Cuando Driss vino a anunciarme que tenía cáncer, yo ya había recorrido el planeta, amasado una pequeña fortuna y cambiado dos veces de dirección. En el trabajo había ascendido varios peldaños y preparaba una jubilación anticipada.
Dijo que nunca me había perdido la pista y no lo puse en duda: Tánger no es más que una especie de pueblo grande peinado por los chismorreos. Me contó que se había instalado en una villa colgada del acantilado, dominando el mar, pero yo ya lo sabía.
―Te invito a cenar ―propuso con la mirada velada.
Desde 1976 la ciudad había cambiado, y la mayor parte de nuestros restaurantes de antaño se habían convertido en antros. Excepto el de la Roseraie, cuya terraza, abierta sobre el mar y que bordeaban dos avenidas de adelfas, se iluminaba todas las noches con los contrafuegos del sol poniente español.
Driss circulaba en Mercedes. Me pidió que cogiera el volante y se contentó con mirar cómo las olas se rizaban bajo las primeras brisas de la noche.
Catorce años después de nuestra ruptura, aparentemente no teníamos nada que decirnos, o muy poco. Tomamos, pues, los mismos pescados asados de antaño, con guarnición de patatas fritas. El pop egipcio, ensordecedor, nos envolvía. Driss llamó al maître y pidió que parasen «esa música de mierda que nos impone la vieja ramera faraónica». Prorrumpí en carcajadas.
Normalmente la vieja ramera era Francia, y no Egipto.
―Pues bien, ahora son dos ―zanjó él.
Quería que le contara cosas. Le hablé de Dublín, de Túnez y de Barcelona, de Vermeer y de Van Gogh, de las estampas eróticas de Katsushika Hokusai. Él suspiró.
―¡Ah, cuánto me gustas! ¡Cuánto me gustas! Y me encanta tu laca de uñas. Tu perfume también. Dior, si no me equivoco…
Luego le hablé de mi próxima jubilación.
―Dejo Tánger.
―Ah… ¿Te casas?
―No, sencillamente vuelvo al redil.
―Supe lo de tu madre… ¿Recuperas la casa familiar?
―Les compro su parte a Alí y a Naïma.
―Nunca te ha gustado Tánger.
―Eso no es verdad. Ninguna ciudad me ha dado tanto como Tánger.
―Y arrebatado también, imagino.
―Oh, la ciudad no tiene nada que ver en eso.
Respiraba el aire marino a pleno pulmón, miraba cómo las balandras se deslizaban por las aguas del puerto. La velada se anunciaba bonancible y el aire era templado.
―Quiero volver contigo ―dijo.
Yo meneé la cabeza, maternal.
―Eso no es razonable.
―No me refiero a esta noche. Quiero decir para siempre. Quiero volver a Imchouk.
―No puedes. Aquella no es tu tierra.
―Tú eres mi tierra. Y quiero volver a tu casa.
Habló de las metástasis, de la morfina, del estadio final. Mis lágrimas inundaron la dorada apenas empezada y las rodajas de limón verde. Sólo tenía una servilleta para enjugarlas.
Alcé los ojos al cielo. ¿Qué íbamos a hacer?
―Badra, ¿quieres casarte conmigo?
―¡Jamás!
―No puedes volver a Imchouk con un hombre colgado del brazo sin desposorio…
―¡Eso es cosa mía! Y tú ¿por qué no te has casado?
―Por las mismas razones que tú, imagino. Demasiada libertad, demasiado orgullo, demasiado de todo.
No hablamos de amor. Ni del pasado. Al salir del restaurante, Driss me cogió del brazo, y luego se apoyó en él. Mi hombre había envejecido. Ahora era mi amigo.