ARGAN.— ¡Ay, esposa mía, acércate!
BELISA.— ¿Qué tienes, pobrecito mío?
ARGAN.— ¡Socórreme!
BELISA.— ¿Qué es eso? ¿Qué es lo que te pasa, hijito mío?
ARGAN.— ¡Mi pequeña!
BELISA.— Querido.
ARGAN.— Me han encolerizado.
BELISA.— ¿De veras, maridito mío? ¿Y cómo ha sido eso, tesoro?
ARGAN.— ¡Esa pillastre de Antonia, que cada día es más insolente!
BELISA.— No te excites.
ARGAN.— ¡Me ha enrabiado, queridita!
BELISA.— Calma, hijo mío.
ARGAN.— Hace una hora que me lleva la contraria en todos mis propósitos.
BELISA.— Vamos, vamos, cálmate.
ARGAN.— ¡Y ha tenido la insolencia de decirme que no estoy enfermo!
BELISA.— ¡Qué impertinencia!
ARGAN.— Ya la Conoces, corazón mío.
BELISA.— Sí, mi tesoro; ha hecho muy mal.
ARGAN.— Esa pícara será la causa de mi muerte, amor mío.
BELISA.— ¡Bah, bah!
ARGAN.— ¡Por Su culpa tengo siempre el saco de la bilis rebosando!
BELISA.— No te enfurezcas de ese modo.
ARGAN.— Hace no sé cuanto tiempo que te repito que la despidas.
BELISA.— Por Dios, hijo mío; no hay sirviente que no tenga defectos, y muchas veces hay que soportarles lo malo en gracia de lo bueno. Ésta es hábil, cuidadosa, diligente y, sobre todo, fiel. Ya sabes cuántas precauciones hay que tomar antes de admitir gente nueva. ¡Antonia!
ANTONIA.— Señora.
BELISA.— ¿Por qué enojas a mi marido?
ANTONIA (Con acento dulce).— ¿Yo, señora? No me explico lo que decís, porque no vive una más que para dar gusto, en todo al señor.
ARGAN.— ¡La muy traidora!
ANTONIA.— Me decía que quiere casar a su hija con el hijo del señor Diafoirus, y yo le contestaba que el partido es excelente; pero que me parecía mejor que la metiera en un convento.
BELISA (A Argan).— No hay motivos para que te enfades por eso; me parece que tiene razón.
ARGAN.— ¡No le creas, amor mío! ¡Es una malvada, que acaba de decirme mil insolencias!
BELISA.— Te creo, amigo mío… Vamos, siéntate. Escucha, Antonia: si vuelves a enojar a mi marido, te planto en la calle… Tráeme su capotón enguatado y las almohadas, que voy a acomodarle en su sillón… Estás no sé cómo. Toma; encasquétate bien el gorro hasta las orejas, que no hay nada que acatarre tanto como el aire en los oídos.
ARGAN.— ¡Cuánto tengo que agradecerte, chacha mía, por los cuidados que te tomas conmigo!
BELISA (Acomodándole las almohadas).— Levanta un poco que te remeta bien. Una a cada lado, otra en la espalda y otra para que reclines la cabeza.
ANTONIA (Dándole un almohadazo en la cabeza y escapando).— Y ésta, para resguardaros del relente.
ARGAN (Levantándose iracundo y tirándole todas las almohadas a Antonia).— ¡Quieres asfixiarme, bribona!
BELISA.— ¿Qué es eso? ¿Qué ocurre ahora?
ARGAN (Muy abatido, dejándose caer en el sillón).— ¡Ay, ay…! ¡No puedo más!
BELISA.— ¿Por qué te exaltas de ese modo? Seguramente no ha tenido intención de molestarte.
ARGAN.— Tú no conoces, amor mío, las truhanerías de esa malvada… Ha logrado sacarme de quicio, y tendré que tomar lo menos ocho medicamentos y doce lavativas para reponerme.
BELISA.— Vamos, vamos, chiquito; sosiégate un poco.
ARGAN.— Tú eres mi único consuelo, vida mía.
BELISA.— ¡Pobre hijito mío!
ARGAN.— Para recompensar tanta amorosa solicitud, ya te he dicho, corazón mío, que deseo hacer testamento.
BELISA.— ¡Ay, querido mío; te ruego que no hablemos de eso! De tal modo me horroriza esa idea, que la sola palabra testamento me hace estremecer de angustia.
ARGAN.— Te dije que avisaras a tu notario.
BELISA.— Vino conmigo, y ahí aguarda.
ARGAN.— Hazle entrar, amor mío.
BELISA.— ¡Ay! Cuando se ama de verdad a un marido, no se puede pensar en estas cosas.