Driss tenía tiempo y dinero, y los malgastaba sin remordimientos.

―Vamos a viajar ―me decía―, a ver mundo. París te encantará, y Roma, y Viena. A menos que prefieras El Cairo… Deberías ir a consolar a tus hermanos egipcios por la paliza que Israel acaba de administrarles tras haber logrado franquear la línea Barleev. ¡Por mis antepasados, vaya somanta de palos! ¿No quieres? Bueno, quedan Túnez, Sevilla y Córdoba. Te llevaré a donde quieras, amada mía. Soy tu humilde y fiel esclavo.

Mentía. Estaba jugando. Yo no deseaba ir a parte alguna. Y de hecho, jamás viajamos juntos.

―Ya no te quiero, Driss.

―Es ahora precisamente cuando empiezas a amarme, gatita mía. Vamos, no seas ridícula. Tenemos tantas cosas que hacer juntos…

Aparte del amor, en realidad ya no teníamos gran cosa que hacer juntos. El cuerpo va siempre un episodio por detrás, y teme a los destetes, debido a lo doloroso que resultó el primero. Odio la memoria de las células por su fidelidad canina, que pone en ridículo a las neuronas y se mofa alegremente del córtex y de sus elucubraciones. Fue mi mente, y no mi cuerpo, la que me salvó. Me aconsejó alquilar un piso enseguida, incluso aunque Driss pagase el exorbitante alquiler.

Me escuchó con el ceño fruncido, y finalmente decidió:

―¡Haremos algo mejor que eso, criaturita!

Elegí los muebles, las cortinas y las alfombras. Driss compró las chucherías y una gran cama japonesa que ocupaba todo el dormitorio.

Él me regaló mi primer elefante de marfil. Hoy son más de cincuenta los que barritan en la noche de Imchouk, el cementerio que he elegido.

Nunca me avisaba cuándo iba a dejarse caer por allí; se limitaba a girar la llave en la puerta sin llamar, y me encontraba de pie ante el fregadero o la cocina probando mis propias recetas de tajín e inventando nuevos surtidos de entremeses. Con el cabello recogido mediante un gran fular de un rojo o un verde chillones, y envuelta en una holgada túnica sin mangas, casi deforme, le rechazaba cuando intentaba tocarme, pegarse a mis nalgas o morderme el hombro. Cocinar me permitía dejar la mente en blanco y concentrarme en otra cosa que no fuesen mis heridas.

Acabó por aceptar mis desplantes y por lo general se contentaba con hacerme compañía mientras se tomaba un vino tranquilamente y picaba unas aceitunas verdes y unos pepinillos. Me traía los últimos chismes que corrían por la ciudad y me explicaba los chanchullos políticos del momento, que sólo me interesaban hasta cierto punto.

Driss era consciente de que ya no quería saber nada de él, pero le tranquilizaba el hecho de que siguiera humedeciéndome tanto a su contacto, en función de una mecánica física bien engrasada que se pone en marcha a la menor caricia. Me penetraba suavemente, el muy comediante, con apenas la mitad de su miembro, y me columpiaba al extremo de su sexo.

―¡Apéate del burro, anda! Abre la boca para que pueda chuparte la punta de la lengua. Sólo la puntita, mi tozudo albaricoque.

Es evidente que yo gozaba. Y que Driss no eyaculaba. Pero no conseguía quitarme a Hamid de la cabeza. «Me pone los cuernos con un hombre», decía al espejo, mujer destrozada que se retocaba el lápiz de labios tras cada visita de Driss.

Dejarle, sí, pero ¿para ir adónde? Driss controlaba Tánger. Estaba en todas partes, con la polla hincada hasta en el culo de los hombres. Me producía a mí misma el efecto de un cadáver después de la autopsia: un despojo recosido con hilo grueso que espera ser retirado de la morgue, con una etiqueta atada al dedo gordo del pie.

Intenté explicárselo a tía Selma, que me despidió con cajas destempladas, tras endilgarme unas cuantas frases y un par de miradas desdeñosas.

―Pues vaya si te ha lucido el pelo al mudarte… Ese hombre se presenta cuando le da la gana, con objeto de husmear para estar seguro de que no tienes un amante. Te folla entre orgía y orgía y duerme como un bebé, porque tu mente se la trae floja. Ese monstruo ha devorado tu juventud. Ha podido conseguirte porque es un tío de ciudad que está forrado y a la pequeña campesina de Imchouk le encanta lamer las suelas aristocráticas.

¡Lamer, decía la santa mujer! En cualquier caso, no podía contarle que aquel hombre me hacía gozar por allí por donde se dignaba pasar. Mi mente no era para él más que un andén de estación.

―¿Eres consciente de que basta con que algún chinchorrero del vecindario le vaya con el soplo a la policía para que des con tus huesos en chirona? ―añadió tía Selma―. Pero ¿qué estoy diciendo? Olvidaba que la señora está arrejuntada con el médico más brillante de la ciudad y que es intocable. ¿Dices que te ama? ¡De eso nada, monada! Sólo ama su picha. ¡Y no me digas lo contrario, o empezaré a darme cabezazos contra la pared!

¿Me ama ese hombre? ¿Me ha querido alguna vez? Lo dudo. O en todo caso a su manera: desenvuelta, desapegada, desesperada bajo las risas, bajo la elegancia impecable del gesto y del vestir, bajo su control del alcohol y su cultura, infinita, abrumadora, ligera en el comercio con la multitud, melancólica tan pronto como vuelve a encontrarse a solas frente a su silencio, con o sin una mujer en la cama o en los brazos.

Ahora sé por qué nunca conseguía conciliar el sueño si antes no había terminado la lectura de Le Monde, que en Tánger se distribuía con una semana de retraso, de sus clásicos árabes, cuyas peroratas brillantes y burlescas no se cansaba de leer, de sus novelas negras americanas, de sus poetas franceses de entreguerras… Driss me enseñó a leer. Y a pensar. Y yo quería cortarle la cabeza.

Sí, acabé por comprenderlo: el corazón de Driss no tenía acceso. Era un ser demasiado solitario; adoraba los paisajes minerales, las vidas sin ton ni son, las mentes desquiciadas, cuyo parloteo le proporcionaba materia para reír y para meditar.