Fue el colegio el que metió a Hazima en mi cama. O más bien el internado, que bullía de chicas a medio vestir, con sus manías, sus ritos de higiene y sus peleas. En mi casa, mi madre nunca llevó ni falda ni sujetador, y yo admiraba esas prendas. Así, confundía las prendas con los cuerpos, y al desear las primeras, no tenía el menor escrúpulo en admirar los segundos. Aquellas pieles jóvenes, aquellos pechos insolentes, aquellas grupas que emergían de la infancia para hacerse un sitio a pleno sol, todo aquello me hacía sentirme tremendamente curiosa y presa de una difusa envidia.
Una noche, Hazima, la chica más guapa del internado, y también la más desvergonzada, levantó las mantas y se deslizó en mi cama.
―Caliéntame la espalda ―me ordenó.
La obedecí. De forma en exceso mecánica para su gusto, pues protestó:
―¡Con suavidad! No estás cardando lana, me parece a mí.
Le acaricié la piel, con la palma húmeda y abierta. La verdad es que la tenía muy sedosa. El raso de su piel se estremecía bajo mis dedos, y los lunares ondulaban a su paso.
―Más abajo ―pidió.
Avancé hasta el hueco de los riñones. Ella permanecía tiesa e inmóvil. Luego me enderecé, apoyada en un codo, y me incliné para mirarla. Dormía con los puños cerrados.
La cosa se repitió al otro día, y también los días que siguieron. Todas las veces se adormecía, o lo simulaba. Un día se volvió de repente y me ofreció sus pechos, que apenas apuntaban. Fui de un seno a otro entre estremecimientos. Era como si otra mano acariciase mi propio pecho. Otra noche me envalentoné y deslicé un dedo en su sexo apenas peludo. De pronto se arqueó, presa de convulsiones, y tuve que sofocar con la mano sus gemidos de moribunda. Hazima era mejor que Noura, más grave, más afrutada.
Al filo de los días mis citas nocturnas con Hazima se volvieron cotidianas. Afirmábamos dormir juntas «para calentarnos», sin que ello sorprendiera a las otras chicas del dormitorio. Cuando llegué a adulta no pude por menos que sonreír ante la idea de que el dormitorio pudiera no haber sido, a fin de cuentas, más que un susurrante lupanar, y eso en las propias narices de las vigilantes y en las mismas barbas del reglamento interno.
En clase me aburría mortalmente; los estudios se me antojaban un ejercicio más aprovechable para la gente de ciudad que para la labriega que yo era. ¡Resultaba difícil convertir a una descendiente de generaciones de analfabetos orgullosos de serlo a los méritos del saber! Ante mi indolencia, mis profesores adoptaban una expresión irritada, pero lo cierto es que no sentía ningún deseo de agradarles. Me pasaba el tiempo mirando desfilar las nubes y aguardando a Hazima.
Sin embargo, Hazima y yo nos separamos a final de curso, sin palabras, sin lágrimas ni promesas. A nuestra edad amar no tenía resonancia alguna y los toqueteos con alguien del mismo sexo carecían de consecuencias. El sexo es un ib, una indecencia que sólo se comete entre hombres y mujeres. Hazima y yo no hacíamos sino prepararnos para recibir al macho.
Por otra parte, mi cuerpo cambiaba a velocidad tan vertiginosa que me parecía imposible atraparlo. Se alargaba, se estilizaba, se iba cubriendo de morbideces y se redondeaba incluso durante mi sueño. Se parecía a ese país que afirmaban que era el mío, nuevo y piafante de impaciencia, recientemente separado de sus colonizadores sin haberse divorciado de ellos. En el norte abrían fábricas textiles, que amenazaban a mi padre con la ruina, y los jóvenes, ahítos de instrucción de nuevo cuño, empezaban a encontrar ingrato el campo, demasiado estrecho para sus mentes atiborradas de ecuaciones, de eslóganes socialistas o de sueños panarabistas.
Me volví curiosa con respecto a mi cuerpo, tras haberlo sido exclusivamente con mi sexo. Examinaba mis pies, que encontraba demasiado planos, y me consolaba admirando mis finos tobillos y muñecas y mis dedos afilados, una herencia de mi madre. Mi pecho, lleno de savia, se hinchaba insolente. Una sedosa pelusa había recubierto mi sexo, tan carnoso que a veces se me salía de las bragas. Al presente me llenaba la mano y se apretaba contra mi palma como el lomo de un gato que se estira. Tenía la piel suave sin ser delicada, ambarina sin ser morena. Mis ojos, de un color casi amarillo, atraían las miradas, al igual que el lunar que tenía en la barbilla. Sin embargo, más que el rostro, era mi cuerpo el que proclamaba su belleza escandalosa.
Fue mi coño el que puso fin a mis estudios, pues Hmed el notario babeaba de impaciencia por poseerlo.
Sólo obtuvo la corteza; la pulpa se había reservado para los dientes y la verga de Driss.