ARGAN. —Adelante, señor Bonafé. Acercaos y tomad asiento, si os place… Informado por mi mujer de vuestra honorabilidad y de la buena amistad que le profesáis, le encargué que os hablara de cierto testamento que quiero hacer.
BELISA.— ¡Yo no soy capaz de hablar de eso!
EL NOTARIO.— La señora ya me ha puesto al corriente de vuestras intenciones y de los propósitos que os animan respecto a ella; pero mi deber es advertiros de que no podéis dejarle nada en testamento.
ARGAN.— ¿Y por qué?
EL NOTARIO.— Porque la costumbre se opone. Si estuviéramos en un país de leyes escritas podría hacerse; pero en París, como en casi todos los países rutinarios, donde la costumbre hace ley, es imposible; la disposición sería nula. Todos los anticipos que puedan hacerse entre un hombre y una mujer, coyundados[7] por legítimo matrimonio, se consideran como mutuas dádivas hechas en vida; pero, aun en este caso, es condición precisa que no haya hijos de por medio, ya sean de los cónyuges o de uno de ellos habido en matrimonio anterior.
ARGAN.— ¡Pues es una costumbre de verdad cargante que un marido no pueda dejar nada a una esposa que lo ama tiernamente y que se desvive en atenciones! Quisiera consultar a mi abogado para ver qué solución me da.
EL NOTARIO.— ¡Dejaos de abogados, que suelen ser gentes meticulosas y que consideran como un crimen el testar contrariamente a lo instituido! Todo se les vuelve dificultades e ignoran los recovecos de la conciencia. Hay otras personas a quienes consultar que son más acomodaticias, que tienen expedientes para deslizarse bordeando la ley y dándole validez a lo que no se considera como lícito; gentes que saben allanar dificultades y encuentran medios de eludir la costumbre por cualquier procedimiento indirecto. Si no se pudiera hacer esto, ¿dónde iríamos a parar? Es preciso dar facilidades; de otro modo no haríamos nada y habría que dejar el oficio.
ARGAN.— Mi mujer me había dicho, señor, que erais hombre hábil y muy docto. Decidme qué es lo que puedo hacer para dejarle a ella mis bienes, saltando por encima de los derechos de mis hijos.
EL NOTARIO.— ¿Qué podéis hacer?… Pues elegir, sigilosamente, entre los amigos de vuestra esposa y dejar a uno de ellos, cumpliendo con todos los requisitos legales, una parte de vuestra fortuna; este amigo, más tarde, hará entrega del legado a la señora. Podéis también contraer un número considerable de deudas y atenciones, no sospechosas, en favor de unos fingidos acreedores, que darán sus nombres por complacer a vuestra esposa, y a la cual harán entrega de un documento privado declarando este extremo. Podéis, por último, entregarle en vida cantidades en metálico o en valores al portador.
BELISA.— Dios mío, no te atormentes por esto. Si tú llegaras a faltarme, hijo mío, yo no podría seguir en el mundo.
ARGAN.— ¡Vida mía!
BELISA.— Sí, querido; si tengo la desgracia de perderte …
ARGAN.— ¡Querida esposa!
BELISA.— La vida no tendrá ya para mí ningún interés.
ARGAN.— ¡Amor mío!
BELISA.— Seguiría tus pasos para hacerte ver toda mi ternura.
ARGAN.— ¡Me partes el corazón, querida mía…! ¡Cálmate, te lo suplico!
EL NOTARIO.— Vuestras lágrimas son extemporáneas; no hemos llegado aún a esos extremos.
BELISA.— ¡Ah, señor! Vos no sabéis lo que significa amar a un marido tiernamente.
ARGAN.— Si muero, mi mayor pesadumbre será el no haber tenido un hijo tuyo. Purgon me ofreció que él me haría tener uno.
EL NOTARIO.— Eso puede ocurrir aún.
ARGAN.— Es preciso hacer ese testamento, amor mío, en la forma que nos ha indicado el señor; pero, por precaución, quiero entregarte veinte mil francos en oro, que tengo escondidos en mi alcoba, y dos letras aceptadas, una por Damon y otra por Gerante.
BELISA.— No, no; no tomaré nada… ¿Cuánto dices que tienes en la alcoba?
ARGAN.— Veinte mil francos, amor mío.
BELISA.— No hablemos de intereses, te lo ruego… Y ¿de cuánto son las letras?
ARGAN.— Una de cuatro mil francos y otra de seis mil.
BELISA.— Todos los bienes de este mundo no valen lo que tú.
EL NOTARIO.— ¿Procedemos a redactar el testamento?
ARGAN.— Sí, señor. Pero mejor será que nos vayamos a mi despacho. ¿Quieres ayudarme, amor mío?
BELISA.— Vamos, hijito.