Por la calle, mi silueta hacía vacilar a los escaparates. Los hombres me seguían, a veces groseros, con frecuencia enloquecidos por el vino y el sol. Ahí los tienes, me decía yo. Corren en pos de su propia muerte, piden que los decapiten de un golpe de mandíbula. Uno solo. Tánger ya no olía a azufre, sino a sangre fresca.

Vaya si conocí a hombres, después de mi ruptura con Driss. Conocer no es amar, y amar se me había hecho imposible. Inaccesible. No lo supe de inmediato. Encuentro tras encuentro, el amor me daba punzadas como un miembro fantasma. Amputada del corazón, mis manos siguieron transpirando pese a todo, y yo zumbando como una abeja cuando un encuentro me parecía decisivo, cuando un rostro se me antojaba sensible; una dentición, perfecta; un hombre, vibrante y acariciante.

Al final la evidencia se fue haciendo cada vez más evidente: sólo el deseo me hacía correr y languidecer. Deseo de jugar, de matar, de morir, de traicionar, de escupir y de maldecir. De follar, también. Follar del mismo modo que se ríe, que se vacía un vaso de agua o que uno se carcajea burlonamente ante el espectáculo de los seísmos y de los maremotos. Follar importándole a uno un ardite los envoltorios. No los había. El cuerpo no existe. No es más que una dolorosa metáfora. Una engañifa. Un juego soberanamente fastidioso, mortalmente repetitivo.

Todos aquellos cuerpos que me tiré como otros tantos baluartes, de dos en dos, de tres en tres, en grupo, como un tirarse al vacío, hasta el infinito, no podían hacer nada por mí, del mismo modo que yo no podía detenerme en ellos. Comprendí que amar no era un hecho de este mundo y que mis hombres dejarán para siempre mi alma desmesuradamente abierta, al no haber comprendido que mi vagina le sirve de antecámara o de preámbulo, y que en ella no se entra como se va al burdel.

Me beneficié a cuantos se me antojaron, libre y desligada. Los que se creyeron dueños de mi cuerpo no fueron en realidad sino sus instrumentos, juguetes de una noche, licores más o menos fuertes que me sirvieron para abreviar mis horas nocturnas y burlar mis jaquecas.

Durante catorce años no fui más que una raja. Una raja que se abre cuando la tocan. Poco importa que el gesto esté dictado por el amor, el deseo, la cocaína o la enfermedad de Parkinson. Lo esencial era que mi cabeza saliera incólume, que permaneciese fuera de alcance, que se recitara poesías muertas, se contase chistes salaces o repasara la cuenta de los gastos del mes. Mi cabeza debía permanecer firme, cerrada y casta mientras esperaba a que el cuerpo― compañero, el cuerpo―mercenario, el cuerpo―extranjero cruzara de nuevo el umbral de la puerta y se hundiese en la noche y en sus cenizas frías.

Iba de viviendas de lujo a trastiendas de comerciantes enriquecidos, de lo más profundo de las alcobas a los callejones poco seguros. Cada vez que entraba en casa de uno de mis amantes, tenía la sofocante sensación de hallarme entre puertas cerradas y ventanas clausuradas. Y al no poder abrirlas de par en par ―pues temía a los vecinos, a los transeúntes, a las brigadas de buenas costumbres o la visita sorpresa de alguno de mi pueblo―, desarrollé un instinto excepcional para identificar las salidas ocultas, el dédalo de pequeñas callejuelas que me llevaban a través de la medina, cuyo complejo trazado corría pareja con mis aventuras…

También viajé. Y mucho. Vi mundo y descubrí costumbres diferentes a expensas de mis amantes.

Invariablemente acabo cansándome. Invariablemente acabo aburriéndome. Invariablemente opto por decir adiós. Un sexo, incluso el mejor dotado, sólo tiene interés si me hace gozar. Me trae sin cuidado que me hablen de Nasser o de Hajjaj Ibn Youssef el sanguinario. Me importan un bledo la política, la genética, el derecho canónico y la economía de mercado. Los hombres hablan y yo me oprimo las sienes. Espero a que agoten su reserva de palabras y me folien larga y lentamente, en silencio. Cuando mi vagina deja de babear su placer, vuelvo la espalda a quien un momento antes me ha provocado calambres y orgasmos. Me importa un bledo el agradecimiento del bajo vientre. Me dan igual tanto la ternura como la tristeza poscoito. Autorizo a mis amantes tan sólo a guardar silencio, dormir o marcharse. Cuando la puerta se cierra de un portazo, el júbilo se apodera de mí. Me pongo un disco de jazz o de flamenco. Pasada la medianoche nunca escucho voces árabes, pues me cosen a puñaladas. Los árabes me hieren incluso cuando callan. Me resultan demasiado cercanos, demasiado transparentes.

He perdido la cuenta de las bocas besadas, los cuellos mordidos, las pichas mamadas y las nalgas arañadas que hoy colman mis cajones.

Y vaya si he conocido pollas… Gordas y perezosas. Pequeñas y juguetonas. Agresivas y lascivas. Torpes e indolentes. Locas, blandas y sabias. Tiernas y cínicas. Atolondradas y mentirosas redomadas. Morenas y rubias. E incluso una amarilla y dos negras, por pura glotonería.

Algunas me hicieron llorar de placer. Otras me hicieron reír. Una de ellas me dejó muda, tan irrisorias eran sus dimensiones. Otra parecía una trompa, por lo enorme que era. Mi vagina se acuerda de todas, rememora algunas con ternura, pero nunca con gratitud. Se han limitado a saldar una deuda. Afortunadamente abandoné mucho tiempo atrás toda idea de venganza. De lo contrario, las habría cortado todas.

Hoy, en sus noches de dolor y de morfina, Driss me cuchichea, ajeno a la obscenidad de la confesión: «Te amo. Nunca he dejado de amarte». Lo sé, y por eso me aplico a podar el rosal y a alimentar a los conejos en sus conejeras.

Me dijo que se había arrancado los ojos de remordimiento. Me dijo que se había cortado la lengua. La mía ya no supo decir «te amo» a nadie, con excepción de los árboles, las tortugas y los amaneceres de colores lavados que despuntan justo antes de que desespere de volver a ver la luz y de oír cantar al gallo. Me dijo que se había cortado el cuello, pero es el mío el que lleva la cicatriz.

Cuando dejé a Driss, mi corazón roto no tardó en volverse múltiple. Al abjurar de su rostro, me volví prosaica, con el culo al alcance del primer llegado, o casi, y me negué a que mis amantes compartieran mi sueño, mi última ciudadela, una vez despachada la bagatela.