Driss decía que las mujeres no enterraban a nadie, de manera que lo enterré. Decía que moriría contra su voluntad. Sin embargo, no protestó cuando el imán le puso un pellizco de tierra en cada ventana de la nariz y lo acostó sobre el costado derecho, de cara a La Meca. No lo lavé ni lo besé, por miedo a que resucitara. Miré cómo los sepultureros colocaban la lápida en su tumba sin protestar. Solamente le dije al imán:

―¿Sabe?, ¡me besará tan pronto como usted vuelva la espalda!

―¡Gloria a Dios, único y misericordioso! ¡Déjele descansar en paz! Su cuerpo ha abandonado este mundo, pero su alma no ha renunciado al deseo. No somos más que agua y barro. Que Dios tenga piedad de su criatura.

Lo cierto es que jamás volvió a abandonarme. En cuanto a Sadeq, ha dejado de venir. Acabó comprendiendo que para mí no había nadie más que Driss para poder explicarme, larga, pacientemente, y riendo, la mecánica de las estrellas y cuán fecundas son las higueras.