Escena V

ARGAN (Sentándose).— Ahora, hija mía, te voy a dar una noticia que seguramente te tomará de nuevas. Me han pedido tu mano. ¿Qué es eso?… ¿Te ríes? Bien mirado, no puede imaginarse noticia más halagüeña para una joven… ¡Oh, naturaleza! Ya veo bien claro que no tengo para qué preguntarte si te quieres casar.

ANGÉLICA.— Mi único deseo es obedeceros, padre mío.

ARGAN.— Me complace esa sumisión. Hemos ultimado el asunto y ya estás prometida.

ANGÉLICA.— Acataré a ojos cerrados vuestra voluntad, padre mío.

ARGAN.— Tu madrastra pretendía que tú y Luisa, tu hermana menor, entrarais en un convento. Desde hace tiempo ése era su propósito.

ANTONIA (Bajo).— ¡Su razón tiene la muy bribona!

ARGAN (Continuando).— Por lo cual se negaba al ahora a autorIzar este matrimonio; pero he logrado reducirla y dar mi palabra.

ANGÉLICA.— ¡Cuánto tengo que agradecer a vuestras bondades, padre mío!

ANTONIA.— Seguramente, ésta es la acción más cuerda de vuestra vida.

ARGAN.— Aún no conozco a tu futuro; pero me afirman que quedaré satisfecho y tú también.

ANGÉLICA.— Puesto que vuestro consentimiento me autoriza a abriros mi corazón, no os ocultaré que hace seis días el azar nos puso frente a frente, y que la petición que os han hecho es consecuencia de una inclinación mutua, experimentada desde el primer instante.

ARGAN.— No me habían dicho nada, pero me alegro, porque más vale que sea así. Según parece, se trata de un buen mozo.

ANGÉLICA.— Sí, padre mío.

ARGAN.— Arrogante.

ANGÉLICA.— Sí.

ARGAN.— De aspecto simpático.

ANGÉLICA.— Ya lo creo.

ARGAN.— De fisonomía franca.

ANGÉLICA.— Muy franca.

ARGAN.— Digno y juicioso.

ANGÉLICA.— Precisamente.

ARGAN.— Honrado.

ANGÉLICA.— Como el que más.

ARGAN.— Que habla el latín y el griego a maravilla.

ANGÉLICA.— Eso no lo sabía yo.

ARGAN.— Y que dentro de tres días será recibido de médico.

ANGÉLICA.— ¿Médico, padre mío?

ARGAN.— Sí, ¿tampoco lo sabías?

ANGÉLICA.— No. ¿Quién os lo ha dicho?

ARGAN.— El señor Purgon.

ANGÉLICA.— ¿Lo conoce el señor Purgon?

ARGAN.— ¡Vaya una pregunta! No lo ha de conocer, si es su sobrino.

ANGÉLICA.— ¿Cleonte sobrino de Purgon?

ARGAN.— ¿Quién es ese Cleonte? Hablamos del joven que ha pedido tu mano.

ANGÉLICA.— ¡Claro!

ARGAN.— Que es sobrino del señor Purgon e hijo de su cuñado, el señor Diafoirus, médico también. Ese joven se llama Tomás: Tomás Diafoirus, y no Cleonte. Con él es con quien hemos acordado esta mañana tu boda, entre el señor Purgon, Fleurant y yo. Mañana mismo vendrá el padre a hacer la presentación de tu futuro. Pero ¿qué es eso? ¿Por qué pones esa cara de asombro?

ANGÉLICA.— Porque vos hablabais de una persona y yo me refería a otra.

ANTONIA.— ¡Eso es una burla! Teniendo la fortuna que tenéis, ¿seríais capaz de casar a vuestra hija con un médico?

ARGAN.— ¿Quién te mete a ti donde no te llaman, imprudente?

ANTONIA.— ¡Calma! ¿Por qué no hemos de discutir sin acaloramientos? Hablemos tranquilamente. ¿Qué razones habéis tenido para consentir ese matrimonio?

ARGAN.— La razón de que, encontrándome enfermo —porque yo estoy enfermo—, quiero tener un hijo médico, pariente de médicos, para que entre todos busquen remedios a mi enfermedad. Quiero tener en mi familia el manantial de recursos que me es tan necesario; quien me observe y me recete.

ANTONIA.— Eso es ponerse en razón. Cuando se discute pacíficamente, da gusto. Pero con la mano sobre el corazón, señor, ¿es verdad que estáis enfermo?

ARGAN.— ¡Cómo, granuja! ¿Qué si estoy enfermo?… ¿si me siento mal, insolente?

ANTONIA.— Conforme, señor; estáis malo. No vayamos a pelearnos por eso. Estáis muy malo, lo reconozco; mucho más malo de lo que os podéis figurar, estamos de acuerdo. Pero vuestra hija, al casarse, debe tener un marido para ella, y estando buena y sana, ¿qué necesidad hay de casarla con un médico?

ARGAN.— Si el médico es para mí. Una buena hija debe sentirse dichosa casándose con un hombre que pueda ser útil a la salud de su padre.

ANTONIA.— ¿Me permitís, señor, que os dé un consejo leal?

ARGAN.— ¿Qué consejo es ése?

ANTONIA.— No volváis a pensar en ese matrimonio.

ARGAN.— ¿Por qué?

ANTONIA.— Porque vuestra hija no consentirá con él.

ARGAN.— ¿Qué no consentirá?

ANTONIA.— No.

ARGAN.— ¿Mi hija?

ANTONIA.— Vuestra hija, que no quiere oír habla del señor Diafoirus, ni de su hijo, ni de ninguno de los Diafoirus que andan por el mundo.

ARGAN.— Pues yo sí. Además, esa boda es un gran partido. El señor Diafoirus no tiene más hijo ni heredero que ése; y el señor Purgon, que es soltero, lega en favor de ese matrimonio sus ocho mil duros de renta.

ANTONIA.— ¡La de gente que habrá matado para hacerse tan rico!

ARGAN.— Ocho mil duros de renta es una cantidad muy respetable; y unida al caudal del señor Diafoirus …

ANTONIA.— Sí, sí. Todo eso está muy bien; pero yo insisto, y os lo vuelvo a repetir, en que le busquéis otro marido. No nació vuestra hija para ser la señora de Diafoirus.

ARGAN.— ¡Pues yo quiero que lo sea!

ANTONIA.— ¡Bah! ¡No digáis eso!

ARGAN.— ¡Cómo que no lo diga!

ANTONIA.— ¡No!

ARGAN.— ¿Y por qué no lo he de decir?

ANTONIA.— Porque pensarán que no sabéis lo que os decís.

ARGAN.— ¡Qué piensen lo que quieran; pero ella ha de cumplir la palabra que yo he dado!

ANTONIA.— Estoy segura que no.

ARGAN.— La obligaré.

ANTONIA.— Será inútil.

ARGAN.— ¡Pues se casará o la meteré en un convento!

ANTONIA.— ¿Vos?

ARGAN.— ¡Yo!

ANTONIA.— ¡Bah!

ARGAN.— ¿Qué es eso de ¡bah!?

ANTONIA.— Que no la meteréis en ningún convento.

ARGAN.— ¿Qué no la meteré en un convento?

ANTONIA.— No.

ARGAN.— ¿Qué no?

ANTONIA.— No.

ARGAN.— ¡Esto sí que tiene gracia! De manera que, queriéndolo yo mismo, no meteré a mi hija en un convento.

ANTONIA.— Os digo que no.

ARGAN.— ¿Quién me lo iba a impedir?

ANTONIA.— Vos mismo.

ARGAN.— ¿Yo?

ANTONIA.— Vos, que no podréis tener tan mal corazón.

ARGAN.— ¡Pues lo tendré!

ANTONIA.— ¡Os burláis!

ARGAN.— ¡No me burlo!

ANTONIA.— Os entrará la ternura paternal.

ARGAN.— ¡Pues no me entrará!

ANTONIA.— Un par de lagrimitas, echándoos los brazos al cuello, y un «papaíto mío» dicho con requiebro, bastarán para desarmaros.

ARGAN.— Todo eso será inútil.

ANTONIA.— ¿A que no?

ARGAN.— Te repito que no desistiré por nada.

ANTONIA.— ¡Pamplinas!

ARGAN.— ¡No me digas pamplinas!

ANTONIA.— Os conozco, señor, y sé que sois bueno por naturaleza.

ARGAN (Indignado).— ¡Yo no soy bueno, y seré malo, cuando me dé la gana!

ANTONIA.— No os encolericéis, señor. Acordaos de que estáis enfermo.

ARGAN.— Le ordeno, terminantemente, que se disponga a casarse con quien yo le diga.

ANTONIA.— Pues yo le prohíbo en absoluto que lo haga.

ARGAN.— Pero ¿en qué país vivimos? ¿Qué audacia es ésta de atreverse una pícara de sirvienta a hablar de ese modo a su amo?

ANTONIA.— Cuando un amo no sabe lo que hace, una sirvienta con juicio tiene derecho a enmendarle la plana[6].

ARGAN (Lanzándose sobre ella).— ¡Te voy a apabullar por insolente!

ANTONIA (Huyendo).— ¡Tengo la obligación de impedir que mis señores se deshonren!

ARGAN (Iracundo, enarbola el bastón y corre tras ella, que se escuda rodeando el sillón).— ¡Ven, ven, que yo te enseñaré a hablar!

ANTONIA (Dando vueltas alrededor del sillón).— ¡Me interesa que no hagáis locuras!

ARGAN (Siempre tras ella).— ¡Perra!

ANTONIA.— No consentiré jamás en ese matrimonio.

ARGAN.— ¡Trapacera!

ANTONIA.— No quiero que sea la mujer de ese Tomás Diafoirus.

ARGAN.— ¡Carroña!

ANTONIA.— Y ella me hará más caso a mí que a vos.

ARGAN.— ¡Angélica, sujétame a esa pícara!

ANGÉLICA.— ¡Vamos, padre, que os vais a poner malo!

ARGAN.— ¡Si no la sujetas te maldigo!

ANTONIA.— Y yo, si os obedece, la desheredo.

ARGAN (Dejándose caer en un sillón, rendido de correr tras ella).— ¡Ay, no puedo más!… ¡Esto me costará la vida!