Mi hombre quería que saliéramos, que fuésemos al teatro, al cine, al club de campo, que sus amigos nos recibieran como pareja, tal como ocurría en aquellos curiosos círculos de los que me hablaba en los que, según precisaba, todo podía decirse y donde todo podía ocurrir. Accedí a ir con él, aunque rabiosa y completamente refractaria a la multitud y al alcohol. Fue allí donde empezó a perderme. Fue allí donde yo lo perdí.

Driss me sabía enamorada y disfrutaba con mi deseo. Durante esas veladas le encantaba olisquear la nuca de una muchacha, rodear las caderas de otra con un brazo, depositar besos en una sien o pellizcar ostensiblemente una nalga turgente. Nunca me tocaba en público, y fingía no ver mi rabia ni las balas que yo alojaba en la piel de aquellas monadas. Los ardientes fogonazos que me atravesaban el vientre cada vez que se encontraba a menos de un metro de mí me llenaban los ojos de lágrimas y me colmaban de exasperación.

Una noche me llevó a casa de dos señoras cuyo nombre me reveló en el descansillo, en el cuarto piso de un encopetado edificio de la avenida del Istiqlal. Hizo que le sirvieran vino francés, despojó un racimo de uvas de sus frutos, contó dos o tres chistes y finalmente se declaró presa de mal de amores. Cinco minutos después tenía sobre sus rodillas a Najat, una cegata con cuerpo de diosa, y le manoseaba los pechos sin vergüenza alguna. A mí me entraron ganas de asesinar a alguien cuando oí a Saloua, su compañera, reír y animarle.

―Libera su teta izquierda. Adelante, muérdele el pezón. Pero no demasiado fuerte, ¿eh? ¡Lame, amigo mío, lame! A Najat le encanta que la chupen. Y no te preocupes, ya está empapada. Limítate a introducir un dedo y verás si miento. ¡Oh, Driss, apiádate de mi mujer! ¡Está demasiado abierta, es demasiado ancha! ¡Pero huele bien! ¡Desde aquí percibo tu exhalación, oh, mi amor querido, mi vulva adúltera! Ábrete y que Driss vea, al fin, el enorme coño que tiraniza mis noches y colma mis días con la posesión de una mujer. ¿Sabes, Driss?, a Najat sólo le gustan los hombres cuando yo la estoy contemplando. Dice que cada vez que un hombre la penetra ante mis ojos, mi clítoris crece un centímetro. Está firmemente convencida de que a fuerza de aspirarme el chocho entre los labios todas las noches, acabaré encontrándome con una verga entre las piernas, lo justo para follarla hasta la matriz, sostiene, y librarla de los hombres por siempre jamás. Bueno, ¿vas a moverte, Driss, o quieres que ocupe tu lugar? Deseo a mi mujer, ¡sucio matasanos al que se la ponen tiesa una pareja de lesbianas!

Me levanté, casi digna, casi dueña de mí misma. No tenía nada que hacer en aquel piso, en medio de aquella tríada libertina. No era ni mi mundo ni mi hombre ni mi corazón lo que allí veía. De manera que me fui. A mi alrededor, Tánger olía a azufre. Sentía deseos de matar.

Driss no hizo nada por volver a verme hasta dos semanas más tarde. No intentó disculparse, se limitó a sentarse frente a mí y, señalando la alfombra cubierta de chucherías y de ediciones raras, dijo:

―Es una herencia de mi abuela, rica como Creso e injusta como las rubias espigas de trigo que olisqueaba, apoyada en su bastón con pomo de plata, en medio de sus campos maduros y lascivos en pleno mes de mayo. Se empeñaba en llevarse a su ancha cama con dosel a chiquillas de quince años, sobradamente núbiles, con los senos duros como obuses y el sexo encendido y dócil. Me adoraba, y apenas se ocultaba para chupar la lengua de sus campesinas pletóricas como espigas. Es de ella de quien he heredado mi amor por las mujeres. Obligaba a sus cortesanas a llevar bragas y las guardaba para mí, encerradas como un secreto en una caja de plata ricamente labrada. «Huele eso, sucio granujilla», me decía acercándome una braga ligeramente manchada con el extremo de su bastón de ébano. Yo olisqueaba religiosamente la reliquia, joven cachorrillo loco e impaciente. «Ahora ve a lavarte y no dejes que los hombres te pongan la mano en el culo. Esos campesinos no saben vivir. No tienen piedad con las rosas y los rosetones y, huelga decirlo, con los corderos de tu edad».

»Una noche me propuse mirar y saber. La puerta del dormitorio de mi abuela estaba entreabierta, el pasillo desierto. La joven Mabrouka se hallaba sentada sobre su cara y jadeaba, con el cabello deshecho y la grupa pequeña y bailarina. Preservando el himen de aquella chiquilla atolondrada, un dedo aristocrático araba, experto, sus nalgas virginales mientras el sexo se pegaba contra la boca de la anciana y digna dama, de moño impecable y gris. Cuando Mabrouka se desplomó, vencida y colmada, contra los pechos de mi abuela, que seguían siendo firmes pese a su edad, esta se volvió hacia la puerta donde yo me encontraba, chiquillo y al mismo tiempo ya hombre, y me guiñó un ojo. Sabía que yo estaba allí. Me aparté, pegajoso y admirativo ante tamaña audacia. El poder de aquella anciana sublime me sigue subyugando en la actualidad. Ofreció una cuantiosa dote a Mabrouka y la casó con el más trabajador de sus aparceros. Fue ella quien acudió la primera a recoger el paño manchado de sangre de su virginidad, al día siguiente de las nupcias. Depositó un beso en la frente de la joven desposada y deslizó un brazalete de oro en un fular debajo de su almohada. Una vez más, yo me encontraba allí, de pie, con mis calzones cortos de pana de canutillo y una ridícula corbata de pajarita anudada alrededor del cuello. Miraba a la abuela ordenar el mundo después de Dios, serena y colmada de su ciencia de los corazones, de las cotizaciones del trigo y de la cebada.

»―Lalla Fatma… ―gimoteó la joven Mabrouka.

»―Chist ―la cortó mi abuela―. El dolor pasará y aprenderás a amar a Touhami, lentamente. Debes darle un montón de hijos, mi niña. Serás una esposa perfecta, ya lo verás.

»Ese día comprendí que nuestros amores no son sino incestos repetidos y que entre los cuerpos no debería existir ninguna barrera. ¿Acaso tú no lo sabes?

Sí, lo sabía. Todos los cuerpos que había conocido con anterioridad me habían servido para eso, para derribar las barreras entre Driss y yo. Suponían un rito de paso, un aprendizaje pueril y torpe. Quise decírselo, pero tuve miedo de que me creyera mancillada por cópulas repugnantes y apresuradas, cuando nunca antes de él había follado verdaderamente. Ni amado. Y no quería matarle.