha nadie —los interrumpió Halmarain—. Vosotros habéis organizado todo esto y vosotros ayudaréis a dejarlo como estaba.
—¡Pero si nosotros barrer! —adujo el gully, convencido de que había cumplido con su parte.
—No me refiero al desorden. Ahora ya sé qué es esa criatura —dijo señalando al ser que yacía dormido—. Es una cría de merchesti. Bueno quizá no sea una cría, pero en cualquier caso es demasiado joven para cuidar de sí mismo.
—¿Un merchesti? ¿Qué es un merchesti? —preguntó Tramp—. ¿Tiene poderes mágicos?
—Es una criatura del plano de Vesmarg y es como un diablo. Creo que, en efecto, tiene poderes pero éste es demasiado pequeño para saberlos usar. Seguramente por eso me gruñe cada vez que me ve. Debe de notar que yo también tengo poder.
—Pues no parece un diablo —objetó Ondas.
—Pues lo es. Si Alchviem está en lo cierto, los merchesti no son un problema para nosotros. Nuestro mundo es demasiado frío para ellos.
—El viento —apuntó Ondas— ¿Os acordáis del viento que soplaba a través del portal cuando se abrió? Era cálido.
—Y también hacía calor al otro lado —recordó Tramp.
Halmarain volvió a sumergirse en la lectura durante unos instantes.
—Alchviem explica que ha viajado sin problemas por el plano de Vasmarg salvo en una ocasión en la que se encontró con un merchesti adulto acompañado de un cachorro. Según parece se vuelven muy fieros cuando protegen a sus crías. Mientras ése esté por aquí, sus mayores no dejarán de buscarlo en Krynn. Según Alchviem, los merchesti saben usar los portales.
—¿Eso quiere decir que en cualquier momento puede abrir un portal para recuperar a su cría? —preguntó Tramp, que deseaba que el mago regresara para pedirle que lo llevara con él en sus viajes.
—Eso es lo que estoy intentando averiguar —repuso la Túnica Roja, señalando al kender—. Entre tanto, tú te ocuparás de ella. Necesito estudiar más para saber si debemos tomar precauciones.
—Si Orander no puede abrir el portal con una sola piedra, ¿cómo puede hacerlo un merchesti? —inquirió Ondas, siempre alerta ante las contradicciones.
—Se sabe que han entrado en otros planos por sus propios medios —contestó Halmarain—. Pero ni siquiera Alchviem sabe mucho más sobre esas criaturas.
—Dijiste que la madre no sería peligrosa. De hecho, ni siquiera le hizo daño a Tramp…
—No. Lo que dije era que nuestro mundo no le interesaba. Pero si puede abrir un portal y llegar hasta aquí siguiendo a su cría, podría acabar con quien fuera con tal de recuperarla —repuso Halmarain y miró a Tramp—. Además, si no te hizo daño fue porque estaba demasiado preocupada por encontrar al pequeño. Recordad, los merchesti son diablos de un mundo diabólico.
Grod, que había estado paseando por la habitación, contempló a la maga con sus grandes ojos azules y se volvió para contemplar al ser.
—No sé cómo puedes estar tan segura —objetó el kender—, Beglug no parece diabólico, y no ha hecho daño a nadie. Simplemente es pequeño. Si hace algo malo, siempre podemos enseñarle lo que es correcto, ¿no te parece, Ondas?
—Claro que sí. Además, si la madre quiere tanto a su cría, no puede ser tan mala.
—El instinto maternal no convierte a una criatura automáticamente en buena. Todos los seres nacen con el instinto de procrear, y la necesidad de proteger a las crías depende del número de éstas. Las criaturas que ponen cientos o miles de huevos pueden dejarlos a su suerte, pero la que sólo tiene una cría la protegerá fieramente. Es un instinto que no tiene nada que ver con la bondad o la maldad. Y Beglug es una criatura diabólica. Quizá pueda pareceros inofensiva por el momento; pero, si permanece mucho tiempo aquí, lo veréis con vuestros propios ojos.
—Entonces, ¿qué podemos hacer? —preguntó el kender.
—No lo sé —reconoció Halmarain, que estuvo a punto de echarse a llorar pero se contuvo—. No lo sé. Sólo soy aprendiz y no conozco la magia que abre los portales. Ni siquiera teniendo las dos piedras…
—Pero siempre puedes aprenderlo en los libros de tu maestro —la animó Ondas.
—¡Claro! Aunque pequeña, sigues siendo maga —intervino Tramp—. Pensarás en algo, y nosotros te ayudaremos si lo deseas; especialmente si nos enseñas algo de tu magia.
La pequeña humana se enderezó y respiró profundamente. Los rasgos se le endurecieron y se secó las lágrimas del rostro.
—Sí, tendré que intentarlo. Seguiré estudiando los libros en busca de una respuesta. Por el momento mantened a esa bestia lejos de mí y callada, y veré qué solución puedo encontrar.
—¡Vaya! Ya vuelves a dar órdenes a todo el mundo —exclamó Ondas, otra vez molesta.
—No te olvides de que nos prometiste magia —le recordó Tramp.
—¿Tener comida? —preguntó Humf.
—La cocina está a la izquierda, al final del pasillo —le dijo Halmarain a Ondas—. Ocúpate tú. No dejes que esos cerdos merodeen por la despensa o de lo contrario, los demás pasaremos hambre. ¡Ah!, recuerda, no intentes marcharte, todo este sitio está protegido con encantamientos.
—¿Y en qué nos convertiremos si intentamos salir? Sería divertido tener ana apariencia diferente, aunque sólo fuera durante un rato —preguntó el kender.
—No os convertiríais en nada. Simplemente os achicharraríais —sentenció Halmarain antes de volver con sus libros.
Tramp llegó a la conclusión de que aquél no era el final adecuado para un kender, así que despertó al pequeño merchesti y lo guió por el corredor por el que habían entrado, junto a Ondas y los enanos, hasta que llegaron a la amplia cocina. Había un hogar enorme que casi ocupaba toda una pared y grandes estanterías llenas de cacerolas y peroles de todos lo tamaños. En el centro de la habitación, cuatro enormes mesas permitían que allí trabajara un regimiento de cocineros. Todo tenía un tamaño correspondiente a los humanos y, por lo tanto, quedaba demasiado alto para los kenders y los enanos. Había diez taburetes alrededor de las mesas, y más de cincuenta tarros con diferentes especias se alineaban sobre los estantes. Un pequeño fuego ardía en la chimenea. Cuando el merchesti lo vio, lanzó una exclamación de placer y se acurrucó lo más cerca que pudo del calor.
—¡Qué lugar tan enorme! —exclamó Ondas.
—¡Vamos a explorar! —propuso Saltatrampas.
Los dos kenders se acercaron a la despensa por un corredor contiguo en donde unas antorchas se iluminaban a medida que avanzaban. La mayoría de las jarras que encontraron estaban vacías. No obstante, encontraron los ingredientes para preparar una tarta de maíz y tocino frito.
Justo cuando Tramp sacaba el beicon de la sartén, entró Halmarain, enfrascada en la lectura de un libro pero sin dejar de olfatear, como si siguiera el rastro de la comida.
—¿Has averiguado cómo abrir el portal al otro plano? —preguntó el kender, que empezaba a aburrirse en aquellas cavernas.
—Puede que haya dado con una respuesta —contestó la pequeña hechicera—. Déjame leer un poco más y te lo diré.
Ordenó a todo el mundo que se sentara, alzó el libro por encima de la cabeza y lo dejó sobre la mesa, trepó como pudo por un taburete, se sentó y siguió leyendo.
Tramp y Ondas llevaron la comida, platos y cubiertos, pero los gullys partieron la tarta sin miramientos y se la comieron con los sucios dedos. El kender, molesto por la falta de modales de los aghars, intentó buscar un tema de conversación que apagara los sorbos y los ruidos que los enanos hacían al comer; miró a la hechicera y se le ocurrió una pregunta.
—Tú eres enana, ¿a qué raza perteneces, neidar o klar?
Su tío le había dicho que los enanos siempre sospechaban de toda magia que no fuera la de su propia tribu, por lo que Tramp sospechó que Halmarain no pertenecía a los clanes de Hylar. Éstos solían permanecer ocultos en sus profundas cavernas, aunque a veces era posible verlos en la superficie, siempre en alguna importante misión.
—No soy enana —contestó, enfrascada en la lectura— aunque te cueste creerlo, soy humana.
—¿Una humana adulta más baja que nosotros? —se sorprendió Ondas.
—Algunos humanos no crecemos más. Pero no somos muchos, quizás un caso entre cien mil.
—Cocina muy grande —interrumpió Humf.
—Quizá magos tener siempre mucho apetito —sugirió Grod.
Halmarain no les hizo el menor caso, pero el kender también parecía intrigado por las proporciones de aquel lugar y por lo bien equipado que estaba.
—Es un sitio increíble. Me ha gustado explorarlo. ¿Hay más dependencias? —comentó mientras estudiaba el contenido de los recipientes que todavía no había podido abrir.
—No. Antes del Cataclismo, todo esto eran las cocinas y las despensas del castillo —contestó la hechicera—, los terremotos hicieron que los pisos superiores se desplomaran. Seguramente, los supervivientes pensaron que todo lo de aquí abajo había quedado destruido ya que nunca se molestaron en investigarlo.
Tramp tenía un montón de preguntas por hacer, pero los gullys habían dado cuenta de sus raciones y se disponían a servirse de nuevo. Halmarain le lanzó al kender una mirada de advertencia y éste se les adelantó y les llenó los platos; de paso también se sirvió él. El pastel de maíz de Ondas estaba delicioso: era famoso en Hylo.
La hechicera siguió estudiando mientras terminaba la comida. Luego, cerró el libro y se dio cuenta de que Saltatrampas la miraba con expectación.
—Está bien —admitió—, haré algo de magia para vosotros; pero, después, quiero que limpiéis la cocina y vigiléis a los enanos y al merchesti.
La Túnica Roja cogió un puñado de cristales de sal, contó doce y los esparció por la mesa; agitó las manos y pronunció un encantamiento. Los granos se hincharon, se partieron y de su interior salieron unas relucientes figuritas de aspecto humano hechas de sal que se pusieron a bailar.
Los kenders aplaudieron, entusiasmados, y los enanos sonrieron de oreja a oreja. Intentaron atrapar a las figuras, pero las atravesaron con los sucios dedos sin más consecuencias. Los hombrecitos de sal siguieron bailando un rato, hasta que desaparecieron.
—Ahora recordad lo que me habéis prometido —dijo Halmarain, dándose la vuelta y regresando al laboratorio.
Los kenders acabaron de limpiar mientras los gullys y el merchesti terminaban con la comida. Luego, los enanos se tumbaron en el suelo y Tramp avivó el fuego para que Beglug pudiera calentarse. Finalmente, los dos kenders se envolvieron en sus mantas y se tumbaron en las mesas para dormir.
Al día siguiente, Halmarain siguió con sus libros y, después de prometerles que les haría nuevos trucos de magia una vez que hubiera descubierto los secretos del portal, dejó que los kenders se entretuvieran por su cuenta. Tramp y Ondas mataron el tiempo intercambiando los contenidos de sus respectivos morrales y explorando los corredores y las cavernas subterráneas hasta que descubrieron un cofre escondido bajo la cama de Orander.
No pensaron que, de la misma manera que el mago había asegurado las entradas de su guarida con un encantamiento, también podía haber hecho lo mismo con sus pertenencias. La cerradura fue un juego de niños para Tramp, pero el conjuro le quemó las cejas y le chamuscó la ropa. Si no se hubiera apartado a tiempo, la bola de fuego habría acabado con él. Halmarain, que trabajaba en el laboratorio a puerta cerrada, no se enteró de la explosión.
Los dos kenders pasaron el resto de la tarde extasiándose con el contenido del arca. Encontraron bolsitas llenas de polvos misteriosos, dos extraños cuchillos y tres anillos. Cuando hubieron acabado, Tramp cerró el cofre y lo devolvió a su sitio para que nadie pudiera robarlo. A ninguno de los dos pareció importarle que estuviera considerablemente más vacío que cuando lo encontraron ni que faltaran varios frascos, uno de los cuchillos o los tres anillos.
Más tarde, los dos hermanos volvieron a intercambiar posesiones y Saltatrampas se quedó mirando la daga que Ondas le dio.
—Mira, es como la que Orander tenía en el arcón —comentó, enfundándola de nuevo.
—Sí. Cuando vuelva podéis compararlas. Si la suya es mágica, puede que ésta también lo sea. ¡Sería estupendo tener una daga con poderes!
Los gullys pasaron el día convirtiendo aquel sitio en «Este Sitio». Hallaron una cámara medio derruida y se la adjudicaron. Luego, cogieron un bloque de piedra y lo tallaron hasta que se partió en dos mitades y declararon que aquello eran sus camas. A continuación se pusieron a rebuscar cosas con las que amueblar su nuevo hogar.
Entre tanto, el merchesti, que parecía capaz de tragarse cualquier cosa, demostró una clara predilección por la madera y devoró una de las mesas y medio taburete.
Esa noche, Ondas preparó otro de sus pasteles de maíz y Halmarain se reunió con ellos en la cocina. No dejó de leer mientras comía, pero en un momento dado lanzó una exclamación, como si le doliera el estómago.
—No puede ser culpa de la tarta —dijo Ondas, mirando a su hermano.
—No, no es la comida —explicó la hechicera—. Se trata de que acabo de dar con la respuesta y no es la que deseaba que fuera. No lo es en absoluto. Por lo menos ahora ya sabemos lo que tenemos que hacer para devolver esta criatura a su mundo y rescatar a Orander, suponiendo que todavía siga con vida.