Cuando el enano se puso a gritar, Ondas se encontraba medio erguida. Se dio la vuelta para averiguar dónde estaba el ladrón al tiempo que recuperaba el sombrero. No se había dado cuenta de que el tendero la miraba y la señalaba acusadoramente, aunque Tramp, sí.
—¡Eso no es muy amable por su parte! —protestó el kender, mirando al enano—. Ella sólo lo está ayudando.
El mercader agitó el puño y salió de su tenderete en pos de Ondas, empujando a Tramp a su paso. Pero el kender reaccionó rápidamente y, manejando la jupak con la mano izquierda, clavó el extremo puntiagudo del arma entre los pies del enano y con la otra mano empujó a su hermana fuera del alcance del tendero. El enano tropezó y se estrelló contra el suelo, no sin proferir un juramento.
Ondas no se había repuesto de la sorpresa, y tenía todavía las joyas en la mano, cuando el corpulento humano se puso a dar gritos también.
—¡Los kenders roban a la gente honrada! —aulló, mientras le quitaba a Ondas los brazaletes y el collar—. ¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Llamad a la guardia!
Saltatrampas, que vio cómo el individuo se guardaba las joyas en un bolsillo de sus ropajes mientras seguía pidiendo auxilio, también se puso a gritar.
—¡Mentiroso! ¡Yo he visto cómo te los metías en la bolsa! ¡Tú eres el ladrón!
El kender no conocía demasiado bien a los humanos, pero estaba seguro de que creerían antes a un rico ciudadano que a una criatura como él. Sólo tenían dos opciones: huir a toda prisa o dar con sus huesos en una lúgubre mazmorra; así que empujó a su hermana a través del hueco que había entre el puesto del joyero y el de su vecino, un calderero.
A Ondas, todo aquello la había cogido desprevenida, pero pronto reaccionó y demostró que su astucia estaba a la altura de la Tramp. Cuando el vendedor de cacharros intentó atraparla, ella lo golpeó con la whippik y se deslizó por un hueco mientras su hermano la seguía, pisándole los talones. El calderero resbaló y cayó sobre su mostrador, lanzando ollas y peroles que rodaron bajo los pies de los dos hombres que encabezaban la persecución.
Los dos kenders se escabulleron por detrás de los tenderetes, entre montones de sacos y fardos y, mientras corrían, desprendieron las armas de sus mochilas y se las echaron a la espalda. Tras ellos resonaban los gritos de «¡Ladrones kenders!». Llegaron a otra zona del mercado, pero el grito de alarma ya se había extendido hasta allí. No habían dado apenas dos pasos cuando un hombre barbudo y corpulento agarró a Tramp del brazo; pero tuvo que soltar su presa cuando Ondas lo golpeó en el estómago con su whippik.
Se libraron como pudieron de las manos que pretendían prenderlos y mantuvieron a sus perseguidores a una prudente distancia con sus armas. Entonces, Tramp vio que una oscura callejuela se abría al final del mercado y se precipitó hacia ella acompañado de su hermana. Allí, por lo menos no los acosarían desde los flancos, aunque todavía tenían tras ellos a un iracundo grupo de perseguidores. Corrieron por la calle, giraron al azar por otra y entraron en un pasadizo cuya salida, estaba bloqueada por una desvencijada valla de madera.
Tramp sintió que sus esperanzas de escapar se desvanecían. Afortunadamente, se percató de que había una pequeña abertura entre la valla y la pared de la izquierda. Ondas también la vio y se lanzó por ella seguida de su hermano. No tardaron en escuchar los gritos de sus perseguidores que, llevados por el impulso, se estrellaron contra los tablones y los derribaron, cayendo en un tumulto de cuerpos y extremidades.
El kender oyó perfectamente los juramentos y las exclamaciones de dolor. Aceleró el paso y, un poco más adelante vio dos pares de ojos que los contemplaban en la penumbra. No había pensado que el pasadizo pudiera estar lo bastante oscuro para ocultar a nadie, y al acercarse se dio cuenta de que había dos enanos gullys de aspecto tan sucio que se habían confundido con la pared en la que se apoyaban. Uno de ellos iba empujando una rueda en dirección contraria, pero cuando oyó el barullo dio media vuelta y echo a correr por delante del kender, seguido de su compañero.
El aghar que empujaba la rueda era más alto y tenía el cabello oscuro, mientras que el otro, más pequeño, delgado y rubio, trotaba tras él. Se habían dado la vuelta tan deprisa que Saltatrampas no había tenido tiempo de verles la cara; pero, incluso en aquella semioscuridad, pudo apreciar por las arrugas del rostro que el primero era el mayor.
Los dos enanos corrían un par de pasos por delante de los kenders cuando llegaron a lo que a Tramp le pareció otro callejón sin salida. No obstante, los gullys doblaron por un recodo y siguieron corriendo. Tras ellos volvieron a sonar con fuerza los pasos y los gritos de sus perseguidores, así que Ondas y su hermano no tuvieron más remedio que seguir a los enanos, confiando en que los conducirían a alguna parte.
Se internaron por pasillos cada vez más estrechos y oscuros hasta que, finalmente, creyeron que habían llegado al final de su escapada. Sin embargo, los enanos rodearon un montón de desechos y desaparecieron de la vista. Los kenders no tuvieron más remedio que confiar en el instinto de supervivencia de aquellos aghars —de hecho se decía que aquel instinto era el único que aquellos seres poseían— y los siguieron. Ondas fue la primera en hacerlo.
Tramp oyó el grito de sorpresa de su hermana, fue tras ella rápidamente, tropezó con una piedra que bien podría haber sido el umbral de una puerta y cayó hacia la oscuridad por una larga e inclinada rampa. Al final se detuvo cuando se golpeó contra algo lleno de pelo. Había encontrado a Ondas.
Notó que algo debajo de su pierna se movía y se quejaba; lo palpó y por el tacto y el olor dedujo que se trataba de uno de los gullys. Tramp intentó levantarse, pero tenía el tobillo trabado entre los radios de la rueda del aghar. Por encima de sus cabezas oyeron claramente las voces de sus perseguidores.
—No os preocupéis —dijo alguien—. Nunca podrán salir de ahí abajo. Están acabados.
Los cuatro fugitivos se quedaron muy quietos hasta que el sonido de los pasos que se alejaban desapareció por completo. Luego, tras unos cuantos intentos de desenredarse unos de otros, que acabaron con unos cuantos golpes y magulladuras, consiguieron ponerse en pie.
—¿Qué pasar? —preguntó uno de los gullys.
—Nosotros huir —respondió el otro.
—¿De qué?
—Yo no saber.
—¿Tu querer antorcha?
—¿Por qué? No tener llama.
—Yo llevo unas yescas —intervino Tramp.
—¿Quién decir eso? —exclamó uno de los enanos.
—Ser kender, creo —repuso el otro aghar—, yo nunca ver kender antes.
—Si tú tienes una antorcha, yo la puedo encender. Así podrás ver un kender con tus propios ojos —sugirió Tramp.
—Incluso podréis ver dos —añadió Ondas—. Aunque no comprendo cómo es posible que no hayáis visto nunca a nadie de nuestra raza.
Tras considerables e infructuosos intentos, lograron que prendiera lo que descubrieron que era un sucio y roto mango de escoba al que alguien había anudado unos trapos. Con la luz de la improvisada antorcha alumbraron otra, y los cuatro se quedaron quietos, inspeccionándose mutuamente.
Saltatrampas llegó a la conclusión de que había estado en lo cierto: el enano más alto y arrugado era el mayor y tenía el rostro y los oscuros cabellos muy sucios; por su parte, el joven no tenía arrugas, pero tampoco estaba más limpio; a pesar de la mugre que lo cubría, Tramp estaba seguro de que era casi rubio. Ambos vestían con andrajos de lo que antes habían sido ropas humanas y llevaban las perneras descuidadamente arremangadas.
Cuando terminó con sus compañeros, el kender empezó a estudiar el lugar donde se encontraban. Parecía un corredor con las paredes de roca y el techo abovedado. Cerca de donde se encontraba, vio el hueco donde el gully había encontrado la antorcha.
Ondas parpadeó y se dirigió a la rampa que los había conducido hasta aquella profundidad, a más de treinta metros por debajo de la superficie. Intentó trepar por ella un par de veces, pero estaba resbaladiza, y sus esfuerzos fueron en vano; además era lo bastante ancha para que no pudieran encaramarse apoyándose contra las paredes.
—¡Recórcholis! Tendremos que buscar otra manera de salir de este lugar —exclamó.
—Yo poder decir —dijo uno de los aghars.
—Yo también —contestó el otro.
A Tramp empezaba a irritarlo el que los gullys hablaran entre ellos como si ni él ni Ondas existieran.
—¡Hola, hola! Escuchad, yo me llamo Saltatrampas Fargo, y ella es mi hermana Ondas.
—Él llamarse Saltatrampas —repitió estúpidamente el enano.
—Ella, Ondas. Ondas ser bonita —contestó su compañero.
—Muchas gracias, sois muy educados —comentó la aludida—. ¿Cómo os llamáis?
—Yo ser Humf Aglest, gran jefe de clan Aglest —contestó el mayor, haciendo un esfuerzo por parecer más alto.
—¿Tienes un clan?, ¿gente que pueda ayudarnos? Quizá podrían lanzarnos una cuerda y ayudarnos a salir de aquí.
—Sí, eso es una buena idea —se apresuró a añadir Tramp.
—No. Clan aquí entero —explicó Humf señalando a su amigo—. Él ser hermano Grod Aglest, todo clan.
El kender miró a los enanos y, luego, los extremos del corredor.
—¿Hacia dónde? —preguntó.
Inmediatamente, los dos aghars señalaron en direcciones opuestas, se miraron y volvieron a señalar en la dirección contraria. Finalmente, Tramp optó por la izquierda. Ondas se puso a su lado, y los gullys los siguieron mientras Humf seguía empujando su rueda.
—Kender listo. Yo señalar este camino —declaró.
—Yo también las dos cosas —respondió Grod.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Ondas.
—Esto no ser Este Lugar. Nosotros no vivir aquí —repuso Humf.
—Eso ya me lo imaginaba. Lo que quiero saber es si conocéis el sitio.
—Yo no distinguir Este Sitio de otros sitios —masculló Humf.
—¿Entiendes algo de lo que dicen? —preguntó la kender en voz baja a su hermano para que no la oyeran los aghars.
—No sabría decirte. Comprendo algunas de las palabras, pero las utilizan mal.
—Kender hablar mucho pero no entender nada —gruñó Humf tras ellos.
—Tú vigilar a él, y yo vigilar a ella —propuso Grod al tiempo que intentaba tocarle la trenza a Ondas, pero la kender se apartó.
A medida que caminaban por el corredor fueron recogiendo las antorchas que encontraron en buen estado y Saltatrampas se las fue pasando a los enanos para que lo ayudaran a llevarlas. Al cabo de media hora de camino, llegaron a unos escalones que ascendían unos diez metros y en cuyo final había una puerta cerrada con un gran candado.
Los enanos subieron tras los kenders, pero tuvieron problemas para llevar la rueda con ellos.
—¿Por qué hacéis rodar eso todo el rato? —preguntó Tramp—. Está rota y le faltan unos cuantos radios. No os puede ser de utilidad.
—Rueda mágica —contestó Humf—. Clan Aglest mágico.
—¿De verdad? ¡No me digas! —exclamó Tramp, súbitamente interesado— ¿Cómo puede ser mágica una simple rueda?
—Rueda pertenecer a antepasado. Ser lo que quedar del gran carro que llevar a clan a Este Sitio. ¡Gran magia la de antepasado!
—Nunca he oído nada semejante —admitió el kender que, no obstante, estaba deseoso de comprobar los poderes del objeto.
—Sí, tú ignorante. Tu no saber Este Sitio, no saber magia, no saber nada —gruñó Grod.
—¡No seas maleducado! —le espetó Saltatrampas lanzándole una mirada furiosa.
Mientras Ondas sujetaba la tea, Tramp sacó de la bolsa un juego de ganzúas que su padre le había regalado antes de que se marcharan y empezó a hurgar con ellas en la cerradura. Al cabo de unos cuantos intentos, el candado cedió, y la puerta se abrió con un chirrido mientras caía del dintel un puñado de polvo. Resultaba evidente que nadie la había abierto desde hacía mucho.
Al otro lado había otro corredor, pero éste estaba limpio y debidamente iluminado y ventilado. En la distancia, oyeron unas voces.
Ondas apagó la antorcha, y los cuatro aventureros se internaron por el desconocido pasillo con todo el sigilo del que fueron capaces teniendo en cuenta que Humf seguía empujando la rueda de carro. Cuando llegaron al final vieron que la puerta que cerraba la entrada estaba entreabierta y oyeron las voces con mayor claridad. Tramp se adelantó para echar un vistazo a través de la rendija y contempló el interior de la estancia más grande que había visto en su vida.
Grandes hileras de libros encuadernados en rojo cubrían las paredes del otro extremo y, aquí y allá, se amontonaban volúmenes abiertos y grandes vasijas de cristal que contenían los objetos más diversos y desconocidos. Viejas alfombras se solapaban en el suelo de piedra y, en el centro, cuatro grandes mesas aparecían cubiertas de pergaminos, frascos y grandes libros abiertos sobre sus respectivos atriles.
Un hombre vestido con una túnica roja se hallaba en un lado de la estancia. Estaba muy quieto y tenía los brazos pegados al cuerpo, de manera que las palmas de sus manos, abiertas a la altura de los hombros, miraban hacia arriba. De cada una surgía un resplandor, y el hombre murmuraba algo, como una sola nota, grave y sostenida. A medida que el murmullo progresaba, un arco de luz brotó de cada mano y se elevó sobre su cabeza.
A su lado se encontraba lo que a Tramp le pareció una chiquilla, vestida igualmente de rojo. La pequeña figura interpretaba constantemente unas notas con un laúd, las mismas que murmuraba el hombre. La melodía enseguida aburrió al joven kender, que llegó a la conclusión de que aquellos dos humanos harían bien en ampliar sus conocimientos musicales.
—Eso que interpretáis es muy monótono —dijo en voz alta desde el otro extremo de la habitación—. Si lo deseáis puedo enseñaros algunas canciones…
Las palabras del kender sólo pretendían ayudar, pero asustaron a la pequeña figura del laúd, que se sobresaltó y produjo una nota desafinada y discordante. En ese instante, la entonación del hombre cambió del mismo modo que la del instrumento, el arco de luz se esfumó y una gran negrura se abrió a su alrededor. El Túnica Roja dio un grito y retrocedió un paso mientras del negro agujero brotaba un ardiente vendaval que le azotó el rostro.
Las antorchas se apagaron y una multitud de objetos, invisibles en la repentina oscuridad, danzaron por la sala impulsados por el viento. Un pedazo de tela se estrelló en el rostro de Tramp y, a continuación, algo pesado lo golpeó en el hombro.
—¡Orander! —gritó una voz traspasada por el miedo.
—Halmarain, apártate del portal —respondió una voz masculina.
—¿Un portal? ¿Qué es un portal? ¿Se trata de un lugar interesante? —preguntó el kender.
Nadie le respondió, pero pudo oír claramente un grito y un gemido. Entonces, la estancia se llenó con un rugido totalmente ajeno al vendaval. Por encima de los tronidos percibió un débil lamento que tanto podría haber sido humano o kender, y se preguntó si su hermana habría entrado en la estancia.
Escuchó el crujido de la madera al romperse y el ruido sordo de los muebles cuando chocan contra el suelo y, de repente, una enorme garra lo apresó y lo arrastró a través de una puerta invisible hasta el mismo centro del huracán.