Driss me acomodó en su salón y me ofreció fresas y acianos. A continuación me preparó un baño, me llevó de la mano y me sentó, completamente vestida, en la bañera, cuya agua desprendía un aroma a azahar. Chopin revoloteaba entre las paredes de la casa, y por la abertura del cuello de su camisa entreví los pelos negros y abundantes de Driss.
Me descalzó, me acarició los dedos y las plantas de los pies. Yo estaba petrificada. Su boca y su aliento me quemaron el cuello, corrieron a lo largo de mis piernas. Mis pechos se hincharon y sus puntas tensaron la tela mojada, que se me pegaba a la piel, haciéndome aparecer todavía más desnuda ante su mirada. Los oprimió y mordisqueó, y bajo sus dientes ellos doblaron su volumen. Yo temblaba, asustada como un pájaro engullido por un tornado, con la matriz dolorosa de deseo y el vientre contraído de terror. ¿Qué era lo que iba a hacerme? ¿Qué había ido yo a buscar allí?
Me desnudó con gestos lentos y delicados, como se desprende una almendra verde de su tierna piel. En la neblina que saturaba el cuarto de baño, apenas distinguía sus rasgos. Sólo sus ojos me taladraban, horadando mi corazón y mi vagina, dueños de mi destino. Me dije que era una puta, pero sabía que no lo era.
O a lo sumo como lo eran las diosas paganas de Imchouk, libres y fatales, locas de atar.
Me enjabonó la espalda y la zona lumbar, cubrió de espuma mi pubis. El vello hurtaba mi intimidad a su mirada, pero sus dedos se apresuraron a deslizarse bajo las bragas y a separar mis pétalos, dejando al descubierto el clítoris, duro como un garbanzo, que oprimió con gesto delicado y pensativo. Yo gemí y traté de librarme de las bragas, pero él me lo impidió. Me dio la vuelta, abrazó mis muslos y me hizo arquear la espalda. Ya está, me dije, eres su juguete, su objeto. Ahora puede arrancarte la lengua, reventarte el corazón o sentarte en el trono del reino de Saba.
Tras bajarme las bragas, pegó la mejilla contra mis nalgas, abrió la raja con los dedos y paseó por ella la nariz. Yo me había vuelto líquida. Luego tomó un frasco de uno de los estantes, extrajo una gota de aceite y me perfumó el ano con él, masajeándolo largamente, hasta el punto de que olvidé mis temores y mis músculos se fueron distendiendo a medida que se precisaba el asalto de sus sabios dedos. No sabía qué quería hacerme, pero deseaba que lo hiciera. Sobre todo que no detuviese el enloquecedor movimiento circular que me abría a él, mientras mi vagina vertía su júbilo en forma de largos filamentos translúcidos.
Acudió a ella, recogió mi manantial y me embadurnó las nalgas con él antes de hincar los dientes. Jamás mordisco alguno me había sido tan querido. Oí cómo mi vientre reía, lloraba y luego entraba en ebullición. Supliqué: «Basta…, basta…», al tiempo que rogaba por que Driss no se detuviera.
A continuación me llevó, chorreante y gimiente, hasta la cama. Tan pronto como se inclinó para tenderme en ella, lo atraje hacia mí tirando del cuello de la camisa, pegué mi boca a la suya, mamándole la lengua, haciendo saltar los botones de su camisa, para morderle el torso. Él reía, radiante, y apretaba mis pechos con ambas manos, chupando sus extremos incandescentes, mientras paseaba un dedo por el borde de mi gruta empapada. Al límite de mi paciencia, me las arreglé para aspirar al vacilante intruso. El orgasmo me arrojó contra él, jadeante y profundamente turbada.
No me dejó tiempo para recuperar el aliento; por el contrario, guió mis manos hacia su bragueta y me miró mientras la desabrochaba. Incrédula, descubrí un miembro que superaba en fuerza y tamaño a los que había visto con anterioridad. Su rabo era de un tono pardo y maduro, con la piel sedosa y el glande imponente. Posé en él los labios, improvisando una caricia que hasta el momento me era desconocida. Me dejó hacer y observó cómo desfallecía. Lo tenía en la boca y por la sola magia de ese contacto, mi vientre era presa de contracciones. No sabía qué animal se agitaba en él ni por qué aquella polla me procuraba tanto placer por el mero hecho de ir y venir entre mis labios, frotándose contra mi paladar, chocando suavemente con mis dientes al pasar. Driss permanecía de pie, con los ojos cerrados, su vientre plano me colmaba del olor ambarino de su sudor y de su piel.
Se zafó de mi boca y me levantó las piernas. La cabeza de su ariete se apoyó contra mi vagina. Empujé para ayudarlo a entrar, pero una quemadura atroz frenó en seco mi impulso. Él volvió a la carga, trató de penetrar, pero se topó con una estrechez imprevista y retrocedió; luego quiso forzar el paso. Yo gemía, ya no de placer, sino de dolor, empapada pero incapaz de engullirlo. Tomó mi rostro entre sus manos, me lamió los labios y luego los mordió riendo.
―¡Por Dios, pero si eres virgen!
―No sé lo que me ocurre.
―Te ocurre lo que a cualquier mujer cuando abandona su cuerpo demasiado tiempo.
Vio que me dolía y entonces me acarició la espalda, sembrando en ella lengüetazos y mordiscos, y aspiró largamente mis ninfas. No perdió su rigidez ni un instante, su verga batía orgullosa contra mi vientre, mis nalgas y mis piernas.
Sólo cuando me calzó el trasero con un almohadón e hincó su sexo a la entrada de mi fruto, insistiendo para deslizarse en su interior centímetro a centímetro, pudo por fin colmarme, dilatando mis paredes chorreantes, masajeándome la matriz, machacándome con largos y tranquilos movimientos, mientras su sudor goteaba sobre mis pechos. Supo abrirme, poseerme, dilatarme hasta la asfixia, desarrugando mis pulmones e incluso las menores fibras de mi vientre. Su esperma estalló en largos chorros y, al igual que la lluvia, bañó mis mucosas en carne viva, lavándolas de la gangrena.
Permaneció largo rato hecho un ovillo contra mí, y sólo cuando buscó a tientas su paquete de cigarrillos pude ver sus lágrimas.
No quiso que me vistiera ni que volviera a ponerme mis bragas mojadas, se limitó a sonreír al verme proteger con las palmas de las manos mi intimidad. Lo notaba desconcertado, conmovido tanto ante mis pudores como ante mis torpezas. Con los ojos entornados, murmuró: «¡Ah, si te vieras!». Tuve miedo de que hubiera detestado algún detalle de mi cuerpo. Él lo adivinó y, sujetándome los brazos a la espalda, bebió mi boca y metió la cabeza entre mis piernas. Me zafé, herida de placer y de dolor. Mi segunda desfloración me había hecho insoportable la menor caricia.
―No vuelvas a casa hoy, Badra, mi gatito herido ―me pidió.
―Tía Selma no pegará ojo en toda la noche.
―Ya me ocuparé de ella mañana. Entre tanto mira lo que tengo para ti.
Se sacó del bolsillo interior de la chaqueta un estuche azul noche, en el que dormían dos diamantes, dos gotas de agua límpida. Le devolví el estuche, abierto.
―¿Qué haces?
Guardé silencio, atormentada por un cúmulo de sentimientos contradictorios.
―Hace un mes que te esperan. No sabía cómo regalártelos sin ofenderte.
Tomó mis manos entre las suyas, como había hecho la primera noche, y las rozó apenas con un beso.
―Llevo tanto tiempo esperándote, Badra…
Lo miré, muriéndome de ganas de creerle, pero desconfiando del hombre tras haber sido colmada por el macho.
―Eres una hurí, ¿sabes? Sólo las huríes recuperan su virginidad después de cada coito.
Presa de fría cólera, y casi sarcástica, repliqué:
―¡Eres como los demás! ¡Quieres ser el primero!
―¡Pero si soy el primero! Y, por otra parte, me traen sin cuidado los demás y lo que puedan querer. ¡Yo te quiero a ti, tierna almendra mía, mi mariposa!
Colgó las gotas de agua de mis orejas y acarició el lóbulo con la punta de la lengua. En un visto y no visto, tomé conciencia de que estaba completamente desnudo frente a mí y que su verga no había perdido la erección. Peor aún, descubrí que seguía teniendo hambre y sed de sus besos y de su esperma.
El deseo resulta contagioso, y Driss rebosaba astucia. Me abrió a la fuerza las piernas, alisó mis carnes arrugadas y luego me aplicó un bálsamo para aliviar mis irritaciones. Acto seguido deslizó su miembro entre mis senos, que comprimió, entre serio y juguetón.
―Cada parcela de tu piel es un nido de amor y un pozo de éxtasis ―dijo.
Me ruboricé, mientras rememoraba el poder absoluto que Driss había ejercido para explorar mis menores repliegues. Sin embargo, no logré sentirme culpable, disminuida o ultrajada. Su verga iba y venía entre mis senos, tropezando suavemente contra mis labios al final de su recorrido. Cuando me inundó el pecho con su leche, suspiré, ahíta. Él extendió delicadamente el licor sobre mi garganta y me introdujo un dedo en la boca para dármelo a probar. Driss sabía a un tiempo dulce y salado.
Me sobresalté cuando me susurró al oído:
―Estoy convencido de que algún día me beberás. Cuando te sientas del todo confiada.
Me entraron ganas de replicarle «jamás», pero recordé el placer que acababa de proporcionarme. El sabor de la eternidad. De repente, el mundo se había vuelto caricia, se había convertido en un gran polvo. Yo no era sino un loto flotante.
Al día siguiente no sólo estaba enamorada de Driss, sino que mi sexo lo veneraba en igual medida.