Desde el principio de nuestra relación Driss insistió en entregarme al final de cada mes cien dirhams, mi «sueldo», decía. Quería dotarme de una independencia económica que me permitiera sanear mis relaciones con tía Selma y autoafirmarme como «mayor de edad y adulta». La idea me pareció incongruente, pero no rechacé su dinero. Insistió en que me inscribiera en un curso de taquimecanografía, que volviese a mis libros escolares, que perfeccionase el francés y la lectura. Lo hice, poco convencida de sus argumentos, pero deseosa de agradarle.
Abandoné el velo por los vestidos que él me regalaba, los zapatos de salón, los fulares y las joyas, que valían una fortuna. Tía Selma refunfuñaba: «Puesto que te folla y te mantiene, ¿qué le impide pedirte en matrimonio? Está haciendo de ti una puta de lujo».
¿El matrimonio? Pero si ya éramos marido y mujer, y un papel firmado en presencia de los adouls[46] no cambiaría gran cosa ese hecho, afirmaba mi amante. Y yo le creía. Antes de hacer el amor me obligaba a leer páginas enteras de Lamartine, corregía mi dicción y mis faltas de ortografía.
―¡Si te aplicas, pronto empezarás con Racine! ―decía risueño.
―Y ¿qué conseguiré con ello? ¿Qué objeto tiene todo este fárrago?
―Pues desarrollar tu mente. Y también proporcionarte un medio de vida.
―¿Trabajar yo? Pero si no tengo ningún título…
―Ya tienes el certificado de estudios y algunos años de colegio. Tú déjame hacer a mí. Pronto reinarás detrás de una mesa de despacho y pondrás tu firma al pie de un montón de papeleo inútil.
Mantuvo su palabra. Menos de un año más tarde, me consiguió un empleo de secretaria en una de las agencias de la compañía aérea del reino. Mis emolumentos eran irrisorios, pero me sentía no poco orgullosa de llevar un sueldo a casa. Tía Selma se negó a que se lo entregase entero a final de mes.
―Se trata de tu dinero, y debes disponer de él libremente. ¿Quieres participar en los gastos?, de acuerdo, pero aprende a administrar tus finanzas y a ahorrar a fin de no verte jamás expuesta a la necesidad.
Driss me abrió asimismo una libreta de ahorros en la Caja Postal. Más tarde tuve una cuenta bancada, pero sigo conservando, todavía hoy, mi libreta postal, como la luz fósil de un planeta desaparecido mucho tiempo atrás.
Amaba a Driss y aprendí a decírselo, ingenua y ahíta de su cuerpo. Él sonreía, un poco triste, y me daba palmaditas en la mejilla con aire paternal.
―Niña mía, ¿qué significa amar? Nuestras epidermis están contentas de frotarse una contra la otra. Mañana encontrarás a otro hombre y sentirás deseos de acariciarle la nuca, de tenerlo entre tus piernas, y a mí me pondrás de patitas en la calle.
―¡Jamás! ―grité horrorizada.
―¡No digas tonterías! Por mi parte, puedo encontrar a otra mujer, a otras mujeres, y desear lamerlas.
―No me gusta nada que te pongas grosero.
Su lenguaje me recordaba a las arpías de mis cuñadas y, no sé por qué, la triste suerte que corrieron las hajjalat de Imchouk.