En la oficina no hacía gran cosa, al igual que antaño en la escuela. Me contentaba con posar las manos en el teclado de la vieja Olivetti y contemplar el edificio de enfrente, idiota y senil antes de tiempo. La lluvia caía suavemente sobre sus terrazas. Las gotas de agua rodaban, se enlazaban, se convertían en hilillos que resbalaban a lo largo de los toldos, formando cortinas de lluvia en las tiendas. Pensaba en el uadi Harrath y en mi familia, que había acabado aceptando mi fuga, pues las amenazas de mi hermano Alí se habían revelado como antariyyat[51] sin consecuencias.

¿Qué había hecho Tánger de mí? Una puta. Una puta similar en todo a su medina, que, sin embargo, yo amaba mucho más que su parte europea, marcada por mis pasos y por los de Driss el despreocupado. Los aristócratas que antaño residían en el recinto de la kasba la habían abandonado por los edificios a la europea y las mansiones encaramadas en las laderas encopetadas, con vistas al mar y chóferes enguantados para conducir las berlinas. Dejaban tras de sí suntuosas viviendas con arañas tan pesadas que ningún techo moderno podría soportarlas, paredes pintadas con pan de oro, cerámicas recubriendo los patios y las terrazas, cuyos motivos iban perdiendo el color, carpinterías incrustadas de estuco que muy pocos artesanos sabían todavía trabajar. Gentes del campo como yo, con prisas por vivir, poco preocupados por los fastos de antaño, habían venido a sustituir a los antiguos propietarios, y la medina se pudría, apestando a ratas y a orina de adulto.

Luego descubrí las virtudes de la bebida. Tardé cierto tiempo en escoger, ya que el vino me revolvía el estómago, la cerveza me producía diarrea y el champán me daba morriña. Sólo el whisky, rebajado con agua, me hacía crepitar como un fuego de abedul y me ahorraba los vértigos de la resaca. Apreciaba las marcas más raras, las más costosas, lo cual hacía reír a Driss.

―¡Haces bien, paloma mía! Pecar por pecar, vale más elegir las vilezas de precio prohibitivo. No te rebajes jamás, almendra mía, a alimentarte de mediocridad y a contentarte con lo común. Vejarías a tus ángeles de la guarda si te humillases de ese modo.

Actualmente mis pecados se recogen con pala, recuerdo haberme dicho. ¿A cuándo se remontan mi última plegaria, mis últimas abluciones? Me eché a reír dentro de mi cabeza: siendo pagana, me prosternaba cinco veces al día en dirección a La Meca. Una vez convertida al amor y a las rupturas, dirigía a Dios mis súplicas en mitad de un polvo o bien bajo la ducha. ¿Musulmana yo? Pero entonces ¿aquel hombre, aquellas mujeres, aquel alcohol, aquellas cadenas, aquellas preguntas, aquella ausencia de remordimientos, aquel arrepentimiento que no llegaba…? Sólo el ayuno del ramadán permanecía intacto. Me purificaba de la angustia y me daba un respiro del alcohol. Ciertamente el ramadán por sí solo se demostró impotente para prohibirme el cuerpo de Driss, que no lo observaba. Oh, desde luego, respetaba mi penitencia, pero no le encontraba mérito alguno. No podía decirle que a la puesta del sol mi primer trago de agua subía a los cielos acompañado de un ferviente deseo: que Dios aceptara mi sed y mi hambre en sacrificio. Que supiese que mi cuerpo todavía era capaz de serle fiel.

Sin embargo, hice el amor con Driss durante el ramadán, rompiendo mi voto y traicionando mi palabra. Todo cuanto se me ocurría para decirle a Dios era: «No me mires ahora. Mira hacia otro lado, hasta que haya terminado». ¿Terminar qué? Aquel acto sublime e infame durante el cual la verga de Driss embestía mi vientre, lubricada y reluciente. Nos metíamos en la cama, mi amante y yo, él dando caladas a su cigarrillo, yo con la cabeza apoyada en su pecho moreno cubierto de pelos negros. Al acariciarlo tenía la sensación de aventurar los dedos por un matojo femenino. Su sudor era la humedad del más hermoso sexo que una mujer pueda exhibir a cielo abierto. Él aspiraba el humo y yo lo recuperaba, directamente exhalado de sus pulmones, lo guardaba en los míos y luego lo expulsaba, gozadora y gozosa, embebida de alcohol y de nicotina. Mi vientre hervía, no dejaba de verter en mis bragas y en las sábanas mi exceso de amor y de expectativas. Quería tenerlo todo el tiempo dentro de mí. Todo el tiempo. «¡Quédate ahí! No salgas». Él reía, manoseando mi sexo inundado de mis fluidos y de su esperma. Había transformado mi bajo vientre en una boca que no quería otra cosa que tomarlo, albergarlo para siempre. Cada vez que él salía de mí, le decía «Quédate», para no volver a ver cómo mi alma se derramaba entre mis piernas, ridícula y trivial. Ya no podía más de ganas de amarlo. Ya no podía más de ganas de abandonarle.

La víspera del Aïd, mientras los niños corrían chillando por las callejuelas pobremente iluminadas y hacían explotar sus petardos contra los muros hinchados de humedad, Driss me soltó una de sus brillantes peroratas, la última antes de la ruptura.

―¿Sabes?, te amo y me resisto a ello. La vida no es más que una polla. Se empina, pues muy bien. Se marchita, pues sanseacabó, hay que pasar a otra cosa. La vida es un coño. Se humedece, pues vale. Pero si empieza a hacerse preguntas, hay que dejarlo correr. Uno no debe complicarse la existencia, mi dulce ruiseñor. Una polla, un coño y punto. ¿Cuándo lo comprenderás?

―Ya sabes que me aplico… Algún día, a fuerza de escucharte, podré abandonarte por fin.

―¿Abandonarme para hacer qué? No, no podrás pasarte sin este rabo que se pone tieso por ti sin flaquear un instante y no para de escurrirse entre tus nalgas, sin que consientas en ofrecerle tu clavel.

―Todavía no te odio lo suficiente para ofrecerte mi trasero.

―¿Odiarme? ¡Oye, resultas un poco cargante con tus grandes palabras de amor y tu expresión de trágica! Empiezas a exasperarme con tus «Te amo», «Te odio», «Algún día te abandonaré»… Yo nunca te he mentido, siempre he dicho: «Si estoy empalmado, poseo, me corro, gozo y olvido». ¿Se puede saber quién te calienta la cabeza? ¿Quién te mete esas ideas?

Evidentemente nadie. Ni siquiera las recientes lecturas que Driss me había impuesto, como su Simone de Beauvoir, su Boris Vian y su Louis Aragón. Ni esas canciones francesas que él llamaba «canciones con mensaje», pomposas y pretenciosas. Sólo juraba por Léo Ferré. Yo encontraba más aterciopelada la voz de la otra, la Greco. De todos modos, sólo Oum Koulthoum hacía estremecer todo mi ser. El resto de las voces recibía con gran frecuencia por mi parte un corte de mangas colérico y un «puag» crispado. Me trataba de árabe embrutecida. Yo le decía: «Que te folien», sin aflojar los dientes.

Y entonces Driss me habló de Hamid. El cielo sobre Tánger era azul y aquella mañana de domingo incitaba a la pereza y a las caricias. La copiosa bandeja del desayuno me hizo pensar que pasaba más tiempo en casa de mi amante que en casa de tía Selma, que ya casi nunca me hablaba. Desde luego, yo tenía ganas de hacer el amor, pero a Driss le apetecía otra cosa. Quería masturbarse ante mis ojos.

La cabeza de su polla sobresalía, maciza y roja, y el miembro, soberbio, exhibía triunfal sus venas hinchadas y repletas de sangre. Yo miraba, fascinada y con mayor turbación de lo que hubiera querido admitir. Driss iba y venía delicadamente, oprimiendo el glande entre dos dedos, y luego tomaba la verga entera con una mano tierna y maternal. Por primera vez en mi vida tomé conciencia, de una manera absolutamente material y física, de que tenía el clítoris en erección y que apuntaba entre mis labios, hambriento. Después de aquel descubrimiento, nunca jamás volví a creer en la cacareada pasividad femenina. Lo sé cuando me empapo, tiemblo y mi botón se pone tieso, aunque mis piernas permanezcan apretadas y mi rostro plácido.

La mano de Driss envolvía el miembro, lo oprimía como yo jamás he sabido hacerlo. Estaba a punto de eyacularme en la cara, sin que mis pechos ni mi sexo tuvieran nada que ver. Si pueden darse tanto placer ellos solos, ¿por qué los hombres insisten en penetrarnos? Quería cubrirlo con mis labios, pero se negó.

―No ―dijo masajeándose desde el centro hasta el extremo, enamorado de su polla, que sabía hermosa―. No, las mujeres no saben menearla ―explicó―. Sólo chupar. ¡Y aun eso…! No es tan bueno como con un hombre.

Transformarme en estatua de sal, al presente también sabía hacer eso.

―¿Has fornicado con hombres?

―Amor mío, mi zumo de mango y de arándanos silvestres, pues ¿qué creías? Sí, un tipo me la mamó. Y es tan bueno que me pregunto si no renunciaré a las mujeres.

Estaba empalmado como un asno, desbordaba de su propia mano derecha y rezumaba un agua transparente.

―¿Por qué pones esa cara? ¿Y qué me dices de ti?

―¿De qué hablas?

―No protestaste cuando Saloua introdujo la lengua en tu almendra, la última vez.

―Porque el señor prefirió correrse en otra almendra en vez de en la mía.

Se rió y me besó en plena boca.

―¿Sabes?, ¡estás mejorando! Empiezas a hablar como yo. Me encanta tu obscenidad de pavisosa. Un esfuerzo más y podrás provocar hemorroides a los guardianes de la virtud. Lo ideal sería que escribieras montones de esas groserías exquisitas y las fijases por las paredes. Pero tranquilízate: estoy loco por tu almeja, mi virgen empapada de humedad, y si te entran ganas de beneficiarte a la vieja lesbiana mercenaria, no te lo reprocharé en modo alguno.

―No me interesa.

―¡No tan deprisa, criatura, no tan deprisa! Me horroriza que alguien se mienta a sí mismo en mi presencia, lo sabes muy bien. ¿Acaso yo te miento cuando digo que el culo de Hamid es soberbio? ¡Se diría que es un conejo, por lo resbaladizo que está! ¡Por no hablar de su nabo!

―Tendría que haber comprendido que eras un homosexual hasta la médula el día en que Saloua te hundió la lengua en el trasero.

―Oye, no soy ningún marica, ¡pero considero que cada cual es libre de usar su culo como mejor le plazca! Y si Saloua me metió la lengua en el ojete es porque los hombres se abren por ahí cuando eyaculan. Es que hay que enseñártelo todo, paloma mía… Esa zorra de Saloua ha sobado demasiadas pollas y traseros para no conocer esa regla elemental del placer. Tú no te atreves. No te atreves a nada.

―¿No te da vergüenza? ¿Tú, hacerte encular?

―A mí me gusta follar. Me encantan los chochos babosos como una tortilla. Me gusta mi polla, que está aquí plantada frente a ti, a punto de explotar. En lo que concierne a tu cacareada moral, debes saber que nunca he puesto la mano encima ni a un niño ni a una virgen. Y por lo que respecta a Hamid, no me encula, se limita a darme a probar el paraíso.

―¿Y qué dirá Tánger de su brillante médico?

Prorrumpió en carcajadas y, tras separar ampliamente las piernas, se trituró el extremo del sexo, a punto de sucumbir.

―Eres una tonta… Eres tan inocente… ¡A Tánger eso le trae absolutamente sin cuidado! Le basta con que se cubran las apariencias. No me obligues a desgranarte la lista de varones casados con los que te cruzas en los salones de alto copete y que invariablemente se hacen follar en cada siesta por algún h’bibi[52] monín en sus alcobas de burgués, con un fondo de flamenco o de los Stones… ¡Que revienten con la boca abierta! Sucio fin de raza que no se decide a terminar y a dejar de tomar el pelo a la gente. Por no hablar de las preciosistas, bien casadas y holgadamente abuelas, que adoran hacerse chupar por labios encendidos y de buena cuna… Y, además, en tu tierra, allá en el campo, en Auvernia, iba a decir, ¡también vosotros lo hacéis! Sin poner en ello ni alegría ni delicadeza, por otra parte.

Vaya, así que ahora Imchouk se encontraba en Auvernia…

―Volviendo al asunto que nos ocupa, Hamid está casado y es fiel a su esposa. Es profesor de historia medieval, e imbatible en lo que respecta a Pipino el Breve y a Berta la del gran pie. Lo más importante es que tiene un culo magnífico. Incluso su mujer no puede por menos que hincarle el diente cuando está tomando el baño y ella le frota la espalda con un guante de crin bien áspero. Lo conocí en Fez, en una villa sembrada de acacias, con un surtidor espléndido plantado en mitad del patio. Era el cuadragésimo día de un muerto exquisito, mi primo Abbas, y no dejé de mofarme de Azrael, lo cual escandalizaba a los hijos del difunto y entristecía a sus amigos de semblante crispado, susurrantes en sus chilabas de seda, que relucían como un bidé, perfumados con almizcle, rebosantes de falsa piedad y haciendo gala de las fórmulas al uso, que aborrezco. Me negué a probar el cuscús ritual, así como el tajín y los pasteles que señalaban el fin del luto reglamentario. Las mujeres resultaban insulsas bajo sus mises en plis. No había ni una sola muchacha por los alrededores. Estaban encerradas en la cocina y en las habitaciones del primer piso, fumando su tabaco dulzón y acariciándose discretamente los pezones. La casa era inmensa, y mi botella de whisky estaba vacía. Fui a orinar y allí estaba Hamid. Temblaba cuando me pescó al salir de los servicios, con la polla oliendo a orina caliente y casi de mal humor, hasta tal punto detesto la compasión, el luto mal llevado, el teatro y todas esas zarandajas al estilo de los fassis. Mi madre fingía dormir, sentada muy tiesa, la muy picarona, entre los baldiyya[53] de su raza y de su clase, en la vasta estancia central, toda revestida de teselas de un amarillo ocre y en las que habían envuelto con sábanas blancas las pesadas cortinas y los espejos.

»Hamid me tomó la mano y se la puso sobre el sexo.

»―Una de dos, o me enculas o te enculo yo ―dijo.

»Prorrumpí en carcajadas.

»―Es por culpa del vodka ―le dije―. He visto cómo lo bebías a sorbitos en compañía de Farid, en el piso de arriba.

»―No querrás que deje caer mi pantalón aquí mismo, en plena velada, en este patio lleno de viejos burgueses que están para el arrastre, prácticamente hechos una piltrafa, puede decirse que momificados. Tócame y verás si es el vodka el que me la pone tiesa.

»Nunca antes había tocado a un hombre. Paseé la mano por el bulto de su pantalón. A modo de desafío. En son de burla. Tenía la bragueta abierta mientras su mujer conversaba en el salón con mi vieja tía Zoubida. Creo que son primas en no sé qué grado. Éramos dos tíos en medio de un patio árabe y las estrellas aparecían plenas, cercanas, al alcance de la mano.

Driss hablaba sin dejar de fumar, con el sexo al aire, firme y bien plantado. Estaba claro que su erección no era por mi causa.

―Muy bien, ¿y qué?

―¿Y qué? A ti que te gustan las pollas, te habrías echado a llorar al ver lo que liberé de sus calzoncillos. Oprimí el extremo reluciente y murmuró, repentinamente triste: «Tengo frío y hace una hermosa noche». Debes saber que es de constitución fuerte y me saca más de una cabeza.

»―¿Eres marica? ―le pregunté mientras le estrujaba el miembro.

»―La verdad es que no. Jugué un poco con los aparceros de la granja familiar, y un par de veces en Amsterdam. Sin embargo, tu cara es lo que ha hecho que se me pusiera tiesa. Y tu boca. Debes de chupar como un rey.

»―Sí, cuando una raja me electriza. Pero tú no tienes raja.

»―No, pero ahora me gustaría hacer de tu mujer. Después te tomaré yo a ti.

»―¿De pie o de costado? ―le solté sarcástico.

»―Te estás burlando de mí ―dijo al tiempo que descargaba en mis dedos.

»En menos de cinco minutos, un tío me había ligado, había puesto su polla entre mis manos y había gozado ante mis narices mientras me decía que deseaba que se la metiera y luego devolverme el favor.

―Y ¿qué pasó?

El sexo de Driss daba sacudidas de deseo, como un monstruo liberado. Había dejado de tocarse y se miraba. Luego me dijo:

―Y tú ¿qué piensas en este momento? Ya no puedes más, ¿verdad? Evidentemente nadie se ha atrevido jamás a contarte semejantes horrores.

―Y ¿qué pasó? ―repetí.

―No había nada que hacer en aquella casa árabe donde hasta el más pequeño rincón estaba iluminado mediante falsas lámparas de aceite. Se mostraba tan seguro de sí mismo y era tan arrogante que tiré de él hacia un rincón del recibidor y le di un beso con lengua. Volvió a empalmarse contra mi bragueta.

»―¿La quieres?

»―Sí.

»―Mañana a las tres de la tarde en mi casa, en mi piso. ¿Te parece bien?

»―¿Dejarás que te la mame?

»Lo arrinconé contra la pared, con la polla erecta.

»―Te encularé aquí mismo si sigues poniéndome caliente con tu lenguaje de puta experta.

»Fue a reunirse con su mujer y yo regresé a mi casa. No conseguí pegar ojo; me sentía turbado y no me hacía nada feliz haber llevado las cosas tan lejos. Hacia las cinco de la mañana decidí faltar a mi promesa. A mediodía empezaron a temblarme las manos. Y a las tres le abrí la puerta antes incluso de que llamase.