Huir. Romper con Driss. Olvidar el deseo. Abjurar del placer. Admitir el miedo. Mirarlo a los ojos. Dos perros de mayólica. El terror de amar. El de humedecerme. Vomitar y admitirme permeable a los celos. Al odio. No confesarme nunca capaz de seguir a Driss en sus calaveradas y caprichos. No dar vueltas alrededor de la olla por miedo a caer en ella. Me ahogaba, y me negué a ponerme al teléfono cuando llamaba mi amante.
Acabó por acorralarme, me subió a la fuerza en su DS negro y me llevó a cenar al puerto. Me negué a tocar los salmonetes y las gambas. Él se iba emborrachando metódicamente con cerveza.
―¡Es o ellas o yo!
―Eres tú y ellas a la vez, sin discusión.
―No soy tu felpudo ni la criada para todo. No huí de Imchouk para que me transformases en una aljofifa.
―Huiste de Imchouk porque ya no te bastaba. Porque me echabas de menos y me deseabas.
―No era a ti a quien buscaba.
―¡Oh, ya lo creo que sí! A mí y sólo a mí. Con mis taras y mi polla que se empina de través.
―Ya no te quiero.
―No es lo que dice tu coño cuando estoy en él.
―Pues miente.
―Un coño nunca ha sabido mentir.
Echaba miradas azaradas en derredor, por miedo a que alguno de los camareros oyese a Driss soltarme sus palabrotas. Afortunadamente estábamos solos bajo la pérgola, el frescor del aire marino había desanimado a los demás clientes, que habían renunciado a instalarse en la terraza.
―Esta noche vas a volver conmigo.
―No.
―No me obligues a gritar.
―No me obligues a mirarte mientras haces el amor a esas dos perdidas.
―¡Yo sólo hago el amor contigo!
―¡Te burlas de mí!
―¡Por el amor de Dios, no entiendes nada, no me comprendes!
―¿Y qué quieres? ¡No soy más que una campesina y tú un señor feudal demasiado complicado!
―¿Es eso lo que te molesta?
―¡Lo que me molesta es que no me tienes el menor respeto!
Empezó a gritar. Yo me levanté para irme, pero me atrapó en la carretera. Subí al coche sin decir una sola palabra, atormentada. Circulaba a tumba abierta. La barrera del paso a nivel empezaba a bajar y se oía el silbido estridente de un tren que se acercaba por nuestra derecha. Pisó el acelerador con un «¡Ahora!». La luz cegadora del tren me sacó de mi aturdimiento y grité:
―¡No! ¡No, Driss! ¡No hagas eso!
Chocamos con la barrera y el coche saltó sobre los raíles diez segundos antes de que pasara el tren. Un brusco volantazo nos envió a la maleza, a dos metros de la laguna. Los cables de alta tensión emitían destellos rojizos por encima de nuestras cabezas, amenazadores. Desde entonces sé a qué se parece el Apocalipsis.
No lloré. No me moví. Con la frente apoyada en el volante, Driss respiraba con fuerza resoplando por la nariz. Abrí la portezuela tras lo que me pareció una eternidad. Empecé a arañarme la cara, desde las sienes hasta la barbilla, como había visto hacer a todas las mujeres de mi tribu al cielo cuando su pena le destrozaba el corazón. Cada nueva herida hacía que mi melopea subiera un tono.
―Por tus putas. Por mi vergüenza. Por mi perdición. Por haberte conocido. Por haberte amado. Por Tánger. Por nuestros polvos. Por tu polla. Por mi coño. Por el escándalo. Por nada.
―¡Te lo ruego, para! ¡Para, te digo! ¡Te vas a desfigurar!
La sangre me llegaba hasta los codos.
―Llévame a casa de tía Selma ―le dije agotada.
Me enjugó la cara y los brazos con un faldón de su camisa y condujo hasta el dispensario más próximo, de donde salió cargado de frascos y compresas de gasa. Me dormí entre sus brazos, con las mejillas embadurnadas de yodo y de pomada cicatrizante.
No asomé la nariz al exterior por espacio de una semana, durante la cual fui su niña, su abuela y su coño. Cada vez que lo cabalgaba, veía su corazón, un cielo por el que revoleaban cometas de cola nevada, con una zarza ardiendo clavada en el centro cual un dragón. Driss deliraba bajo las mordeduras de mi vagina, empapado en sudor:
―¡Tu coño! ¡Tu coño, Badra! ¡Tu coño me ha perdido!
Al final de la noche y de mi soledad definitiva, cubierta de sal y de esperma, le dije:
―Ahora puedo mirarte follar a las putas sin llorar.