Mis bien amadas marginales

Mi primo Saïd me había hecho descubrir que un sexo podía venderse y reportar dinero, como el de las hajjalat que el pueblo había condenado al ostracismo y a quienes tía Taos acusaba de «sacar tajada de su chocho». Yo me decía intrigada: «Entonces hacen lo mismo que yo y yo hago lo mismo que ellas… ¿Por qué tanto alboroto por tan poca cosa?».

Aquellas cuyos nombres se cuchicheaban murmurando aoudhu-billah[47] de indignación eran mujeres sin hombre, y por ese mero hecho se las consideraba carentes de virtud. Sólo eran tres, una madre y sus dos hijas, pero sus pecados, según se murmuraba, igualaban en peso a los de la tierra entera. Vivían solas desde que el padre, que había partido en peregrinaje, desapareciera. Unos decían que había muerto en tierra santa, otros cuchicheaban que se había establecido en Casablanca y que sus mujeres «trabajaban» para él. ¿Cómo podían las mujeres «trabajar» estando recluidas? Pues bien, ahora ya lo sabía.

Tendía el oído para captar el menor rumor que corriese acerca de ellas, y lo atesoraba, febril y ávida. Inventaba cualquier pretexto para merodear en torno a su vivienda, una granja de tejas rojas que les había regalado un antiguo colono y que daba justo al uadi. La habían rodeado de un murete blanco por el que trepaba una enredadera silvestre que ocultaba la fachada y formaba, con sus inextricables tallos, una pantalla para resguardar a esas mujeres.

Siempre había un hombre de piel morena y enorme cabeza apostado en una esquina, el cual hacía las veces de guardián. También les servía de recadero. Se eclipsaba a la caída de la noche para dejar paso a los mozos del pueblo, que iban desfilando más o menos discretos.

En ocasiones se veía a las dos hermanas por las calles de Imchouk, pero a la madre jamás. Atravesaban la plaza, veladas de pies a cabeza, sin mostrar más que un solo ojo, exageradamente perfilado con khol. Se murmuraba que tenían un rostro horripilante, caderas sin curvas, la tez descolorida, los andares pesados y los pies planos.

A veces una de ellas entraba en casa de Arem, la modista, o cruzaba el umbral del mausoleo de Sidi Brahim. También iban al hammam, y todo el mundo sabía que las mujeres dejaban desierta la gran sala para refugiarse en el vestíbulo cuando se anunciaban las hajjalat.

Pude admirarlas a mi antojo el día en que me crucé con ellas junto a la piscina de agua caliente. En cuanto las vio, mi madre dio media vuelta a toda prisa y prácticamente huyó. Yo me quedé allí plantada comiéndomelas con los ojos. Eran hermosas, y gemelas. Sus cuerpos, moldeados por combinaciones de fino encaje, poseían la blancura del alabastro. Los senos, extremadamente pesados, tenían el pezón rosado y pletórico como un grano de granada. Bajo el arco ciliar, dibujado en forma de luna creciente, sus ojos eran de un color indefinible. ¿Aquellos eran los monstruos a los que la gente no dejaba de insultar y de maldecir hasta en el último rincón de Imchouk? A mis ojos de adolescente, aquella carne, aquellos traseros, aquella piel, aquellas caderas no eran otra cosa que la encamación de un deseo total y tiránico. Al inclinarme para recoger el cubo lleno de agua hirviendo, rocé la pierna de una de las hermanas. Cuando levanté la cabeza, con la cara encendida y la vista nublada, la vi sonreír, remota y altiva como una reina. Tomó mi rostro entre sus manos juntas, a modo de copa, y me besó casi en la boca, primero ligeramente y luego con una presión cálida e insistente. Sus labios me produjeron vértigo. Me alejé de allí gritando. Oí a mi espalda las risas de aquella reina de Saba a la que mi profesor era particularmente aficionado.

―¡Vuelve cuando quieras, chiquilla! Tu saliva es de azúcar y miel ―me soltó por encima del mundo y de sus prejuicios.

Mi madre me aguardaba en el vestíbulo, con el ceño fruncido y una mirada suspicaz.

―¿Qué estabas haciendo ahí dentro? ¿Por qué has tardado en salir? ¿Acaso no te he prohibido mirar a esas mujeres de mala vida?

―¡Por querer huir he resbalado! Creo que me he desvanecido.

No era más que una mentira a medias. Todavía me daba vueltas la cabeza a causa del placer experimentado en las mismísimas barbas de Imchouk. El beso de aquella muchacha me quemaba la comisura de los labios y me aturdía. Esa noche, en mi cama, no pude evitar exhortar a Dios:

―¡Haz que me convierta en una hajjala! ¡Haz que esa chica vuelva a besarme!

No volvió a hacerlo, excepto en mis ensueños nocturnos, cuando pensaba en el juramento que había hecho de tener el sexo más bonito de Imchouk y de la tierra entera. Ahora sabía que las hajjalat me sobrepasaban en belleza y en misterio, pero no les guardaba rencor por ello, al contrario, de una manera confusa sentía que eran mis hermanas de raza, unas hermanas mayores que algún día podrían abrirme de par en par las puertas de un paraíso inconcebible para el resto de los mortales.

Una tarde, a la salida de la escuela, me crucé con una de las hermanas, que atravesaba el uadi. A riesgo de que mi madre me desollara, decidí seguirla. Caminaba sin apresurarse ni volverse, mirando recto frente a ella, con un frufrú del velo. Cuando dejó atrás la mezquita, tuve que correr, pues había apresurado el paso bruscamente.

Tomó la dirección del cementerio y, tras haber echado una ojeada en derredor, entró en él. Me oculté detrás de un bosquecillo donde ramoneaban dos cabras. Inclinada sobre una tumba, con las palmas de las manos abiertas y alzadas hacia el cielo, la hajjala rezaba. En derredor no se veía ni un alma viviente.

No acababa de recitar sus versículos y a mí empezaban a entrarme agujetas. Mi retraso me valdría una buena zurra, pensé llena de ansiedad. De pronto vi aparecer, del otro lado del cementerio, a un hombre que avanzó hacia la muchacha. Llegado a su altura, tendió las manos como para una plegaria y luego, de repente, la atrajo hacia él antes de tenderla sobre la tumba. Se deslizó detrás de ella y se pegó a su espalda. El velo apenas permitía adivinar las acometidas del hombre, pues hurtaba ambos cuerpos a las miradas. Finalmente, comprendí el sentido de sus movimientos y abandoné el bosquecillo, regresando sobre mis pasos mientras buscaba una excusa válida para mi retraso.

Mi madre no creyó una sola palabra de lo que le conté. Tras haberme propinado la mayor paliza de mi vida, me encerró en los aseos. Sólo la repentina visita de tía Selma me salvó de un castigo más severo. La esposa de tío Slimane me hizo prometer que nunca más me entretendría al salir de la escuela. Al día siguiente aprovechó que estábamos solas en la parte trasera de la casa, rodeadas de tinajas de aceite de oliva, de cuscús y de carne seca, para preguntarme:

―¿Es verdad que ayer por la tarde te llegaste hasta el cementerio?

―¿Quién te ha contado eso?

―Tijani el bisojo se lo contó a tu tío, que a su vez me lo ha repetido esta mañana, mientras recogía los buñuelos del desayuno. ¿Qué fuiste a hacer allí a la hora del crepúsculo?

―Seguía a la hajjala ―confesé ruborizada.

―¿Ah, sí? Y ¿de qué conoces a esa mujer?

―La vi en el hammam en compañía de su gemela.

Tía Selma estaba encendida de ira. Me tiró de la oreja sin miramientos.

―Escúchame, que no se te ocurra nunca más acercarte a esas mujeres. ¿No comprendes que son malas?

―¡Son tan hermosas, tía Selma!

―¿Yeso a ti qué te importa? ¡No vas a casarte con una de ellas, que yo sepa! ¡Habrase visto! ¡Si te pillo merodeando a su alrededor, te corto la cabeza!

Subí una medida de cuscús a la cocina. Tía Selma seguía refunfuñando a mi espalda, furiosa:

―¡Hermosas, dice! ¡Demasiado bien lo sabemos! ¡Tendremos que casar lo antes posible a esta chiquilla! ¡Es capaz de pagar como un hombre para admirar los limones de las hajjalat!

Agucé el oído, repentinamente interesada: ¿y si recogía bastante dinero para que aquellas bellezas me dejasen contemplar sus senos a placer y, quién sabe, quizá también sus almejas de adultas? Después de todo, Saïd recogió un dirham en menos de media hora gracias a mi chichi. Yo podía hacer otro tanto, e incluso superarlo.

Noura se deshizo en llanto cuando le hablé de ello.

―Te matarán si lo haces. ¡Y sin ti me encontraré sola, convertida en una auténtica hajjala!

―Estás empezando a sacarme de quicio. ¡No se convierte en una hajjala quien quiere! ¡Sólo deseo saber si mi sexo es tan bonito como el suyo!

―Pero ¿quién te dice que tienen bonitos conejos?

―Cuando se tiene una cara tan radiante, ¡forzosamente el culo tiene que hacer juego!

―¡Entonces eres tú quien posee el chochete más bonito de Imchouk! ¡Si hasta tienes un lunar en él! El mismo que luces en la barbilla.

―¡Tú no entiendes nada de conejos, tu especialidad son las pililas! Y ahora, ¡haz el favor de limpiarte los mocos, si no quieres que corra a ver a las putas ahora mismo!

Algún tiempo más tarde oí a tía Taos bramar a tío Slimane, puesto en cuarentena por sus dos esposas: «¡Tus hajjalat acabarán mal, te lo digo yo!». Tres meses después de mi boda, la noticia se abatió como un rayo sobre el pueblo: Aziz, el pastor, había encontrado a una de las hermanas en un campo abandonado cerca del cementerio. Le habían quemado el sexo y clavado un cuchillo en la garganta. Nadie supo nunca quién había cometido semejante abyección. «Sin duda uno de sus clientes que no logró convencerla de que abandonase su oficio», dijo mi madre, con aire plácido, cuando le conté la noticia.

Me sentí triste y totalmente asqueada. ¿De qué sirve la divina Providencia si permite la muerte de una hajjala y deja que seres como Hmed destrocen las rosas con absoluta impunidad? Temblaba de ira contenida y me mordía los puños de pura impotencia.

Nunca más se volvió a ver a las otras dos hajjalat. Cuentan que una noche de diluvio abandonaron Imchouk, tomando la dirección del desierto próximo. Jamás supe cuál de las dos hermanas había muerto, si la que me besó en el hammam o la que la miró mientras lo hacía. Lo cierto es que nunca más he cortado una rosa. Prefiero observar cómo se abre, se ilumina, se marchita y finalmente muere aferrada a su tallo.

En la actualidad, durante mis rondas nocturnas cerca del uadi Harrath, a veces oigo a la piedra gemir. Gotas de agua brotan de ella, gotas escarlata cual si fueran lágrimas vertidas demasiado tarde por seres desesperadamente queridos. Entonces olvido a Driss, a quien la gracia volvió la espalda, y veo de nuevo a mi hajjala nimbada de oro y de misterio.