Escena III

BERALDO.— Ante todo, te ruego que me oigas con calma y sin que se te vaya el santo al cielo.

ARGAN.— Conforme.

BERALDO.— Que respondas acorde y sin exaltación a mis palabras.

ARGAN.— Sí.

BERALDO.— Y que discurras sobre el asunto que vamos a tratar sin apasionamiento.

ARGAN.— Sí; pero basta ya de preámbulo.

BERALDO.— ¿Cómo es que teniendo una buena fortuna y una sola hija —porque la otra es aún muy pequeña— quieres encerrarla en un convento?

ARGAN.— Porque, siendo yo el cabeza de familia, puedo hacer con ella lo que me dé la gana.

BERALDO.— Y ¿no obedecerá más bien a deseos de tu mujer? ¿No es ella la que te aconseja que te separes de tus hijas? Claro está que ella lo hace con la mejor intención y con el deseo de que sean dos excelentes religiosas.

ARGAN.— ¡Ya apareció aquello! Ya salió a relucir esa pobre mujer, a la que no puede ver nadie y a la que se culpa de todo.

BERALDO.— No es eso. No hablemos más de ella; ella es una mujer bonísima, animada de las mejores intenciones para los tuyos, llena de desinterés, que te ama tiernamente y que ha demostrado un afecto inconcebible hacia tus hijos; todo eso es exacto. No hablemos más de ella, y volvamos a tratar de tu hija. ¿Cuál es tu intención al desear casarla con el hijo de un médico?

ARGAN.— Tener el yerno que necesito.

BERALDO.— Por eso a ella no le conviene, sobre todo presentándosele un partido mucho más ventajoso.

ARGAN.— Para mí el más ventajoso es éste.

BERALDO.— Pero el marido ¿es para ella o para ti?

ARGAN.— Para los dos; quiero tener en la familia las personas que me son necesarias.

BERALDO.— Según eso, si Luisa fuera mayor la casarías con un farmacéutico.

ARGAN.— ¿Y por qué no?

BERALDO.— Pero ¿es posible que te emperres en vivir zarandeado por médicos y boticarios y que quieras estar enfermo en contra de la opinión de todos y de tu misma naturaleza?

ARGAN.— ¿Qué me quieres decir con eso?

BERALDO.— Quiero decirte que no conozco hombre más sano que tú y que no quisiera más que tener una constitución como la tuya. La prueba más palpable de lo bueno que estás y de que tienes un organismo perfectamente sano es que, a pesar de todo lo que has hecho, no has conseguido quebrantar lo saludable de tu naturaleza ni has reventado con tanta medicina.

ARGAN.— ¡Gracias a ellas vivo, querido hermano! Y mil veces me ha repetido el señor Purgon que soy hombre muerto con que deje de atenderme nada más de tres días.

BERALDO.— Pues si no pones coto, tanto te atenderá que te enviará al otro mundo.

ARGAN.— Seamos razonables, hermano mío… ¿Tú no crees en la medicina?

BERALDO.— No. Ni veo la necesidad de creer en ella para estar sano.

ARGAN.— ¡Cómo…! ¿Tú no tienes por verdadera una cosa establecida en todo el mundo y sancionada por los siglos?

BERALDO.— Lejos de creerla verdadera, te diré que la considero como una de las más desatinadas locuras que cultivan los hombres. Y si estudiamos la cuestión desde un punto de vista filosófico, creo que no hay farsa más ridícula que la de un hombre que se empeña en curar a otro.

ARGAN.— Y ¿por qué no ha de poder un hombre curar a otro?

BERALDO.— Por la sencilla razón de que, hasta el presente, los resortes de nuestra máquina son un misterio en el que los hombres no ven gota; el velo que la naturaleza ha puesto ante nuestros ojos es demasiado tupido para que podamos penetrarlo.

ARGAN.— Según eso, los médicos no saben nada.

BERALDO.— Sí, saben; saben lo más florido de las humanidades; saben hablar lucidamente en latín; saben decir en griego el nombre de todas las enfermedades, su definición y clasificación…; de lo único que no saben una palabra es de curar.

ARGAN.— Pero estarás conforme, al menos, en que de esta materia los médicos saben más que nosotros.

BERALDO.— Saben lo que acabo de decirte, que maldito sí sirve para nada. Todas las excelencias de ese arte se reducen a un pomposo galimatías y una engañosa locuacidad que da palabras por razones y promesas por hechos.

ARGAN.— Pues hay personas tan hábiles y cultas como tú que cuando se encuentran mal llaman a un médico.

BERALDO.— Síntoma de la flaqueza humana, no de la efectividad de ese arte.

ARGAN.— Pero los médicos no tienen más remedio que creer en él, puesto que lo emplean en ellos mismos.

BERALDO.— Es que entre ellos los hay que participan de ese mismo error popular del cual se aprovechan, y los hay también que, sin creer en él, lo explotan. Tu señor Purgon, por ejemplo, es un hombre poco agudo: un médico de pies a cabeza, que cree en las reglas de su arte más que en las demostraciones matemáticas y que no admite discusión sobre ellas. Para él, la medicina no tiene punto obscuro, ni dudoso, ni complicado; impetuoso en sus apreciaciones, con una confianza inquebrantable y una brutalidad falta de sentido común y de raciocinio, suministra purgantes y sangrías a trochemoche, sin que haya nada que le detenga… Haga lo que haga, él no imagina que pueda perjudicarte nunca; con la mejor buena fe del mundo te manda al cementerio y, al matarte, no hace ni más ni menos que lo que hizo con su mujer y con sus hijos y lo que llegado el caso, haría consigo mismo.

ARGAN.— Le tienes malquerencia al señor Purgon; pero tú dirás qué es lo que debe hacer uno cuando está enfermo.

BERALDO.— Nada.

ARGAN.— ¿Nada?

BERALDO.— Nada… Guardar reposo y dejar que la misma naturaleza, paulatinamente, se desembarace de los trastornos que la han prendido. Nuestra inquietud, nuestra impaciencia es lo que lo echa todo a perder; y puede decirse que la mayoría de las criaturas mueren de los remedios que les han suministrado y no de las enfermedades.

ARGAN.— Convendrás en que hay una porción de cosas que pueden ayudar a la naturaleza.

BERALDO.— Ideas en las que nos agrada refugiarnos. En todas las épocas han germinado entre los hombres una cantidad de fantasías en las que todo el mundo ha creído porque eran halagüeñas, y lo lastimoso es que no fueran ciertas. Cuando un médico habla de ayudar, de socorrer, de aliviar a la naturaleza; cuando dice de quitarle lo que le sobra o de suministrarle lo que le falta; de restablecer la facilidad de sus funciones; de limpiar la sangre; de atemperar las entrañas y el cerebro; de reducir el bazo, normalizar el pecho, reparar el hígado, fortificar el corazón; restablecer y conservar el calor natural…; de secretos, en fin, para prolongar la vida, no hace precisamente más que narrar la novela de la medicina, dentro de la verdad y de la experiencia, no encontramos comprobación ninguna; es, como esos sueños deliciosos que no dejan al despertar más que la tristeza de haber creído en ellos.

ARGAN.— En resumen: toda la ciencia de este mundo está encerrada en tu mollera, y tú sabes más que todos los grandes médicos de nuestro siglo.

BERALDO.— Tus grandes médicos tienen dos personalidades: si los oyes hablar, es la gente más lista del mundo; pero si los ves hacer, no hay hombres más ignorantes que ellos.

ARGAN.— ¡Ya, ya! Veo que eres doctísimo; pero celebrarla que se hallara presente alguno de esos señores para que rebatiera tus razonamientos.

BERALDO.— Yo no me dedico a combatir la medicina. Buenas o malas, cada uno tiene sus ideas, y cuanto te he dicho ha sido en el seno de la intimidad y con el propósito de sacarte de tu error. Ahora, para distraerte, te llevaría a ver una comedia de Molière precisamente sobre este tema.

ARGAN.— ¡Valiente impertinente está el tal Molière…! ¡Me parece de muy mal gusto hacer chacota de gente tan respetable como los médicos!

BERALDO.— No es de los médicos, sino de lo ridículo de la medicina.

ARGAN.— Y ¿quién le manda a él inspeccionar la medicina? Es una necedad y una inconveniencia burlarse de las visitas y de las prescripciones y elegir un cuerpo de personas tan venerables para sacarle a escena.

BERALDO.— ¿Qué ha de sacar más que las diversas profesiones del hombre? ¿No sacan diariamente a reyes y princesas, que han nacido en tan buenos pañales como los médicos?

ARGAN.— ¡Por vida del diablo, que si yo fuera médico me vengaría de su impertinencia dejándole morir, sin auxilios cuando estuviera malo! ¡Aunque lo pidiera por Dios, no le recetaría la más leve sangría ni el más ligero purgante! «¡Revienta ahí, y aprende a no burlarte de la Facultad!», le diría yo.

BERALDO.— ¿Tan indignado estás con él?

ARGAN.— Sí, porque es un imprudente; y si los médicos procedieran con cordura, harían lo que yo he dicho.

BERALDO.— Él será más cuerdo que los médicos, porque no los llamará nunca.

ARGAN.— Peor para él, si se priva de sus remedios y recursos.

BERALDO.— Tiene sus razones para hacerlo, porque él sostiene que sólo las personas muy vigorosas y robustas pueden resistir a un tiempo los remedios y la enfermedad. Por su parte, él no tiene aguantes más que para soportar la enfermedad.

ARGAN.— ¡Vaya una razón estúpida! No hablemos más de ese individuo, porque se me irrita la bilis y acabaré teniendo un ataque.

BERALDO.— Pues cambiemos de conversación… Respecto a lo de tu hija, no está bien que por un ligero altercado tomes una resolución tan violenta como la de encerrarla en un convento. Al elegirles un marido no debemos obedecer ciegamente al mandato de nuestros prejuicios; debemos conceder algo a la inclinación de nuestras hijas, puesto que de eso depende la felicidad de una unión que ha de durar toda la vida.