Driss regresó conmigo a Imchouk para pedir a Dios una prórroga o, si ello no era posible, poder morir en los trigales.

Lo miro y apenas lo reconozco. Está sentado junto a la ventana, en la casa de las hajjalat, nuestra nueva morada tras el diluvio. Contempla el cielo y dice oír cómo el viento del desierto sopla en su pecho. Me acerco y acuno su cabeza contra mis pechos. Deposita un beso a través de la tela y luego roba otro en el escote. Sus cabellos ya no son tan abundantes como antes, pero siguen oliendo a su costosa agua de colonia.

Cuando cae la noche, admiro la Osa Mayor y contemplo el desfile de las estrellas. No le he dicho a Driss que veo de nuevo a Sadeq, el primer hombre que guió mis pasos de extranjera en Tánger. A veces me digo que yo lo maté y que mi sitio está en el infierno, pues Dios sigue llorando la muerte de un joven de veinticuatro años, desequilibrado y que en todo momento mostraba buenos modales. Sin embargo, Dios sabe que yo no fui consciente de la caída de Sadeq, que no comprendí nada de su desdicha.

Algunas veces se me aparece cerca del pozo, en ese puente medianero donde el norte se une al este, allí donde rezo mis plegarias. Se presenta siempre entre asr y moghreb, las horas entre los rezos de la tarde y el anochecer, con su rostro juvenil y una silueta que se ha vuelto endeble. Sabe que a esas horas está prohibido rezar. Nunca me habla, se limita a observarme mientras contemplo el curso del sol hacia su ocaso. Al principio lloraba, pero desde que pago una limosna que le está específicamente dedicada, se contenta con acompañarme hasta el umbral de la puerta, diez minutos antes de que el sol desaparezca detrás de la montaña. Incluso en la muerte, sigue siendo celoso y orgulloso. Se niega a franquear la puerta de una casa donde duerme otro hombre que no es él.

Desde que está en Imchouk, Driss habla a Dios directamente, sin miramientos:

―Dios bello y grande, haz que vuelva a tirarme a mi mujer. Sólo una vez. Haz que vuelva a decirme «te amo». Después podrás enviar a tus ángeles en mi busca y ni una sola protesta saldrá de mis labios.

Aunque tenga la garganta hinchada a causa de las metástasis, recupera la voz cuando me habla o cuando reza, pues sostiene que sus desquiciadas peroratas son plegarias. Sentado en el patio, con una manta ligera echada sobre los hombros, arranca siempre con suavidad, como para salmodiar. El uadi Harrath cesa entonces de correr y las ranas de croar. Las estrellas se ven enormes, y el perro está hasta tal punto ahíto de requesón que renuncia a abrir el ojo y ronca, cual si fuera un negus.

―Dios de las mariposas y de los elefantes, tú sabes que no he hecho mérito alguno. Me has dado a Maari, Abou Nawas, Jahiz, Mohamed Ibn Abdillah, Moisés y Jesús, y no he sabido darte las gracias. Incluso me diste a Oum Koulthoum e Ismahane, pero eso no me impidió cagar en los trigales. Me diste a Voltaire, Balzac, Jaurès, Eluard y todos los demás que ya sabes. Me entregaste el Nilo y el Misisipi, la llanura de la Mitidja y el Sinaí. Me colmaste de vino, de higos y de aceitunas. Y no supe darte las gracias. Señor de los Mundos, sabes también que he hecho algo mucho peor: aparté la vista cuando Salomé recibió la cabeza del Bautista a modo de tributo. Traté a Lázaro de pánfilo porque permitió que lo resucitaran. No consolé a María al pie de la Cruz, ni defendí a Mahoma cuando los mocosos de Thaqif le tiraron piedras. Tampoco defendí a Al-Hussein, cercado en Karbala, ni ofrecí una cantimplora de agua para apagar su sed. Y escucho a Mozart sin un solo pensamiento caritativo para con los linchados de Alabama. Señor, ¿te acuerdas de Alabama? Señor, ¿has perdonado la masacre de Deir Yassine en Palestina y la de Ben Talha en Argelia? Porque yo, yo no he perdonado. Sí, Dios único, Dios verdadero, he pecado. Pero… Pero… Jamás he ultrajado a una virgen ni tratado con aspereza a un mendigo. Nunca he admitido que desalojaran a las golondrinas de sus nidos ni que talasen los árboles para imprimir en árabe esas insanias que ofenden a tu inteligencia. Por supuesto, no soy un ejemplo para ninguna de tus criaturas. No debería haber tocado el fuego, los pechos, los coños, la polla de Hamid, su trasero… Pero no lleves las cuentas, Señor de los Mundos, muéstrate pródigo. ¡Sabes que me horrorizan los filisteos! Miro el árbol, lo sé. Oigo el trueno, lo sé. Aspiro la tierra después de que tu lluvia haya pasado sobre ella, lo sé. Pruebo las moras, lo sé. Toco la piel de las mujeres, lo sé. ¿Por qué me has hecho ciego, leproso, paralítico y sordo a tu cántico? ¿Por qué me has hecho humano, cuando habría sido mucho más hermoso como piedra, como asno o como partitura?

Guarda silencio dos minutos y luego prosigue, dirigiéndose a la palmera, que permanece muy seria, aunque estupefacta, en mitad del patio:

―Bien, tú me has hecho y yo no voy a enmendarte la plana. Tampoco enarbolaré ante tus narices a los enfermos que he remendado y que fueron derechitos a La Meca tan pronto como les arreglé el corazón. No, no soy mezquino. ¡Perdóname, Señor! Perdóname, pero a Badra ¡no la perdones nunca! Estoy dispuesto a morir. E incluso a sufrir. Pero, Dios misericordioso, haz que Badra sepa que no he tenido otro amor más que ella y que como última morada sólo quiero su cuerpo. ¡Por la gloria de Mahoma y de Jesús entre los mortales, dile que ya estoy en el infierno por haber escupido sobre su amor! Me muero. ¡Bailad, santurrones! ¡Echad las campanas al vuelo, chinchorreros! ¡Embadurnaos el culo con una capa de alheña, hijos de puta!

Quería hacerme el amor, me aseguraba que seguía poniéndosele igual de tiesa, pero me negué.

―¿Te doy asco? ¿Me apesta la boca acaso?

No, Driss. No me dabas asco. Pero tenía miedo de que mis pechos ya no te pareciesen tan firmes ni mis nalgas tan bien torneadas. Tenía miedo de que la carne de mis brazos temblequeara un poco y que encontrases los pelos de mi pubis encanecidos por la edad. Me daba horror que se te bajara bruscamente ante este cuerpo que tanto habías celebrado.