Driss, único y múltiple, constante hasta el punto de volverse obstinado, cambiante como el azogue, me intrigaba y me producía sudores fríos. A menudo se mostraba enamorado, galante, lírico, pródigo con su tiempo y con su dinero. Sin embargo, la mayor parte del tiempo era un solitario, áspero, egoísta, hiriente y cínico; capaz de llorar en mi hombro mientras me hacía el amor y absolutamente grosero cuando me arriesgaba a desnudar mi corazón, a depositar un beso en la palma de su mano. Incluso llegó a burlarse de mis pies, tildándolos de «campesinos» en el instante mismo en que me quitaba las babuchas para probarme unos zapatos de salón que acababa de traer de la mejor zapatería de la ciudad. Un día me encontraba demasiado gorda para su gusto, y al siguiente, demasiado delgada. En ocasiones se declaraba en huelga y se negaba a tocarme durante tres semanas seguidas, tratándome de hembra lúbrica, y vomitaba su whisky en el embaldosado en cuanto me atrevía a cogerle la mano para posarla sobre mi blusa. Luego, de repente, cuando yo desesperaba ya de volver a ver jamás sus tetillas y sus nalgas, me agarraba bruscamente cual un tornado y me aplastaba contra el suelo, contra la pared o contra la superficie de un viejo escritorio, vociferando su placer, pidiéndome que le cuchicheara marranadas al oído. Me imponía sus caprichos, me hacía galopar, desfalleciente de angustia, por la ciudad a causa de una llamada telefónica a la oficina, en la que se declaraba cansado, hastiado, al borde del suicidio. Lo imaginaba ya muerto, lívido, rígido, y hete aquí que me recibía sonriente, recién afeitado y perfumado, con la bragueta abierta y el sexo pidiendo guerra. Me aspiraba la lengua, me mordía los pechos y los labios, me separaba las piernas, hincaba la polla en mi sexo febril, haciéndola entrar y salir, metódica, largamente, mientras enjugaba mi deseo con un faldón de su camisa, que olía a lavanda y llevaba en el bolsillo delantero sus iniciales, discretamente bordadas.

Empezó a hablarme de los hombres, y luego de las mujeres. Inocente como un niño que recita su primera lección, sugirió un ménage à trois, y más tarde à cinc. Le taché de loco; quería marcharme de inmediato.

Él reía, me encontraba ingenua, me desafiaba a probar que tenía un alma y que habría resurrección después de la muerte. Yo me sentía perpleja. Para mí, el alma era algo que se daba por supuesto, una evidencia. Y aunque no sabía qué aspecto tenía Dios exactamente, estaba convencida de que era todopoderoso, omnipresente y que mantenía los planetas en equilibrio. Poseía la fe del carbonero. Él buscaba la risa, se sentía demasiado aherrojado en su vida y era una persona triste de nacimiento.

Un día en que me hallaba sentada en sus rodillas susurró:

―De acuerdo, tienes un alma, pero ¿por qué dotarte de un corazón? ¿Tú sabes lo que es un corazón?

―Una bomba.

―¡Hay que ver cómo va mejorando mi beduina! Sí, exactamente, una bomba. Admitirás que de eso algo sé…

―Reconozco que eres un gran médico.

―¡Cállate, traidora! Soy el más cualificado para saber que cuando la bomba deja de bombear, los seres cesan de existir y los cuerpos se sumen de lleno en la podredumbre.

―Los geranios de tía Selma no se plantean ese tipo de cuestiones.

Abrió mucho los ojos, visiblemente atónito.

―¿Qué tienen que ver los geranios en el asunto que nos ocupa?

―Me gusta su color y detesto su olor, pero existen sin que yo tenga que decidir al respecto. También ellos deben de tener un alma, aunque yo no la vea.

―Quieres decir un sentido. ¿Y mi sexo? ¿Tiene sentido a tus ojos?

―Driss, me das miedo. A veces me digo que Dios y tú os parecéis. ¡Demasiado poder! ¡Demasiada seducción! Te quiero tanto que hacer el amor contigo me parece la única plegaria capaz de subir hasta el cielo y de inscribirse en el registro de mis acciones válidas y defendibles a los ojos del Eterno.

Él prorrumpió en carcajadas.

―¡Rozas el chirq[48], pequeña mía! ¡Ten cuidado con no quemarte las alas! Ah, mi pagana querida, tesoro mío, mi puta inmaculada, mi niña sin miedo…

Yo era consciente de que vivía en el paganismo, de que mi fe se me escurría entre las piernas; me aterrorizaba el hecho de que unos cuerpos pudieran darse tanto placer. Sabía que, después de haber franqueado una línea social, lo cual no me había costado nada, había franqueado una línea divina. Me constaba que en las manos de Driss me convertía en una criatura anterior a Jesús, anterior al Corán, anterior al Diluvio. Que desde ahora me dirigía directamente a Dios, sin mediación de libros ni mesías, sin halal ni haram[49], sin sudario ni sepultura. Lo había adivinado una mañana en que, al dirigirme al trabajo, rogué a Dios que Driss me hiciera el amor esa misma noche, tras dos meses de abstinencia. Dios me concedió mi deseo, puesto que Driss me llamó a las cuatro de la tarde, todo azúcar, todo miel, diciéndome que me echaba terriblemente de menos y que me llevaba a cenar a uno de los restaurantes más cotizados de la ciudad.

A lo largo de toda mi infancia había tenido que celebrar a los santos, participar en las peregrinaciones a sus tumbas y ver cómo la sangre de los carneros se extendía por el suelo por la gloria de un desconocido llamado Moulay[50] Fulano de Tal. Al conocer a Driss supe que mi alma se albergaba entre mis piernas y que mi sexo era el templo de lo sublime. Él se proclamaba ateo, yo me afirmaba creyente. ¡No eran más que fruslerías! Por amor a Driss acepté jugar al ajedrez con Dios. Él hacía las aperturas. Magistrales, cabe decirlo. Yo basaba mi defensa en un alfil, en una torre y en la reina que yo no era. Es curioso, nunca hice ningún caso del rey. Creo que Dios adora a sus amantes, quienes, incluso en el trance de la muerte, siguen postrándose ante su gloria. Opino que Dios nos ama hasta el punto de velar sobre nuestro sueño incluso cuando estamos roncando.