Escena X

ANTONIA.— Perdonadme, señor.

ARGAN.— ¡Es admirable!

ANTONIA.— No juzguéis mal de mi curiosidad por ver a un enfermo tan ilustre como vos. Vuestra reputación, que se extiende por todas partes, excusa la libertad que me he tomado.

ARGAN.— Servidor vuestro, señor mío.

ANTONIA.— Veo que me observáis muy atentamente. ¿Qué edad creéis que tengo?

ARGAN.— Todo lo más, veintiséis o veintisiete años.

ANTONIA.— ¡Ja, ja, ja, ja, ja! Tengo noventa años.

ARGAN.— ¿Noventa años?

ANTONIA.— Sí, señor. Los secretos de mi arte han conservado de este modo mi lozanía y mi vigor.

ARGAN.— ¡Por vida de…! ¡Vaya un jovencito de noventa años!

ANTONIA.— Soy médico ambulante, que va de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, buscando materiales para sus estudios: enfermos dignos de ocupar mi atención y de emplear en ellos los grandes secretos de la medicina, descubiertos por mí. Tengo a menos distraerme en menudencias, en enfermedades vulgares, en bagatelas como reumatismos, fluxiones, fiebres, vapores y jaquecas… Yo busco enfermedades verdaderamente importantes: grandes fiebres continuas, con trastornos cerebrales; buenos tabardillos, grandes pestes, hidropesías ya formadas, pleuresías con inflamación de pecho… ésas son las enfermedades que a mí me gustan y en las que triunfo. Ojalá tuvierais vos, señor, todas estas enfermedades que acabo de nombraros y os hallarais abandonado de todos los médicos, desahuciado, en la agonía, para poderos demostrar las excelencias de mis remedios y el placer que experimentaría siéndoos útil.

ARGAN.— Os agradezco en extremo vuestras bondades.

ANTONIA.— Dadme la mano… ¡Vaya!, este pulso está desordenado. Se nota que aún no me conoce: yo le haré marchar como es debido. ¿Quién es vuestro médico?

ARGAN.— El señor Purgon.

ANTONIA.— En mis anotaciones sobre las eminencias médicas no figura ese nombre. Según él, ¿qué enfermedad tenéis?

ARGAN.— El dice que es el hígado; pero otros afirman que el bazo.

ANTONIA.— Son unos ignorantes. Vuestro padecimiento está en el pulmón.

ARGAN.— ¿En el pulmón?

ANTONIA.— Sí. ¿Qué es lo que sentís?

ARGAN.— De cuando en cuando, dolor de cabeza.

ANTONIA.— Justamente, el pulmón.

ARGAN.— Con frecuencia se me figura que tengo un velo ante los ojos.

ANTONIA.— El pulmón.

ARGAN.— A veces noto un desfallecimiento de corazón.

ANTONIA.— El pulmón.

ARGAN.— Y una laxitud en todo el cuerpo.

ANTONIA.— El pulmón.

ARGAN.— También suelen darme dolores en el vientre, como si tuviera cólico.

ANTONIA.— El pulmón… ¿Coméis con apetito?

ARGAN.— Sí, señor.

ANTONIA.— El pulmón. ¿Os agrada beber un poco de vino?

ARGAN.— Sí, señor.

ANTONIA.— El pulmón. ¿Sentís cierto sopor después de la comida y os dormís dulcemente?

ARGAN.— Sí, señor.

ANTONIA.— El pulmón y nada más que el pulmón; estoy seguro. ¿Qué plan de alimentación os habían puesto?

ARGAN.— Legumbres.

ANTONIA.— ¡Ignorantes!

ARGAN.— Caza.

ANTONIA.— ¡Ignorantes!

ARGAN.— Ternera.

ANTONIA.— ¡Ignorantes!

ARGAN.— Caldos.

ANTONIA.— ¡Ignorantes!

ARGAN.— Huevos frescos.

ANTONIA.— ¡Ignorantes!

ARGAN.— Y por la noche, ciruelas para aligerar el vientre.

ANTONIA.— ¡Ignorantes!

ARGAN.— Y, sobre todo, beber el vino muy aguado.

ANTONIA.— Ignorantus, ignoranto, ignorantum! El vino se debe beber puro; y para espesar la sangre, que la tenéis muy líquida, es preciso comer buey viejo, cerdo cebado, queso de Holanda, harina de arroz y de avena, castañas y obleas para aglutinar… Vuestro médico es un animal. Yo os enviaré un discípulo mío, y yo mismo vendré de cuando en cuando a veros, mientras esté aquí.

ARGAN.— ¡Cuánto os lo agradeceré!

ANTONIA.— ¿Qué demonios hacéis con ese brazo?

ARGAN.— ¿Cuál?

ANTONIA.— Si yo estuviera en vuestro pellejo, ahora mismo me haría cortar ese brazo.

ARGAN.— ¿Por qué?

ANTONIA.— ¿No estáis viendo que se lleva para sí todo el alimento y no deja que se nutra el otro?

ARGAN.— Sí, pero este brazo me hace falta…

ANTONIA.— También si estuviera en vuestro caso me haría saltar el ojo derecho.

ARGAN.— ¿Saltarme un ojo?

ANTONIA.— ¿No os dais cuenta de que perjudica al otro y le roba su alimento? Creedme: que os lo salten lo antes posible y veréis mucho más claro con el ojo izquierdo.

ARGAN.— No corre prisa.

ANTONIA.— Adiós, siento teneros que dejar tan pronto, pero debo asistir a una consulta interesantísima que tenemos ahora sobre un hombre que murió ayer.

ARGAN.— ¿Sobre un hombre que murió ayer?

ANTONIA.— Sí. Vamos a estudiar qué es lo que se debía haber hecho para curarlo. Hasta la vista. (Sale).

BERALDO.— Parece muy inteligente este médico.

ARGAN.— Demasiado radical.

BERALDO.— Todos los grandes médicos son así.

ARGAN.— ¡Eso de cortarme un brazo y de saltarme un ojo para que el otro vea mejor…! Prefiero que sigan como están. ¡Bonito remedio, dejarme manco y tuerto!