En la Gran Biblioteca de Palanthas, Astinus, el Historiador de Krynn, estaba dejando constancia de unos importantes acontecimientos sucedidos en Ansalon…
El lobo escudriñó a través de la maleza. Los amarillos ojos del animal buscaron una presa mientras su olfato lo mantenía alerta ante cualquier señal de peligro. Se agachó tras los arbustos y contempló un paisaje que no parecía obra de la madre naturaleza.
Sus sentidos lo advirtieron de que aquél era un lugar de humanos, de los «dos piernas», los que blandían aquellos letales palos voladores.
La criatura no tenía idea de lo que significaba una estructura, pero podía apreciar que aquellos rectos muros no formaban parte del orden establecido, sino que eran una creación artificial. Además, su experiencia le decía que aquellas ruinas, las paredes que se desmoronaban, indicaban que el lugar ya no era la morada de su mortal enemigo. Había visto en otras ocasiones sitios como aquél, emplazamientos que la naturaleza recobraba inexorablemente cuando los «dos piernas» se marchaban.
A la derecha de donde se encontraba, a lo lejos, descubrió una pequeña entrada medio oculta por la vegetación. El hecho de que no apreciara luz en el interior le indicó que el sitio estaba bajo cubierto. Eso le pareció interesante. Aunque no hallara alimento allí, podría servirle como refugio.
Se arrastró fuera de la maleza y se adentró por la extensión de hierba que separaba el bosque de la aldea, olfateando el aire a su paso. Detectó el rastro de un conejo de hacía tres días y el de un ratón de campo; también el de la lechuza que había cazado al roedor. Sin embargo, no descubrió el característico olor de los hombres. Se detuvo a la entrada y su olfato lo avisó de que había ratones. Entró en la oscuridad del refugio, halló un rincón cubierto de hojas arrastradas por el viento y se tendió a dormir.
El lobo se sentía seguro porque creía que no había nadie. Se equivocaba. Las ruinas no estaban abandonadas.
Ciento cincuenta metros por debajo del animal, un hombretón recorría los pasadizos de unas antiguas mazmorras. Mientras caminaba, las antorchas que estaban clavadas en los soportes de la pared se iban encendiendo por sí solas y se apagaban, mágicamente, una vez que había pasado. De los muros todavía emanaba una siniestra vibración impregnada de la maldad y las atrocidades que allí, en los calabozos de Pey, se habían cometido; pero aquella macabra memoria hablaba de simples seres mortales, y horrores como aquéllos eran incapaces de conmover a Draaddis Vulter.
La causa del sufrimiento era otra. Nada temible o peligroso lo acechaba por el camino hacia los aposentos donde hacía su trabajo; sin embargo, temía recorrer la distancia. Tan pronto como llegara, sería sometido a los peores castigos que una mente retorcida pudiera idear, y el camino ponía a prueba sus últimas reservas de valor y serenidad.
Estaba pagando el precio por haber ofendido a su diosa.
La enorme y abovedada sala que le servía de laboratorio hacía tiempo que había sido desprovista de sus terribles instrumentos y se había dejado sito a otro tipo de maldad. Se había convertido en el refugio de un hechicero Túnica Negra. Sin duda, Draaddis habría preferido una torre, pero mostrarse abiertamente ante la gente hubiera supuesto un serio peligro para su vida.
Más de un siglo después del Cataclismo, clérigos y hechiceros todavía tenían que ocultarse y trabajar en secreto. Las gentes de Krynn nunca habían perdonado a los que usaban la magia por los desastres que se abatieron sobre Ansalon, ya que, si bien la mayor parte de los caballeros, magos y clérigos no tomaron parte ni fueron los responsables directos de la destrucción, sí podían haberla evitado.
La autoría había correspondido al Príncipe de los Sacerdotes de Istar y a sus seguidores, cuyo poder había aumentado de forma alarmante sin que los hechiceros de Krynn y los Caballeros de Solamnia se opusieran. El tiempo pasó, y el Príncipe y sus servidores acabaron convenciéndose de su propia divinidad hasta el punto de que intentaron alterar el equilibrio entre las fuerzas del Bien y del Mal que gobernaban Ansalon. Al final, el Príncipe de los Sacerdotes desafió a los dioses.
La respuesta fue fulminante y catastrófica: los territorios de Istar, con sus magníficos templos, desaparecieron bajo lo que más tarde se llamaría Mar Sangriento; las montañas se desmoronaron y en su lugar aparecieron nuevas cordilleras torturadas por la cólera de los dioses; los mares anegaron las grandes ciudades y, finalmente, tras la rendición del mundo,+ llegaron la guerra, las plagas y el hambre de manos de la ira divina.
Para los supervivientes no hubo más culpables que los caballeros y los magos; ellos habían sabido de la soberbia del Príncipe de los Sacerdotes, pero no hicieron nada por detenerlo. Tras celebrar un cónclave, tanto los Túnica Blanca dedicados al Bien, como los neutrales Túnica Roja y los Túnica Negra seguidores de Takhisis decidieron que no interferirían, y que no alterarían el equilibrio de poderes en Krynn.
Así pues, el Cataclismo llegó y pasó, y Draaddis Vulter, el más poderoso de su orden, se escondió en un lugar secreto y convirtió la vieja sala de torturas de las mazmorras de Pey en su laboratorio.
Las paredes estaban llenas de estantes que rebosaban libros, y por todas partes se veían grandes volúmenes, encuadernados en piel negra, tirados por el suelo, como si los hubieran arrojado tras una búsqueda infructuosa y frenética.
En una repisa yacían los miserables restos de terribles y malignos experimentos; desechos a los que se había privado de la clemencia de la muerte: un corazón de animal seguía latiendo en una vasija; y una garra cercenada se convulsionaba dentro de un recipiente de cristal, mientras en una multitud de frascos y matraces bullían espontáneamente sustancias que desprendían gases nocivos.
Draaddis Vulter hizo caso omiso de toda aquella pesadilla y se dirigió al centro de la estancia. Allí había una pequeña escalera de poco más de un metro de alto, cubierta por un lienzo de seda negra lujosamente bordado en oro. Levantó la tela y dejó al descubierto una reluciente esfera negra de medio metro de diámetro. Del objeto emanaba tal cantidad de malignas vibraciones que, en la superficie, a más de ciento cincuenta metros de distancia, el lobo aulló lastimeramente en sus sueños.
De repente, un ojo apareció en la esfera. Era un ojo rasgado y de grandes pestañas. Un ojo femenino. Draaddis hizo una profunda reverencia.
—Takhisis, Reina de la Oscuridad, nuestra Señora de los Dragones, Soberana de los Nueve Infiernos, bienvenida seáis —murmuró.
—¿Por qué me has llamado, Draaddis? —La voz era grave y seductora, y hacía que el alma del hechicero se estremeciera de escalofríos de miedo y placer—. ¿Acaso has encontrado la respuesta que buscaba?
—Ninguna de mi invención, mi reina, pero puede que haya descubierto un camino para que podáis regresar a este mundo. Era mi intención exponeros mis descubrimientos con la esperanza de que vuestra divina sabiduría me ayudara a averiguar si se trata de lo que buscábamos.
El ojo de la diosa relampagueó. Había pasado más de un milenio desde que Huma, a lomos de Gwyneth, su Dragón Plateado, y armado de su Dragonlance, había borrado a Takhisis y sus dragones cromáticos de la superficie de Krynn. Desde entonces, en los planos de sus dominios infernales, la Reina Oscura sólo podía asomarse al mundo a través de objetos mágicos como aquella esfera, y deseaba el regreso más que ninguna otra cosa, para reinar de nuevo entre los mortales.
—Cuéntame lo que has descubierto —ordenó.
—Hace diez días, mientras viajaba por el plano de las sombras…
—¿Diez días? —siseó la diosa y, de repente, la estancia se llenó de serpientes que se enroscaban y reptaban furiosamente en dirección al mago.
Draaddis se quedó sin aliento y se puso a temblar. Los reptiles le treparon por las extremidades, se le enrollaron por brazos y piernas y le subieron hasta la cara, mordiéndole con los colmillos e inyectándole ríos de veneno, ríos que le corrían por el cuerpo como torrentes de fuego.
Tuvo que hacer un esfuerzo considerable para sobreponerse a semejante visión y recordar que aquello sólo era una muestra insignificante del poder que Takhisis podía usar en cualquier momento contra él. Cerró los ojos y ordenó a su mente que expulsara todas aquellas imágenes que, según sus sentidos, eran perfectamente reales. Consiguió recuperar el aliento y prosiguió sus explicaciones, concentrándose en el relato y apartando de su mente el pánico y el dolor.
—Y entonces me encontré con otro mago, un joven Túnica Roja que buscaba una ruta para alcanzar el Centro de Todos los Mundos —relató. Luego, se palpó el rostro y comprobó que estaba intacto y que todo había sido una ilusión. Suspiró profundamente y siguió con el relato—: El Túnica Roja dijo algo acerca de unas piedras que podían encontrarse allí. Según él, tienen el poder de abrir una puerta en cualquier plano…
—Tráelo ante la esfera. Yo misma lo interrogaré —ordenó Takhisis, pero Draaddis negó con la cabeza.
—Me temo, mi reina, que para llegar a alcanzar sólo ese fragmento de conocimiento tuve que arrancárselo a la fuerza —objetó el mago encogiéndose de hombros—. No era más que un pobre idiota, con más valor que fuerza, y como ya he dicho era joven. Un novato. No sobrevivió a mi intrusión en su mente. Ahora sé todo lo que él sabía, pero me faltan ciertos detalles. He pasado los últimos diez días buscando al misterioso Túnica Roja portador de las piedras.
—Y, ¿lo has encontrado?
—Sí. Y lo que es más, he utilizado un sistema para colocar en sus aposentos un disco que nos permita ver y juzgar por nosotros mismos el resultado de sus hallazgos en el Centro de Todos los Mundos.
Draaddis señaló una gran mesa cercana donde estaba sentada una gran rata de ojos rojos en cuyo lomo aparecían dos grandes alas. Cuando el ojo de la temida diosa enfocó al animal, el roedor corrió a esconderse tras una pila de libros.
—Has hecho bien —dijo la reina, cuyo rostro se hizo momentáneamente visible dentro de la esfera—. Muéstramelo.
En su forma humana, la belleza de la diosa era incomparable. La perfección de sus facciones y de sus ojos era irresistible, y sus labios prometían más placeres de lo que podía ofrecer una mortal. Con sólo atisbar aquel rostro, Draaddis era capaz de olvidar que se hallaba en presencia de la Soberana de los Abismos.
—El disco está sintonizado con éste que tengo en la mano —dijo el mago, y mostró un disco de cristal opaco, cuyas orillas estaban finamente talladas con un conjunto de runas. Luego, lo depositó sobre un espejo desnudo que había sobre la mesa.
Entonces, la vieja cámara de torturas, con todo su siniestro contenido, empezó a desvanecerse y fue como si el hechicero y la Reina de la Oscuridad fueran transportados a otra cámara subterránea, a otra estancia que también desempeñaba las funciones de laboratorio y que, a juzgar por su aspecto, estaba dedicada al estudio de una magia mucho menos letal. El suelo estaba cubierto de lujosas alfombras y las antorchas que iluminaban la sala ardían sin humo y purificaban el aire. El lugar estaba limpio y reinaba un ambiente de serenidad.
Había dos personas en la cámara: Orander Marlbenit, un maestro Túnica Roja, estaba sentado y hojeaba un libro. Delante de él, lo que a Draaddis le pareció que era una niña de unos cuatro o cinco años, vertía té en una taza que era demasiado grande para sus diminutas manos. Llevaba también una túnica escarlata y a su lado tenía un pequeño báculo apoyado contra el banco. Tenía el cabello abundante y rizado y, cuando se dio la vuelta para poner la tetera en su sitio, pudieron verle la cara, una cara cuyas facciones de veinte años no se correspondían con su estatura.
—Por lo menos, tomaos una taza de té antes de que empecéis con el experimento —dijo con voz aguda, pero con una firmeza que denotaba madurez.
Sin embargo, el Túnica Roja no le prestó atención y siguió leyendo.
—¡Maestro Orander! —exclamó indignada—, necesitáis reponer fuerzas para vuestros estudios, y aún más si insistís llevar a cabo vuestros planes.
El hechicero levantó la vista. Unos mechones de pelo blanco le asomaban por debajo de la capucha, y unos ojos muy azules y chispeantes brillaron bajo unas cejas del color de la nieve. En una concesión a la sencillez antes que a la elegancia, llevaba la barba cana mal recortada y le sonreía a su compañera.
—Le das demasiada importancia, Halmarain. No correré ningún peligro y tampoco estaré fuera mucho tiempo. Sólo probaré las piedras en un plano benigno —dijo, mientras señalaba un pasaje del libro que estaba leyendo—. Alchviem explica aquí que el tono es esencial. Una vez que la vibración haya empezado, estaremos seguros si mantenemos la nota baja y constante.
—Pero todavía hay dudas…
—Halmarain, somos estudiosos de la magia —repuso el mago frunciendo el ceño—. Hemos de afrontar ciertos riesgos si pretendemos progresar en nuestro conocimiento. O lo aceptas o te buscas otro maestro.
—No. Prefiero conservar el que ya tengo —replicó ella con cierto sarcasmo, aunque su mirada era más dulce que las palabras—. Pero, por favor, recordad que toda vuestra sabiduría se esfumará si no regresáis.
—¡Vaya! Nosotros venga a discutir —repuso Orander, lanzando una carcajada—, y todavía no sabemos ni si las piedras pueden abrir realmente una puerta en otro plano.
—La verdad, casi deseo que no lo hagan —contestó la pequeña mujer meneando la cabeza.