Badra en la escuela de los hombres

Cuando cumplí diez años se me pasaron las ganas de descubrir el sexo de las mujeres. Quería ver una polla de hombre. Una de verdad. Se lo dije a Noura, y mi prima se partía de risa mientras me trataba de tontaina.

―¡Yo ya he visto varias, y de todos los colores!

¿Dónde?

―¡Pues en el mercado, naturalmente! Los campesinos se sientan con las piernas cruzadas y dejan que su mango se arrastre entre los manojos de verduras.

Fuimos allí juntas, y recorrimos los puestos sin éxito. Empezaba a temer que volveríamos con las manos vacías, cuando tropezamos con un campesino que se había arremangado la vieja chilaba. Nos pareció que entre sus piernas se balanceaba un chisme negruzco, pero la verdad es que no pudimos comprobarlo, pues el buen hombre, habiendo adivinado nuestros tejemanejes, echó a correr en nuestra persecución, tratándonos de «sementeras del diablo».

Moha, el alfarero, debió de seguir de lejos el episodio, puesto que sonrió ampliamente a nuestro paso e hizo una seña discreta.

―¡Eh, niñas! Echad una miradita y veréis el pedazo de regaliz que tengo.

De la abertura de sus pantalones abolsados emergía discretamente un extremo redondo y violáceo, medio oculto por el torno lleno de arcilla que accionaba con un vaivén regular de los pies. Noura y yo nos detuvimos, petrificadas por un instante, y luego salimos pitando, sacudidas por risitas nerviosas.

Durante el regreso, atajando por los campos, le dije a Noura que la pilila del alfarero no era algo bonito de ver.

―¡Y eso que no la has visto entera! A veces se oculta en el bosquecillo y se la enseña a las niñas que se entretienen por allí cuando sus mamas han acabado de lavar la ropa.

―¿A ti te gustaría tocar algo tan negro?

―¡Francamente, sí! Parece que si lo aprietas sale leche. Si una mujer bebe un trago, se queda embarazada.

―¡De eso nada! ¡Esas cosas ocurren con los ojos!

―¿Qué quieres decir?

―Bueno, tía Selma le suelta con frecuencia a tío Slimane: «Deja de mirarme así, de lo contrario me dejarás preñada».

―¡Oh, mierda! ¡Qué mentirosa es esa Bornia! No para de decirle a mi madre que atiborre a mi padre de huevos fritos con ajo y de miel silvestre para que su mango se llene de leche y pueda tener dos guapos gemelos, negros como ciruelas pasas y gigantes como el abuelo…

Noura era mi proveedora de historias subidas de tono. Como la del pastor de Sidi Driss que tenía la manía de frotar la picha contra un seto de chumberas, pues su miembro de ogro velludo era insensible a las espinas. Pero no a los mordiscos de burro, según parece, puesto que tuvieron que hospitalizarlo de urgencia el día en que un borrico ocioso confundió su glande con un higo chumbo y lo mordió con brutal glotonería.

Noura me propuso pasar revista a los pajaritos de los primos. Yo me encogí de hombros, despreciativa. Ya conocía el de mi hermano Alí, al que había sido presentada en varias ocasiones cuando corría con el culo al aire detrás de las gallinas. Incluso lo vi cuando le seccionaron el prepucio y se sumó a la tribu de Abraham, cubierto de mocos y de regalos. Lo único interesante en todo aquel asunto fue ver a mi madre dándose aires en el patio, con un pie metido en un cubo de agua y otro en el suelo. Cuando Alí gritó, ella agitó el pie derecho y golpeó con sus brazaletes las paredes del cubo. Los ruidos metálicos y los alaridos cubrían los lloros de Alí, pero ella sudaba la gota gorda, con la mirada extraviada y lívida. Las madres no soportan que toquen a sus hijos, su botín de guerra. En el fondo sólo les gustan las pililas. Lo cierto es que se pirran por ellas y se pasan la vida mimándolas, con el fin de servirse de ellas en el momento oportuno, como otras tantas dagas y floretes. ¿Quién dijo que las mujeres estaban desprovistas de polla?

Noura pudo satisfacer su curiosidad con respecto a las pichas cuando tía Touriyya, que vivía en una aldea vecina, vino a hacernos una visita durante el Aïd, acompañada de sus dos hijos, de doce y trece años. A la hora de la siesta, Noura y yo nos encerramos en la habitación que ocupaba yo sola desde la reciente boda de Naïma.

Estábamos jugando en un rincón cuando los dos primos entraron de puntillas y nos intimidaron a que nos quedásemos quietas. En un santiamén nos sujetaron contra la pared y nos pellizcaron los senos y las nalgas. Noura se abogaba e intentaba rechazar a Hassan. Por su parte, Said me levantó la falda y trató de engatusarme.

―¿Quieres que te enseñe mi pajarito?

Noura, casi llorando, amenazó con gritar. Los dos hermanos nos soltaron y Hassan anunció desdeñoso:

―¡A ver, meonas, nosotros no forzamos a nadie! Pero si queréis aprender a vivir, venid a reuniros con nosotros mañana cerca del pozo de la Karma. ¡Veréis cosas interesantes!

Desafiando toda prudencia, acudimos. Said y Hassan nos esperaban a la salida del pueblo, resguardados bajo la sombra de un olivo. Nos reencontramos en un claro y luego ante un seto de cañas.

―¡Chist! ¡Bajad la cabeza, que no os vean!

Lo que divisé a través de las cañas me cortó la respiración: una docena de chicos, entre primos y compañeros de juegos, estaban tendidos en la hierba; la mano de uno iba y venía en la entrepierna del otro, y jadeaban con los párpados cerrados. Noura abría unos ojos como platos. Yo sabía que aquel no era mi sitio y que no tenía por qué contemplar un espectáculo semejante.

―¡Curiosona! ¡Viciosilla! ―me susurraba Said con los ojos brillantes.

―Pero ¿por qué hacen eso? ―quiso saber Noura, visiblemente extrañada.

―Porque están empalmados y las cabras no siempre son dóciles ―respondió Hassan con una risita ahogada.

Nosotras nos alejamos rápidamente, pese a las protestas de los dos muchachos.

―¡Eh, chicas! ¡Ahora que habéis disfrutado, tendréis que recompensarnos! ¡Enseñadnos vuestro conejito! ¡Sólo un poco! ¡Va, no seáis malas!

Yo puse pies en polvorosa, y Noura me pisaba los talones. Locos de rabia, los chicos nos persiguieron a través de la maleza, y nos habrían atrapado si Aziz, el pastor, no hubiera pasado, montado al revés en su asno y cantando con su vozarrón melopeas bereberes. Saïd y Hassan tuvieron que batirse en retirada con el rabo entre las piernas.

―¡Eh, memos, no perdéis nada con esperar! Vamos a contárselo todo a Am Habib, el tahhar[45]. ¡Vendrá a cortárosla por segunda vez!

Ver a chicos tocándose unos a otros me disgustó profundamente. Así pues, una pilila no tenía preferencia especial: perseguía tanto al conejito como a la bragueta, tanto daba. Me sentí brutalmente destronada, inútil por completo.

Se lo dije a Noura, que confesó avergonzada:

―Yo creía que sólo las chicas lo hacían entre ellas…

―¿Cómo dices?

―¡Pues sí! No te hemos invitado a participar en nuestros juegos por miedo a que tu madre nos pillara… ¡Tu madre es aterradora!, ¿sabes?

―¡No eres más que una traidora! ¡Me las pagarás!

―¡Te aseguro que sólo esperaba el momento oportuno para hacerte participar!

―¡Bien, pues será ahora mismo! Venid a casa y yo me encargo de burlar la vigilancia de mamá.

Vinieron cuatro niñas, primas y compañeras de clase. Nos encontramos con nuestras muñecas y chucherías, jugando a los mayores que reciben a los invitados a su fiesta. Cada una de las niñas, con una toalla echada sobre la cabeza a modo de almalafa, llamó con los nudillos a la puerta de mi habitación, y entró recitando las usuales fórmulas de cortesía.

―¿Cómo vas, oh, lalla? ¿Cómo va el dueño de tu casa? ¿Y la mayor?, ¿se ha casado? ¡Que Dios bendiga vuestro techo!

Las acomodé sobre una estera, al pie de la cama. Serví un resto de té mezclado con agua y galletas robadas de la alacena de mamá, y luego Noura anunció que íbamos a seguir charlando bajo el somier. Ella empezó la primera a apretarse contra Fátima y las otras niñas siguieron su ejemplo. Yo me contentaba con mirar. Noura no tardó en abandonar a su compañera de juegos para ocuparse de mí. Yo apreté los muslos, pero su mano no tardó en encontrar mi sexo y empezó a cosquillearme el botón por debajo de la falda. Como para vengarme de las deliciosas sensaciones que me procuraba su caricia, metí la mano entre sus piernas y le hice lo mismo. No se oía el menor sonido, pero las manos ejecutaban una furiosa partitura sobre cuerpos aceptantes. Un calor suave se deslizaba a lo largo de mis piernas y me llenaba de aturdimiento. Mi chichi se alzaba bajo la mano activa que lo iba friccionando, que amasaba el pequeño caracol oculto en la parte superior. Traté de no enlentecer el movimiento de mi dedo, a fin de que Noura siguiera poniendo los ojos en blanco, con la mirada extraviada, la boca abierta y la frente perlada de sudor. Pensé de nuevo en la escena de los chicos y me pregunté si encontraban en su juego el mismo placer que nosotras en el nuestro. La mano de Noura me acariciaba y aquello era divinamente estupendo.

Durante casi un año una especie de frenesí se apoderó de nosotras, y nos empujaba, a Noura y a mí, a frotarnos una contra la otra a la menor ocasión, solas o en presencia de otras niñas. Su dedo se convirtió en el visitante titular de mi intimidad. Me repugnaba entregarme a otras manos que no fueran las suyas: ya me mostraba fiel, ya tendía a la exclusividad. Sin desnudarnos, con el sexo apenas liberado, a veces nos cabalgábamos la una a la otra, con los pubis encajados y las manos fisgonas. Noura se convirtió en mi tierno secreto. Yo era su ídolo y un poco de su propiedad.

Por su parte, Saïd seguía dando vueltas a mi alrededor. Pocos días antes de que se marchara a su aldea, vino a buscarme, con chispitas en los ojos y la voz suplicante.

―Tengo algo que pedirte.

―Te escucho.

―Ya viste lo que podía hacerte descubrir.

―¿Hablas de los chicos? ¿Y qué hay con eso? ¡No sois más que una banda de degenerados de los que las mujeres no quieren saber nada!

―Degenerados o no, lo cierto es que te quitaron el hipo. Bien, no es de eso de lo que quería hablarte. Necesito que me hagas un favor. Sígueme.

Se precipitó en dirección a los campos.

―¿Adónde vas? A mamá no le gusta que vaya por ahí con chicos.

―No tardaremos mucho.

Minutos más tarde desembocábamos en el mismo claro que la vez anterior. Un grupo de muchachos deambulaba por allí, como si fuera día de mercado.

―Eres un coñazo. ¿No irás a mostrarme de nuevo la misma escenita?

―No. Es que be hecho una apuesta.

―¿Qué apuesta?

―Que les enseñaría tu conejo.

Me quedé sin habla.

―¡Te lo suplico! ¡No me hagas quedar mal! No corres ningún peligro, te lo aseguro. Tú quédate aquí, bien tranquila. Utilizaré esta toalla como cortina. Mis amigos harán cola, y cada vez que levante la toalla, tú te subes la falda y enseñas tu chochito.

Tenía curiosidad por saber qué vendría después, así que me dejé hacer. Colgó la toalla de una rama, la extendió de manera que me ocultase por entero a las miradas y gritó a sus amigos:

―¡Preparaos! ¡A una seña mía, tú, Farouk, avanzas un paso!

Fue así como, por espacio de media hora larga, pude exhibir mi joya y ver el efecto que producía en los chavales, con las bragas en una mano y la otra ocupada en subirme y bajarme la falda. Mi primo levantaba la cortina y luego la dejaba caer como un torero que agita su trapo ante el animal paralizado. Yo miraba apaciblemente a los pequeños curiosos, quienes, por su parte, clavaban en mi sexo miradas hipnotizadas. Algunos enrojecían hasta las orejas, otros se ponían muy pálidos, como a punto de desmayarse.

Una vez se hubo marchado el último espectador, Said me dio unos golpecitos en la mejilla, muy orgulloso, y exclamó:

―¡Ah, primita, has estado genial! ¡No hay duda de que tienes agallas! ¡Te compensaré, te lo prometo, te lo juro!

―Habías apostado a que mostraría mi conejo a tus amigos sin bajar los ojos, ¿no es así?

―¡Mucho mejor que eso! Cada uno de esos tontainas ha pagado una moneda por poder admirar tu morrongo. En total tengo un dirham en el bolsillo, con el que voy a comprarme el balón que Lakhdar, el tendero, cuelga en la puerta de su tienda para hacerme rabiar.

¡Mi chichi a cambio de un balón! Lo encontraba ridículo, pero al mismo tiempo me sentía halagada de que pudiese proporcionar tanto sin que yo tuviera que hacer el menor esfuerzo. De todos modos, le pregunté:

―¿Y yo qué salgo ganando?

―El aprecio de tu primo, que quizá algún día se case contigo.

―No quiero casarme contigo. Estás demasiado gordo y hueles a ajo como tu madre.

Él y yo no nos casaremos. Contraerá matrimonio con Noura, y la noche de su boda olvidará tener una erección. En cualquier caso, acabará convirtiéndose en uno de los mejores negociantes de su generación.