Fuimos a casa de las lesbianas como dos gatos siameses que maúllan un hambre mentirosa. Najat nos abrió la puerta en bata. El aire olía a Chanel N.° 5 y a orgasmo femenino. Saloua estaba en el salón, blanca y desnuda, con las bragas ostensiblemente arrojadas sobre un brazo del sillón.
Me miró con aire divertido y un tanto desdeñoso.
―También nosotras nos encerramos de vez en cuando tres días seguidos para darnos un buen lote. Pero, ya ves, ¡no somos sectarias! Siempre recibimos a Driss con las piernas abiertas. ¿Vino o champán?
―Agua ―le respondí.
Najat sirvió un whisky a Driss y depositó una jarra de agua, una copa achaparrada y una bandeja de fruta delante de mí.
Saloua volvió a ponerse las bragas y se echó encima una bata de seda de estar por casa. Encendió un cigarrillo, dio un trago a su copa de vino tinto y luego se sentó a mi izquierda, entre Driss y yo.
―Badra, eres guapa pero corta de entendederas. ¡Una boba como para darse de bofetadas! Crees ser la única que ama, pero ¿acaso sabes amar, para empezar?
―Lo que yo sepa o haga es algo que no te concierne.
―Eso está claro. No obstante, admite que otros puedan albergar los mismos sentimientos que tú sin mostrar idénticos comportamientos.
―No quiero actuar como los demás.
―Sólo porque permitimos que nos paguen, consideras que Najat y yo somos unas zafias y unas putas. Ser una puta no significa no amar su profesión. O no amar, sin más. A mí me gustan los hombres. Najat ha aprendido a aceptarlos. Y porque la amo, echar un polvo con ella me resulta más dulce que hacerme follar por el mismísimo Farid el-Atrach.
Pese a mis buenos propósitos, empezaba de nuevo a horrorizarme.
―Sé que estás aquí por Driss.
Había puesto el dedo en la llaga y lo sabía, tanto por el silencio de Driss como por mis mandíbulas crispadas. Najat, por su parte, se repintaba las uñas sin dejar de silbar.
―¡Soy como el vino, Badra! Un día u otro vendrás sólo por saber lo que tu hombre encuentra en mí.
Se pegó a mi cuerpo.
―No me toques ―le dije.
Driss se levantó y se puso a contemplar Tánger a través de las cortinas. Saloua hizo el gesto de ir a levantarse a su vez y, traidora, me bloqueó bajo ella. Arqueando los riñones, ajustó su sexo al mío y empezó a masajearme el montículo con un movimiento tan amplio como preciso. El recuerdo de Hazima brilló brevemente bajo mis párpados cerrados, como un tizón. El corazón me latía desbocado. No me esperaba aquello. Aterrada, sentí cómo mi sexo reaccionaba, pulsaba contra el de Saloua, enloquecido de deseo. Sin comprender muy bien lo que me ocurría, sentí cómo su dedo corazón se hundía en mi interior. Con la mano izquierda, cubierta de pesados anillos, ahogó mi protesta. Por espacio de un minuto sufrí la violación ardiente de su dedo, que mantuvo rígido y conquistador en mi sexo abierto y empapado. Yo ya no era virgen, pero temblaba con la misma cólera y la misma vergüenza. Como en un relámpago, vi a Driss inclinarse sobre Najat. El bulto de su bragueta resultaba elocuente. Mi segundo hombre me abandonaba. También él me entregaba a la violación, esta vez por manos anónimas y desprovistas de amor.
―Deja a mi amante, Driss ―gritó finalmente Saloua, mientras exhibía el dedo reluciente que acababa de retirar de mi cuerpo―. Es esta la que te desea. No estoy tan loca como para creer que se humedece por mí. ¡Ven a follarla y acabemos de una vez! De lo contrario, por la cabeza de Dada que me la tiro, aquí mismo ante tus ojos. Tengo el clítoris erecto y su sexo me está mamando bajo las bragas, como la boca de un lactante. Amigo mío, adivino que tu mango no debe de aburrirse hurgando a esta ―decretó, lamiéndose, golosa y sarcástica, el dedo corazón violador.
De la bragueta desabrochada de Driss emergía un tizón rojizo. Una gota brillaba como una perla en el grueso montículo. Estúpidamente pensé por enésima vez que el tahhar le había tallado una bonita polla. Se plantó arrogante ante mí y yo lo tomé, avergonzada y perra, entre mis labios. Era él quien me había enseñado a chupar correctamente una verga. Estaba tan empapada como para hacerme olvidar el Día del Juicio. Estaba tan empapada y entre tanto rogaba al Señor: «¡Por favor, no mires! ¡Por favor, perdóname! ¡Por favor, no me prohíbas hollar tu reino y rezar en él una vez más! ¡Por favor, líbrame de Driss! ¡Por favor, dime que eres mi Dios único que no me abandonará jamás! ¡Te lo suplico, Señor, sácame de los infiernos!».
A mi izquierda, Najat mordía gritando el dedo sacrílego de su amante, que reía.
―¡Ella no! ¡Una mujer no! ―vociferaba Najat.
Una sonora bofetada calmó su histeria de amante engañada. En mi boca, Driss tenía sabor a sal y su sexo era de terciopelo. Cariñosa y embelesada, acariciaba sus bolsas, que tenía pequeñas y duras, encogidas en una contracción de placer evidente. No decía una palabra, se contentaba con mirar cómo mis labios se deslizaban y mi saliva fluía a lo largo de su tallo. Pese a mi plegaria vi cómo Dios me miraba y maldecía el estúpido sufrimiento que sólo los humanos saben infligirse. Le vi maldecir a los violadores de niños, desterrar a Satán de su clemencia, prometer vencerlo, humillarlo, obligarle a desfilar un día ante la Creación entera, para que esta pida perdón por el hecho de que semejante criatura haya podido existir, y luego encadenarlo en el infierno, sin que el mal pueda jamás reír ni llorar.
Con los senos turgentes y la mirada perdida, Najat se dejaba abrir por los dedos feroces de Saloua. Pronto fue toda la mano la que tomó posesión de su cuerpo, descuartizado en un jadeo de deseo amargo y abiertamente amoroso.
―No eres más que una puta, mi puta querida nunca satisfecha ―la arrullaba Saloua.
Su nariz jugueteaba con aquel clítoris erecto como una banderita violácea, mientras su mano araba el cuerpo licuado de su amante, cuyo vientre yo veía doblarse bajo las sucesivas oleadas de placer.
Driss me sujetaba la nuca mientras yo le hacía una mamada y me preguntaba si iría a eyacularme en la garganta, cuando de pronto me levantó la cara, tierno y cómplice. Murmuró:
―No te pares, por favor. Tu lengua… Tus labios… Dime que estás mojada.
La verdad era que estaba inundada, pero me negaba a decírselo. Najat deliraba, con los ojos en blanco. ―¡Ahora, ahora! Oh, amor mío, acábame…
Con una brusca sacudida, Saloua retiró la mano. Najat gritó. Liberándose rápidamente de mi boca, Driss se plantó con autoridad en la suya. Patidifusa, vi cómo Saloua separaba las nalgas del hombre al que amo y le alojaba la lengua en el ano. Cuando las olas de esperma brotaron de la verga que adoro en la boca de mi rival venal, grité a mi vez, perdida definitivamente la razón.