El cuerpo de los demás es un desierto. Al cabo de algunos años, todos se confunden. Tanto el que me tiré en las orillas del lago de Constanza como aquel otro que no pudo penetrarme durante nuestro crucero por el Nilo. Desde aquel cuyo culo estuve a punto de desfondar con un consolador elefantiásico hasta aquel otro del que me quedé embarazada dos veces por descuido. Hubo un tiempo en que cambiaba de amante al ritmo de las estaciones. Uno cada tres meses. Habría querido que algún hombre bloquease el torniquete, ralentizase mi motor, demasiado potente para mi carcasa. Me habría gustado encontrar a un hombre paciente. Para la impaciente que soy yo no hay nada tan impresionante como la gente que sabe esperar. Pero nadie ha esperado jamás a que me calmase, a que me posara en su rama más alta y empezase a piar. Los hombres tienen excesiva prisa, van demasiado acelerados: comer, moverse, eyacular, olvidar. En esto se me parecen, y no les guardo rencor por ello.

Es curioso, sólo una mujer trató de raspar mi corteza; se enamoró de mí sin yo saberlo, antes incluso de que me acostase con ella y le metiera mano.

Wafa era una vecina de rellano de la época en que yo vivía frente al cementerio. Pasaba a menudo por casa de noche a tomar un té, fumar y escuchar los discos de Brel que me había regalado Driss justo antes de la ruptura. Yo carburaba a base de whisky seco y borborigmos, demasiado herida para hablar, demasiado desarticulada para intentar componer una frase. Ella no me pedía nada, me comía con los ojos, virgen enamorada, ya seducida y ya abandonada. Yo olvidaba invitarla a comer algo. Incluso olvidaba que también yo debía cenar. Al filo de nuestras veladas, en las que reinaba un mutismo de tumba, aprendió a preparar para ambas ligeros tentempiés, y luego a hacer la compra, y a ocuparse de la cena sin jamás pedirme un céntimo ni solicitar una opinión. Hasta fregaba los platos antes de volver a su piso de joven viuda desamparada.

Después empezó a lavarme la ropa, a planchar mis sábanas y mis vestidos, se convirtió en mi perrito faldero, mi escoba y mi chica para todo. Yo estaba anestesiada por el dolor, ciega a sus miserias y a su vértigo. Como me negaba a recibir en casa a mis amantes, salía con frecuencia por la noche, y al volver encontraba su luz encendida. Al día siguiente exhibía una cara de enterrador, ojerosa y con una expresión amarga en la boca. Conocía a Driss, adivinaba la naturaleza exacta de mis escapadas nocturnas y se prohibía todo comentario sobre mi comportamiento. Permanecía al acecho, aguardaba, se sobresaltaba cuando yo la rozaba con el hombro o me frotaba distraídamente los pechos en su presencia. La cosa duró dos años. Ni una sola vez me hizo objeto de una confidencia de mujer. Sin embargo, su deseo armaba tal estruendo que me parecía oír un ejército de cacerolas arrastrarse de habitación en habitación y golpear contra las paredes de mi casa. Opté por callarme, sin duda por cansancio. A menos que se tratase de indiferencia. La de los que han sufrido quemaduras graves.

Una noche de verano, mientras un viento cálido aplastaba Tánger bajo una tapadera de plomo, me sirvió un whisky con cuerpo, se puso a dar vueltas por el salón y, de pronto, apoyó unas manos heladas en mis hombros desnudos. No me moví.

―¿Sabes…?

―No, no sé. No quiero saber.

―Badra…

Rozó mi nuca con un beso leve.

―No sabes lo que haces.

―Hago exactamente lo que tengo ganas de hacer desde que te conozco.

―Tú no me conoces.

―Más de lo que crees.

―Es el viento y la falta de un hombre lo que te trastorna…

―Mi mente nunca ha estado más clara.

―Se hace tarde… Deberías irte a la cama.

Se eclipsó y me quedé sola aspirando el olor de los árboles recién regados y del jazmín que trepaba, obstinado como el remordimiento. Me sentía triste. Ya no tenía suficiente moral para defender a Wafa de sus demonios y de los míos propios. ¿Cómo decirle que yo sólo era un espejismo? ¿Que no existía? Sabía que ella reclamaba caricias y un amor que yo era incapaz de dar. Los años sirven para eso, para agudizar un sexto sentido que te dice de inmediato si un cuerpo te desea, si un alma ansia apurarte hasta las heces. Descubrí que sentía una piedad inmensa por Wafa, pero, en mi paisaje mineral, no había oasis alguno donde cobijarse, ninguna mano para depositar dátiles y un bol de leche a sus pies.

No fui capaz de decírselo y ella no supo renunciar. Sin embargo, no la eché. Nuestras veladas, antaño inanimadas, se volvieron más cargantes con sus fervores contrariados. Aprendí a manejarla: hurtaba a su mirada los detalles más anodinos de mi cuerpo, por el procedimiento de llevar ropas amplias que me sirvieran de coraza y evitar toda postura que pudiese parecer una invitación. Ella me asediaba tácitamente. Yo le hacía frente sin palabras. Aquella batalla silenciosa viciaba el aire y lo saturaba de un mal de amores que helaba la piedra que en mí hacía las veces de corazón.

Cayó enferma, postrada por unas extrañas fiebres que la aureolaron de una belleza dolorosa, la que tienen las madonas al pie de la Cruz. Le preparaba sopas, le aplicaba compresas en la frente y las sienes, cambiaba tres veces al día sus sábanas empapadas en sudor. Un sol furioso golpeaba contra los postigos cerrados y una pesada humedad me ponía pegajosos los dedos y la piel. Necesitaba playas, aire salado y noches frescas, pero no podía abandonarla en pleno mes de agosto, desierto y cruel. Ella me tomaba como rehén y yo apenas me debatía, enviscada en su torpor de moribunda.

Creo que fue la cólera lo que, al cabo de cinco días de un morboso encierro, me empujó a sentarla por la fuerza en la cama y a desnudarla con una mano que no admitía protesta alguna. Sus pechos eran pesados y lechosos, con aréolas de un rosa pálido y pezones apenas dibujados. Tomé su pecho izquierdo en la mano, con la mirada clavada en la suya como un alfiler. Inmediatamente, sus ojos se llenaron de lágrimas. Deseaba hablar, pero yo meneé la cabeza.

―Ni una palabra. Ni un gesto. Te has puesto la cuerda alrededor del cuello y soy el mejor nudo corredizo que quepa encontrar. Mírame. Esto no es una violación. No te deseo. Tampoco te amo. No soy ni tu hombre ni tu mujer ni tu consolador. Tampoco soy tu igual. Sin embargo, te concedo mi veneno, sólo por esta vez. Que será la última. Si insistes, te decapito y te entierro en tu propia habitación, bajo tu cama. Quiero que te mudes, que desaparezcas. No puedo soportar por más tiempo tu viudedad. Abre la boca, deja de apretar los dientes. Estás temblando. No aprietes los muslos. No me obligues a pegarte. Estás mojada de miedo. ¿Cuántos años hace desde la última vez? ¿Cómo se lo montaba tu marido? ¿Derecho al objetivo, apenas dos embestidas de los riñones y una eyaculación precoz? ¿Te hundió alguna vez la lengua en el ombligo? ¿Te mordió la cara interna de los muslos como estoy haciendo yo ahora? No me toques, no soy una polla. Ni me supliques con la mirada. ¿Estás lo bastante abierta para soportar mis dedos? Ya veo que no. Estás crispada y tus pechos se sobresaltan por efecto de mis mordiscos. Gotea de ellos un líquido amargo. El mismo que empapa tu conejo desabrido. Mírame. No obtendrás otra cosa que un orgasmo. Te estoy follando, y nunca más pestañearás cuando te hablen de polvos salvajes robados a hurtadillas. Deja de jugar a la mantis religiosa. ¿Por qué tenías que encapricharte de la vecina que cambia de amante todas las noches y a quien se la sudan tus suspiros enlutados? Ya ves, ahora no eres más que un charco de secreción femenina, una vagina chapoteante que tengo a mi merced. ¿No era eso lo que querías? Te mueves como una anguila y ansias engullirme en tu gruta secreta, ya lo veo, que se estremece y es presa del pánico bajo mi mano, que toma posesión de ella. Pides gracia, reclamas la liberación. Yo no soy una liberación. Al contrario, soy tu verdugo por una hora, que se dispone a ponerte en órbita dentro de un momento, por tres agujeros diferentes al mismo tiempo.

Lo peor es que realmente gozó.

En ningún momento mi piel tocó la suya ni mi boca cosquilleó su centro de gravedad. Me la tiré sin sombra de deseo, sin una gota de ternura, irritada por que me hubiera impuesto su cuerpo, por que se hubiera servido de él como de una coartada, en un penoso chantaje a la muerte. La dejé allí, con el cabello deshecho, medio desnuda, arrugada y marchita. Nunca me han gustado las arañas. Y todavía menos la gente que aspira la luz y, a modo de planetas muertos antes de hora, se niega a restituirla. Follar por follar, prefiero reír y bailar, manar por todos los poros y beber las pollas del mismo gollete, sin pestañear. Habría hecho el amor con Wafa si hubiera sido un ser solar. Pero los soles siguen su órbita y no recorren las calles. Antes de irme le susurré al oído:

―No vuelvas a poner los pies en mi casa.

Quince días después de aquel episodio se mudó. Espero que haya encontrado a una mujer capaz de amarla.