Me encontraba escribiendo cuando de pronto sentí una presencia a mi espalda y vi cómo una estela de luz cruzaba veloz la habitación. Un aliento perfumado me acarició las sienes y un rostro se inclinó para leer por encima de mi hombro.
No me moví. No levanté la cabeza para identificar a mi visitante, convencida de que era el Ángel. Estaba de regreso, probablemente calmado y sintiendo mayor curiosidad por mis confidencias que por mis pechos.
Oí su voz por primera vez. Se había puesto a leer mis propias frases: «Mi vida ha sido una sucesión de abrazos clandestinos y de coitos prohibidos. No tenía ni un ápice de ambición, ni preocupación alguna por el destino de los míos, y todavía menos por el futuro del mundo. Hasta el día en que conocí a Driss. Después de él no volví a amar jamás. Y no fue por falta de aventuras, muy al contrario: iba de viviendas de lujo a trastiendas de comerciantes enriquecidos, de lo más profundo de las alcobas a los palacios más exquisitos. Lúcida, jovial o indiferente, pero nunca enamorada de nuevo. Cada vez que entraba en casa de uno de mis amantes, la idea de las puertas cerradas y las ventanas clausuradas me resultaba opresiva. Alternaba mis días de mecanógrafa juiciosa con noches de amante intrépida. La oscuridad acabó por convertirse en el estuche de mi cuerpo adulto, cuando precisamente, de niña, me gustaba por encima de todo retozar en la luz. Entonces creí olvidar a Driss».
La voz desgranó el secreto de las páginas manuscritas. La intimidad de mi cuerpo y lo más recóndito de mis emociones. El curso atípico de mi vida. La niña traviesa que había sido y la geisha árabe en que me había convertido. Los conjuros de la fe y las palabras obscenas. Y mi amor por Driss. Siempre presente. Imperioso e irascible.
En los capítulos más subidos de tono sentí cómo el timbre de su voz se alteraba, al tiempo que algo se endurecía contra mi espalda. Me di la vuelta y pude constatar la hinchazón. ¿Un sexo de ángel? Aquello vino a engrosar la lista de mis fantasmas. Nadie ha logrado escrutar la anatomía de la progenie más sensata de Dios. Y por grande que fuese mi experiencia en ese ámbito, no hubiera podido jurarlo. Recuperé mi posición sin haber clavado la vista ni un momento en mi huésped. Entonces oí su voz, esta vez cargada de desprecio.
―¿No te da vergüenza lo que acabas de escribir?
Repliqué sin moverme:
―Te bastaba con no leerlo.
―No medía la gravedad de tus faltas.
Y en un tono cortante como un cuchillo, añadió:
―Ahora vas a pagar.
Me sobresalté.
―Pero si eres un ángel… No te corresponde a ti…
―Ninguna criatura de Dios soportaría oír tantas obscenidades en la boca de una mujer.
Me volví. Y de pronto vi cómo colgaban ante mis ojos unas bolsas gigantes y entre ellas asomaba un sexo similar en sus dimensiones al del burro de Chouikh.
Escudriñé las cuatro esquinas de la habitación, pero fue en vano. No había nadie. Salvo la sombra de Driss, encajonada en el resquicio de la puerta, y su voz que susurraba: «¡Oh, almendra mía! No tienes por qué sorprenderte. Y a ver si lo aprendes de una vez para siempre: ante los pecados de una mujer, los ángeles son hombres como los demás».