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Cuando mi tío Saltatrampas emprendió la que sería su primera gran aventura, lo hizo acompañado de su hermana Ondas. Estaban aproximándose a Lytburg y descubrieron que un grupo de soldados los espiaba…

—¡Kenders! —gritó un soldado, señalando a Saltatrampas y a Ondas Fargo, que acababan de aparecer tras un recodo del camino.

El aviso puso en guardia al pelotón, que se había tumbado a descansar bajo la sombra de los árboles. Los hombres dejaron a un lado las cantimploras y las provisiones, empuñaron sus armas y corrieron hacia los caballos.

—¡Eh, mira, parece que se alegran de vernos! —exclamó Tramp, pues así era como lo llamaban los suyos, al ver a los soldados que corrían en todas direcciones.

—Seguro que los de Lytburg son gente amistosa —contestó su hermana mientras saludaba con una mano y con la otra se sacudía el polvo del camino y comprobaba que tuviera el copete en su sitio. Luego, añadió—: Ya te dije que habría sido mejor que nos hubiéramos aseado y lavado en un riachuelo. Es lo mínimo que podríamos hacer con la gente que se alegra de vernos. Estoy contenta de que los hayamos encontrado, llevábamos mucho tiempo sin hablar con nadie. Además, mira, están comiendo. ¿Crees que querrán compartir sus alimentos con nosotros?

La tropa parecía ciertamente nerviosa. El primero que alcanzó el caballo era sin duda el jefe, pues llevaba un casco muy reluciente y vestía una espléndida cota de malla, mientras que el resto sólo vestía corazas de cuero. El oficial dio un tirón a las riendas antes de tener los dos pies en los estribos, y su montura brincó hacia un lado haciéndole perder momentáneamente el equilibrio. En medio del barullo de los hombres que corrían en todas direcciones y de la confusión del resto de los caballos, el animal se asustó y acabó bloqueando el paso a los demás jinetes.

Tramp y Ondas contemplaron la caótica escena, entusiasmados. La montura del cabecilla no dejaba de brincar, y la armadura del jinete brillaba con los reflejos del sol. Los dos kenders estaban tan concentrados en aquel espectáculo que no se percataron de que un grupo de arqueros había tomado posiciones entre la maleza hasta que una flecha pasó silbando entre sus cabezas.

—¡Eh, esto no es una demostración amistosa! —exclamó Ondas, sobresaltada.

—¡Han cometido un error! —repuso Tramp.

Ninguna de las dos criaturas había hecho nada para incurrir en las iras de la patrulla, pero los soldados parecían demasiado concentrados en dispararles para atender a explicaciones razonables. Tramp cogió del brazo a su hermana y se apartaron justo a tiempo, antes de que una lluvia de saetas surgiera de la espesura. Sabía que en el camino eran un blanco fácil, así que se internaron a toda velocidad en el bosque y se echaron al suelo en busca de protección. Las flechas arreciaban y, de repente, el kender notó el sordo impacto de una de ellas en la espalda. No sintió dolor, así que palpó en busca de la herida, extrañado.

—No te preocupes —le explicó su hermana—, se ha clavado en tu petate.

A sus espaldas podían escuchar claramente los gritos de los soldados, el sonido de pasos que corrían y el chasquido de las ramas la romperse. Una nueva andanada se abatió sobre los kenders, pero los proyectiles se clavaron en los troncos de los árboles o rebotaron inofensivamente en el suelo.

—¡Arriba! —exclamó Tramp al ver un enorme roble y se refugiaron tras él.

Rápidamente, Ondas enlazó las manos y formó un estribo al tiempo que doblaba las rodillas y arqueaba la espalda. El kender se encaramó sobre su hermana y se impulsó hacia lo alto al tiempo que ella lo alzaba con todas sus fuerzas. Tramp asió la rama más baja con las manos, se aferró a ella con las piernas y, boca abajo, alargó el brazo para izar a Ondas. Ella saltó ágilmente y se agarró a su hermano. Al cabo de unos segundos, ambos habían trepado hasta las ramas más altas. Desde allí contemplaron a los soldados que registraban la maleza, hasta que los perdieron de vista.

Luego, descendieron y se abrieron paso por la espesura hasta que llegaron al camino. Entonces, lo cruzaron y se internaron en el otro lado del bosque, en dirección sur. Siguieron caminando por la orilla de un riachuelo, llegaron hasta un remanso formado por una presa de castores y se sentaron a descansar sobre un tronco, con gran disgusto del roedor que acababa de cortarlo.

—No lo entiendo —comentó Ondas, haciendo un gesto de incredulidad con la cabeza—, no tenían motivos para mostrarse tan agresivos.

—Está claro que no nos aprecian. Recuerda que gritaron «¡Kenders!» —le recordó su hermano—. Puede que nos odien…

—¡Eso es imposible! —interrumpió Ondas que, como todos los kenders, estaba orgullosa de pertenecer a la raza más amistosa de cuantas habitaban en Krynn. Hizo una pausa y añadió—: ¿Acaso crees que pueden existir kenders delincuentes?

Ninguno de los dos había considerado nunca algo semejante; aunque en ocasiones habían oído rumores que acusaban a los kenders de «robar».

Tramp y Ondas sabían que las otras razas civilizadas de Krynn opinaban de ellos que eran todos unos ladrones; y, aunque la reputación de los kenders estaba plenamente justificada, era falsa: ellos no eran ladrones, simplemente «manejaban» las cosas empujados por una insaciable curiosidad, la misma curiosidad que los llevaba a interesarse por cualquier objeto y a dejarlo a un lado en beneficio de otro, mientras se metían el primero distraídamente en sus bolsas. Aquella conducta tenía su origen en el irrefrenable deseo de tener siempre en las manos algo nuevo; por eso, con mucha frecuencia terminaban con los morrales llenos de objetos que nunca recordaban que habían comprado. En una ciudad kender, una piedra de colores, un pedazo de cristal, un cuchillo, un pañuelo o cualquier otra cosa podían pasar por centenares de dueños diferentes en menos de una semana. Fuera de sus territorios, en cambio, siempre tenían a punto una excusa que explicaba sus inexplicables posesiones: «Lo guardaba para ti», «oh, debe de haberse caído en mi bolsa» o «me lo has dado por error». Ésas eran las frases con las que se disculpaban más frecuentemente ante los que eran incapaces de entender que «manejar» formaba parte de la esencia del carácter kender; un carácter que, por otra parte, nunca les impedía devolver los objetos a sus dueños si éstos los reclamaban con suficiente insistencia.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Ondas con aire decepcionado—. Tenía tantas ganas de ver la ciudad…

Tramp comprendía perfectamente los sentimientos de su hermana. Ellos habían nacido y crecido en Patarriba, una pequeña aldea de las montañas Hylo; cuando llegaron a la edad adulta, sintieron, como el resto de su familia, la necesidad de ver mundo, así que partieron a descubrirlo. En aquellos momentos, todavía les faltaba por ver una ciudad de humanos y enanos.

Su tatarabuelo había viajado hacia el este, desde Patarriba, en dirección a Solamnia y había llegado a Kaolyn y Abanasinia. Tras el Cataclismo, la orografía cambió, y un mar sin nombre separó el norte de Ergoth y las Hylo de sus vecinos de Solamnia.

Tramp y Ondas habían embarcado en Hylo con la intención de cruzar el canal que los separaba de Solamnia, pero una inesperada tormenta desvió el navío hacia el sur. El viento obligó a la tripulación a hacer un montón de acrobacias por los mástiles para reducir el trapo. Aquello fue todo un espectáculo para los dos kenders, pero éstos no tardaron en aburrirse tan pronto como amainó la tormenta, así que pidieron al capitán que los desembarcase lo antes posible. El oficial lo hizo sin tardanza y experimentó un gran alivio cuando se deshizo de su compañía. Le habían desaparecido su cuchillo favorito, un tintero de plata y unas cuantas cartas náuticas. Los depositó sin miramientos en una playa desierta.

Allí, los dos hermanos sólo tenían tres posibilidades: podían ir hacia el norte o el sur, sin saber qué distancia los separaba de los puertos conocidos; o bien podían ir tierra adentro. Se hallaban en la costa oeste del continente, lo que significaba que las ciudades más importantes estaban al este. Al final, optaron por la tercera opción y, dos días después, encontraron un sendero que iba en dirección nordeste. Llegaron a la conclusión de que los conduciría a la ciudad, y lo siguieron hasta que se toparon con la patrulla.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Ondas, repentinamente alegre—. ¿Y si nos cambiamos de ropa para que los soldados no nos reconozcan? Mira, podemos ponernos esto —dijo sacando de su morral un par de sombreros de ala ancha muy arrugados.

—Estás decidida a tomar un baño o a cambiarte de ropa, ¿eh? —dijo Tramp entre risas, aunque estaba de acuerdo.

Habían tardado seis días en llegar a aquel punto desde la playa, seis días durante los cuales habían hecho frecuentes paradas para interesarse por la flora, la fauna y todas las cosas desconocidas que les llamaban la atención. El tiempo había sido caluroso, y tenían la piel pegajosa a causa del polvo y el sudor.

Hora y media más tarde, Tramp estaba inclinado con la cabeza entre las piernas mientras su hermana le recogía el largo y abundante pelo castaño que acababa de lavarle y secarle. Ondas le hizo una cola de caballo y se la anudó en la coronilla de un pequeño tirón. Era costumbre entre los kenders que usaran anillas, lazos o pasadores para sujetarse el cabello; y aunque algunos se lo cortaban para evitarse las molestias, los Fargo eran fieles a la costumbre de llevarlo largo y atado. Cuando Tramp se incorporó, el mechón resultante apenas le cubría el cogote.

A continuación, le llegó el turno a su hermana. Ondas se hizo una larga trenza con sus rubios cabellos y dejó que le cayera por la espalda; pero se lo pensó mejor y decidió ocultarla, así que se la recogió en la copa del sombrero y se encajó éste de manera que le ocultara el arreglo y las puntiagudas orejas.

Los dos gorros habían sido un regalo de despedida de su tío Patinazo Fargo, que también les había dado precisas instrucciones de cómo usarlos. Siguiendo su consejo, Tramp lió el hatillo al extremo horquillado de la jupak y Ondas hizo otro tanto con su whippik. Cuando estuvieron listos, Tramp examinó el resultado y sacudió la cabeza.

—¡Caramba! No parecemos los mismos —exclamó.

Y era cierto: con los cabellos y las orejas ocultos por los gorros y con sus armas envueltas en sus pertenencias, parecían jóvenes y delgados humanos.

—Yo diría que es exactamente lo que el tío Patinazo tenía en mente —aseguró Ondas.

—Sí, pero no puedo imaginarme por qué —murmuró Tramp, muy serio. Entonces se le ocurrió una idea y sonrió—. Ya lo tengo. Puede que a los humanos les guste que los kenders se les parezcan.

—Claro, lo hacemos para parecer amistosos. Eso me gusta —afirmó su hermana, haciendo un gesto con la cabeza—. Acuérdate de lo que nuestro padre decía.

Se levantó y dio unos pasos, pero una rama cercana estuvo a punto de arrancarle el sombrero. Se agachó, para dejar la whippik y ponerse el gorro en su sitio, y descubrió una pequeña e interesante flor en la que no había reparado. Era una bola rosada con un tallo corto.

—¿Qué dijo nuestro padre? —preguntó Saltatrampas que había estado pendiente de unos ruidos en la maleza que sugerían la presencia de un animal escondido.

—Es muy bonita.

—¿Padre dijo que tu gorra era muy bonita?

Ondas miró a su hermano.

—¿Tu crees que la vio alguna vez?

Las dos criaturas intercambiaron una sonrisa, se echaron las armas y los hatillos a la espalda y reemprendieron el camino. Su conversación estuvo plagada de anécdotas y digresiones. El humano que hubiera intentado seguirla se habría perdido irremisiblemente. No obstante, los kenders, a diferencia de los humanos, rara vez deseaban tener razón o llegar a una conclusión, razón por la que sus conversaciones siempre los dejaban plenamente satisfechos.

—Espero… Espero que los soldados ya no estén furiosos con nosotros —comentó Ondas.

—Cometieron un error y, cuando se den cuenta, se arrepentirán —aseguró Tramp—. No deberíamos reprochárselo, puede pasarle a cualquiera. Estoy seguro de que se disculparán. No obstante, creo que es mejor que no salgamos del bosque durante un buen rato.

La ruta a través de la espesura les pareció mucho más agradable que el polvoriento camino. La primavera estaba adelantada, y se encontraban a principios de Campoflorido, según la lengua kender, también conocido como Flergreen, en solámnico. Las ramas de los árboles estaban pobladas de hojas; el día era cálido y los insectos zumbaban por todas partes.

La arboleda se extendía hacia el este casi cuatro kilómetros más, así que cuando salieron de nuevo al camino no vieron ni rastro de la patrulla, de forma que caminaron hasta que llegaron a los alrededores de la ciudad amurallada.

En la carta náutica que había pertenecido al capitán y que entonces apareció como por arte de magia en las manos de Saltatrampas, la ciudad aparecía señalada con el nombre de Lytburg.

—¿Qué te parece? —le preguntó a su hermana.

Por encima de las defensas exteriores, por las que asomaban todo tipo de armas, se veían las torres del alcázar, situadas en el centro de la fortificación.

—Es como si esperaran problemas. Interesante —comentó Ondas, indiferente a la posibilidad de tener que enfrentarse al peligro.

«Interesante» era el grito de batalla de los kenders, que antes preferían desafiar a la muerte que enfrentarse al aburrimiento. Siguieron adelante.

Cuando estuvieron más cerca de las defensas de la ciudad, se dieron cuenta de que una profunda trinchera recorría las murallas y que el foso estaba lleno de troncos afilados que apuntaban al cielo. Las puntas aparecían ennegrecidas, como si hubieran sido endurecidas con fuego, mientras que, bajo la corteza, el resto de la madera estaba blanca, señal inequívoca de que aquellas picas eran recientes.

Un único y recio puente de piedra conducía hasta las puertas de la ciudad y en él se apretaban, en ordenadas filas, los carros de los campesinos que aguardaban a que la guardia inspeccionase las mercancías. Las armas de los soldados relucían bajo el sol mientras se movían entre los vehículos e interrogaban a sus propietarios.

—Los soldados parecen muy ocupados —comentó Ondas a medida que se acercaban al puente.

—Tienen un trabajo importante que hacer —aseguró Tramp—. Será mejor que no los distraigamos.

Delante de ellos, un centinela ordenó al conductor de un cargamento de heno que se apartara, pero las mulas no obedecieron al látigo y siguieron avanzando. Cuando el carro finalmente se detuvo, el soldado agarró al campesino por el brazo y lo bajó a la fuerza del asiento.

Los dos kenders estaban a punto de sortear el cargamento y cruzar el puente cuando una patrulla salió de la ciudad y cruzó las puertas en dirección al puente. El oficial que la encabezaba gritó a los centinelas y a los campesinos que abrieran paso mientras azuzaba a su montura. Tras él, marchando en fila de a dos, los soldados apartaron a un lado a centinelas y granjeros por igual.

Tramp y Ondas se deslizaron tras el último carromato y se subieron al pretil para que no los pisotearan. El parapeto había sido construido de manera que pareciera el filo de un cuchillo, pero el uso había desgastado las piedras y el borde había quedado romo. Los dos hermanos, como diestros equilibristas kenders, se pusieron a caminar por él.

—Por aquí podemos llegar fácilmente a la entrada —propuso Tramp, encabezando la marcha—. Los soldados nos agradecerán que no los molestemos, así no estorbaremos el paso de los soldados o de los carros.

De este modo, las dos criaturas entraron en la ciudad sin que nadie reparara en ellos y se adentraron en las bulliciosas callejuelas. A su alrededor, un gentío compuesto principalmente de humanos y enanos se apresuraba hacia sus quehaceres. También vieron algún que otro elfo, pero no se cruzaron con ningún miembro de su propia raza.

Los bajos edificios de madera proyectaban sombras en el suelo, y un olor rancio se mezclaba con el de los cuerpos de la gente que iba de un lado a otro. En cualquier caso, dada su corta estatura, la visión de los kenders era muy limitada y por eso no pudieron ver lo que tenían delante hasta que se abrió una brecha entre el gentío; entonces vieron una gran plaza y vieron multitud de tenderetes multicolores.

—¡Vaya!, hoy debe ser Díadesombra —dijo alegremente Ondas.

—Aquí lo llaman «Bracha» —le recordó Tramp.

En cualquier caso, lo llamaran en kender o en solámnico, aquel día era el séptimo de la semana y cuando había mercado.

Los dos hermanos apresuraron el paso y enseguida entraron en el recinto, donde se detuvieron a contemplar los puestos de venta con sus numerosas y variadas mercancías. Allí parecía que se vendiera todo lo imaginable: caballos, cerdos, pieles, hortalizas, picos y azadas, carretillas, sedas, terciopelos y cuero…

Granjeros toscamente vestidos negociaban con elegantes mercaderes y se entremezclaban con hombres y mujeres que curioseaban, regateaban y compraban, mientras los vendedores ambulantes voceaban sus productos y los mostraban al público en bandejas que llevaban colgadas del cuello.

Los dos kenders siguieron caminando y llegaron hasta el puesto de un panadero donde descubrieron un pequeño horno portátil que podía desmontarse en cuestión de segundos. Tramp se detuvo para examinarlo y se preguntó si sería obra de algún enano especialmente habilidoso. Entre tanto, Ondas siguió recorriendo los tenderetes.

El kender cogió una hogaza de pan y estaba comprobando que fuera de su gusto cuando un griterío estalló a poca distancia de donde se encontraba. Impulsado por su natural curiosidad, se acercó al lugar para comprobar si la cosa terminaba en pelea. No lejos de allí, dos hombres pugnaban y vociferaban por un cerdo. Entonces, el vendedor decidió que el animal era demasiado barato y subió el precio, con lo que consiguió que los dos posibles compradores olvidaran sus diferencias y se aliaran en su contra.

Al final, los interesados dejaron de estarlo y se marcharon, lo mismo que Tramp, para quien la situación ya no tenía emoción alguna. Caminó sin darse cuenta de que llevaba todavía el pan en la mano hasta que se encontró con su hermana. Ondas vio que la hogaza era demasiado grande para que se la comiera una sola persona y le preguntó si tenía pensado compartirla. El kender se miró la mano con sorpresa y la muchacha entendió lo que había sucedido por la expresión que apareció en el rostro de Saltatrampas.

—Te has olvidado de pagarla, ¿verdad? —preguntó, dándose cuenta de que su hermano era más kender que los propios kenders.

Habían prometido a sus padres antes de partir que pagarían todas las cosas que cogieran y para ello llevaban sendas bolsas llenas de monedas de acero.

—Lo siento. Me fui a ver una pelea —explicó Tramp a modo de justificación y se prometió a sí mismo que regresaría y la pagaría; sin embargo, por el momento había tanto que ver que decidió que podía esperar hasta que volvieran a pasar por delante del puesto del panadero.

—Creo que deberíamos comérnosla mientras aún está caliente —propuso a su hermana al tiempo que partía la hogaza en dos y le entregaba su parte.

Estaba a punto de darle un bocado cuando vio que dos niños humanos lo observaban con aspecto hambriento, así que arrancó dos crujientes pedazos y se los entregó.

Ondas siguió caminando y llegó hasta el puesto de un joyero donde se puso a admirar un precioso brazalete de oro con incrustaciones de lapislázuli. El tendero era un enano que lucía una imponente barba gris y estaba enzarzado en pleno regateo con un humano elegantemente vestido; pero, justo en ese momento, unos chiquillos que jugaban a perseguirse chocaron contra uno de los soportes del tenderete, y la tabla en la que se exponían las joyas estuvo a punto de volcar. El enano consiguió sujetarla a tiempo, pero no pudo evitar que un collar y un par de pulseras cayeran al suelo.

Ondas se agachó y las recogió con intención de devolvérselas a su dueño; pero, en ese instante, una mujer que pasaba por su lado la empujó y a la kender se le cayó el sombrero. Tan pronto como el enano joyero vio la larga trenza y las puntiagudas orejas, se abalanzó sobre la muchacha al tiempo que gritaba:

—¡Ladrones! ¡Ladrones kenders!