La fiesta había terminado y estaba lista para partir, abandonando toda esperanza de regresar a la casa paterna. Me incliné hacia mi madre y, como exige la tradición, murmuré: «Perdóname el daño que te he hecho».
La fórmula sellaba la separación. Mi hermano se agachó para descalzarme. Puso algo de dinero en uno de mis zapatos y luego me llevó en brazos hasta el exterior de la casa. El burro propiedad del suegro de Naïma me aguardaba en la puerta para depositarme en casa de mi nueva familia, quinientos metros más allá.
―¡Necesito un chiquillo! ¡Deprisa! ―gritaba Chouikh, el vendedor de buñuelos.
Un niño debía acompañarme en mi breve viaje con el fin de que me trajera suerte. «Quiero a mi sobrino Mahmoud», murmuré. Blandir a un bastardo, lo que supuestamente traía desgracia, en la cara del destino para que me concediera, contrito, hijos varones no carecía de desfachatez. Conseguí lo que quería, y pude estrechar al hijo de Alí contra mi pecho a la vista de las mujeres iracundas.
Tío Slimane sujetaba las riendas del animal y avanzaba, con la espalda encorvada y el turbouche[37] deshecho. Un mulo conducía a otro, y tía Selma estaba lejos.
Mi suegra me aguardaba, rodeada de sus tres hijas solteronas. Sus alaridos eran demasiado agudos y las almendras que arrojaban en señal de bienvenida parecían piedras. Slimane me cogió por la cintura y me depositó ante aquella hilera de brujas.
Neggafa y Naïma me acompañaron hasta el dormitorio nupcial. Mi hermana insistió en desnudarme, lo que contrarió a Neggafa, a la que correspondía esa misión. Me desabrochó el vestido en silencio y yo le cuchicheé:
―¿Qué va a pasar ahora?
Sin levantar la mirada, respondió igual de bajito:
―Lo que pasó entre mi marido y yo el día en que dormiste en casa, en nuestra habitación. Ahora ya sabes a qué atenerte.
Así pues, sabía que yo sabía. Neggafa empezó a desgranar sus consignas.
―En cuanto nos marchemos, agita siete veces tu zapato delante de la puerta diciendo: «Quiera Dios que mi marido me ame y no mire a ninguna otra más que a mí».
Rebuscó en su corpiño y sacó de él un sobrecito.
―Vierte estos polvos en el vaso de té que he depositado en la mesilla y arréglatelas para que tu marido tome unos cuantos sorbos.
Sin embargo, no llegó a darme el sobrecito, pues mi suegra había entrado en la habitación sin previo aviso, llevando en la mano un brasero que desprendía densas vaharadas de incienso.
―Mi hijo no tardará en llegar ―pregonó―. Apresúrate.
Naïma me quitó el sujetador y luego las bragas. Estuve a punto de reventar de risa al ver cómo mi decente pueblo podía volverse obsceno tan pronto como tenía la certeza de estar en su derecho y de seguir un recto camino.
Antes de entregarme a Hmed, Neggafa me susurró al oído:
―Ponte el camisón debajo del trasero para que enjugue la sangre. Es de algodón y las manchas resultarán muy visibles.
Luego añadió, severa:
―No dejes que deposite su simiente en ti. Tendrás el sexo demasiado húmedo y eso a los hombres no les gusta. Tiéndete en la cama. No tardará en reunirse contigo.
Mi hermana se inclinó a su vez hacia mí.
―Cierra los ojos, muérdete los labios y piensa en otra cosa. No sentirás nada.
Me encontré sola de nuevo; mi vestido de novia yacía como una piel de cordero a los pies de la cama. Me planté ante el espejo del armario macizo y me miré, ¡completamente desnuda! Mi piel brillaba a la luz de las velas, lisa y lampiña. El cabello me caía en cascada por la espalda, los dibujos de la alheña desprendían su intenso aroma a lo largo de mis brazos. Mis pechos apuntaban, firmes y orgullosos. Me los cubrí con las manos. ¿Qué irían a sufrir y descubrir? Circulaban tantas historias acerca de la noche de bodas y de sus tormentos… Y también tantos escándalos…
Mi primo Saïd había sido el hazmerreír de las chozas hasta en Argelia. El tipo que años atrás ofreciera mi sexo a la curiosidad de sus amiguitos no pudo enfrentarse al de su mujer y se reveló como un verdadero doncel. Para desesperación de sus allegados y amigos, intentó huir.
―Pero bueno, ¿eres un hombre o no lo eres? ―exclamó uno de ellos, harto ya de tonterías.
―Oye, sin atropellos. Voy a ir, pero ¡no hace falta que me empujéis!
―¿Te haces de rogar para ensartar a una mujer?
―¡Dejadme respirar!
Entonces, desde el fondo del patio, su padre, loco de rabia, vociferó:
―¡O vas ahora mismo o voy yo en tu lugar!
Said fue, pero no pudo desvirgar a Noura, su mujer. Su madre declaró que estaba embrujado. Entró en la habitación de los recién casados, se desnudó y ordenó a su hijo que pasara siete veces entre sus piernas. Es de creer que el remedio surtió efecto, pues Said recuperó al instante su virilidad y pudo desflorar a Noura en medio de la sangre y los alaridos.
Estaba temblando. Me metí en la cama y tiré de las mantas hacia mí, desnuda y abandonada por todos.
Cuando volví a abrir los ojos, vi a Hmed de pie delante de mí. Era nuestro tercer encuentro, después del de la petición de mano y el del Aïd, cuando había venido a traer el regalo del moussem[38]. No sé si fue la fatiga o la emoción, pero me pareció más viejo de lo que lo recordaba. Se sentó en el borde de la cama, me miró y luego pasó una mano tímida por mi cuello y mis senos.
―¡Esto sí que es un bocado digno de un rey! ―masculló.
Se descalzó, extendió una alfombra en el suelo y se prosternó dos veces. Luego se reunió conmigo en la cama.
Sólo pude ver su torso y sus brazos cubiertos de pelos blancos. Me encajó un almohadón debajo de los riñones y me atrajo brutalmente hacia él. El labio inferior le temblaba, húmedo. Yo tenía el camisón bajo las nalgas y a Hmed sobre el pecho. Me separó las piernas y su miembro vino a golpear contra mi sexo. Bornia reía en los campos y sus dientes mellados asustaban a las zanahorias. El sexo que rebuscaba a tientas entre mis piernas era ciego y estúpido. Me hacía daño y me contraía un poco más con cada uno de sus movimientos. Los asistentes tamborileaban en la puerta, reclamando mi camisón de virgen. Intenté liberarme, pero Hmed me clavó bajo su peso y, con el sexo en la mano, trató de hincármelo, pero sin éxito. Sudando y resoplando, me tumbó sobre la piel de cordero, me levantó las piernas, a riesgo de descoyuntarme, y reemprendió sus acometidas. Yo tenía los labios ensangrentados y el bajo vientre me ardía. De pronto me pregunté quién era aquel hombre y qué hacía allí, jadeando encima de mí, deshaciéndome el pelo y marchitando con su pútrido aliento los arabescos de mi alheña.
Finalmente me soltó y se levantó de un brinco. Con una toalla en torno a la cintura, abrió la puerta y llamó a su madre. Esta asomó de inmediato la cabeza; Naïma le pisaba los talones.
―¡Oh! ―exclamó mi hermana.
Ignoro qué fue lo que vio, pero no debía de ser un bonito espectáculo. Mi suegra arrojaba espumarajos de cólera, pues había comprendido que la noche de bodas estaba siendo un fracaso.
Me separó con autoridad las piernas y exclamó:
―¡Está intacta! ¡Bien, no queda otra elección! ¡Hay que atarla!
―¡Te lo suplico, no hagas eso! ¡Aguarda! Creo que está mtaqfa[39]. Mi madre la «blindó» cuando era una chiquilla y olvidó librarla de sus defensas.
Hablaban de un rito tan antiguo como Imchouk, que consiste en echar el candado al himen de las niñas por medio de fórmulas mágicas, haciéndolas inviolables incluso por su marido, a menos que se las libere por medio de un rito contrario. Yo sabía que a mi cuerpo Hmed le resultaba repulsivo, por eso le prohibía todo acceso.
Mi suegra me ató los brazos a los barrotes de la cama con su fular y Naïma se encargó de sujetarme con fuerza las piernas. Petrificada, fui consciente de que mi marido iba a desflorarme ante la mirada de mi hermana. Me partió en dos con un golpe seco y me desvanecí por primera y única vez en mi vida.
Mi doncellez circuló de mano en mano. Desde la suegra a las tías, pasando por las vecinas. Las viejas se lavaron con ella los ojos, persuadidas de que previene la ceguera. El camisón manchado de sangre no probaba nada, salvo la estupidez de los hombres y la crueldad de las mujeres sumisas.
Una cosa era segura: Hmed iba a hacer el amor con un cadáver durante los cinco años que duró nuestro horrendo matrimonio.