Driss y yo nos encontrábamos en su piso del bulevar de la Liberté, uno de los numerosos bienes inmuebles que él poseía en Tánger. Mi hombre administraba una inmensa fortuna, legada por una abuela de origen fassi[41] de quien era el único nieto. La anciana había insistido en nombrarlo heredero, saltándose a su hija, en encaramarlo a un rango que la prematura muerte de su padre habría debido prohibirle según las reglas de la jurisprudencia. Apasionado y malicioso, me explicó las sutilezas del derecho musulmán y cómo su abuela había podido burlar sus mecanismos, gracias a la fetua de un muftí de su barrio. No obstante, el dinero le hacía reír, y le gustaba su profesión de cardiólogo, que ejercía con un talento asombroso, reconocido tanto por sus colegas como por sus pacientes.
―Acepté el dinero de mi abuela únicamente porque sabía que ella y yo no podíamos hacer el amor. Quería que yo fuese brillante y me envió a un instituto árabe, cuando la moda exigía que uno se desgastase el culo en las escuelas francesas. ¡Diablo de mujer!
Driss amaba Marruecos hasta el punto de negarse a abrir una consulta en la ciudad, pues consideraba que su verdadero sitio estaba en la salud pública.
Había abandonado Fez y se había instalado en Tánger con ese único objetivo. En ocasiones ponía a Oum Khoulthoum y se declaraba apasionado de las letras árabes y locamente enamorado de los libertinos de la época clásica. Leí a Abou Nawas ante su mirada ávida y húmeda, y descubrí en él una libertad que no pertenecía a este mundo. Mi amante fue el primero en hablarme de la Pasión de Hallaj. A Dios gracias, eso me traía sin cuidado. Al igual que me importaba un comino la lista de visitantes ilustres que me desgranaba, nazarenos «perdidamente enamorados de esa zorra perezosa de piernas abiertas, Tánger, medio loukoum, medio puerca, que tenía fama de poder curarlos de la muerte», entre ellos un tal Paul Bowles, que vivía no lejos de allí, un tal Tennessee Williams, en el Minzah[42], y un tal Brian Jones, que se había alojado en casa de los músicos de Jajouka[43]
En ocasiones me dedicaba a examinarlo con detalle. No era guapo en el sentido estricto de la palabra, pero tenía esa delgadez provocadora, esos músculos largos y finos que se mueven bajo una piel color barro cocido y que me hacían derretirme, con las piernas temblorosas y las bragas instantáneamente mojadas. Por la forma de sus dedos, afilados y delicados, se adivinaba un sexo venenoso, de esos que navegan en alta mar, insaciables e infatigables. Soy de esas a las que una sola vez no satisface. Fue él quien hizo que lo descubriera.
Reía y al ver sus dientes entraban ganas de morder sus labios llenos, de olfatear el espacio que separa la nariz de la boca, ahí donde el tabaco deja huellas sutiles, ahí por donde me encanta pasar la lengua. Desde entonces adoro el olor del tabaco cuando se mezcla con el ligero sudor de las pieles morenas.
Mi hombre se pasaba la mayor parte de su tiempo libre leyendo y preparando chistes para sus veladas de la alta sociedad. Hablaba de las mujeres, de sus culos y de sus senos sin pestañear, divertido y feroz, con el sexo erecto y la mano golosa. Bebía, titubeaba, se rascaba las nalgas, deambulaba entre sus muebles, discos y chucherías, desnudo y completamente a gusto, reía cuando le pedía que mirase a otra parte y que no clavara la vista en mi trasero cuando me dirigía al cuarto de baño. No prestaba atención al tiempo ni reparaba en gastos. En lo que a mí concierne, recorría a paso largo los campos de la infancia, colmada. No me encontraba en Tánger. De hecho, no estaba en parte alguna. Me hallaba inmersa en un amor increíble y total, un amor políglota, que no necesitaba ni hijos ni certificado de matrimonio, un amor que sólo sabía amar.
Un día tomó mi rostro entre sus manos y me preguntó, vagamente inquieto:
―Dime, ¿me quieres?
No supe qué responder. Que me lo dijera a mí misma o se lo confesara a tía Selma carecía de importancia, pero ¡confesárselo a Driss!
―No lo sé…
―¿Por qué vienes a verme, entonces, con peligro de que Tánger te tilde de puta?
―¡Tánger no me conoce!
―¡Ya lo creo que sí, gatita mía! Y lo cierto es que esta ciudad me conoce demasiado bien para perdonarme.
―¿Perdonarte qué?
―Que te haya preferido a Aïcha, Farida, Shama, Neïla y tantas otras desvergonzadas de buena familia…
―¡Y, sin embargo, sigues viéndolas!
―¡Para divertirme, albaricoque mío! ¡Sólo para divertirme! Shama sostiene que percibe tu olor en mis cabellos, y Naila dice que desde hace algunos meses apesto a hilba[44]…
―¿Y tú les crees?
―Por lo que respecta a mis cabellos, sin la menor duda. ¡Siempre tengo la cabeza metida entre tus piernas! Por lo demás, ellas lo saben.
―¡No!
―¡Sí! Incluso les he sugerido que hagan otro tanto, en vez de pasarse la vida chupándosela a Jalloun, el vecino, por turno.
―¡Estás completamente loco!
―¡Nada de eso! Me limito a contarte lo que ocurre en los palacios de nuestra querida ciudad. Entre tanto ¿tendrás la bondad de dejar que tu enamorado te pruebe una vez más?
No servía de nada protestar o simular que aquello no me gustaba. Le bastaba con asomarse a mis bragas para descubrir una fuente desvergonzada.