Driss no me violó ni me violentó. Esperó a que yo fuera hacia él, enamorada, con los pies enredados en mis cabellos, como la Jazia hilaliana[34], virgen y por estrenar, sin esperanza, sin palabras. Esperó a que me entregase a él y yo lo hice, contra todo sentido común. Y contra los consejos de tía Selma, cuya cólera no se apaciguaba, pues había leído en mi corazón como en un libro abierto.

―¡No eres más que una idiota! Driss está forrado de dinero y adora a las ciervas asustadas como tú. ¡Y a ti no se te ocurre nada mejor que enamorarte de él! Pues lo cierto es que hemos de casarte, pobre zoquete. ¿Dónde crees que estás viviendo? Te encuentras en Tánger, y tu padre, a quien Dios tenga en su gloria, no era más que un pobre sastre de chilabas.

Yo me contentaba con agitar el soplillo de mimbre y mantener el fuego del brasero, sobre el que reinaba un tajín al limón cuyo aroma embalsamaba la casa hasta sus últimos rincones. No podía faltar al respeto a tía Selma, una dama que se empeñaba en cocinar con carbón de leña cuando Tánger hablaba ya de cocinas y, pasmada, las hacía traer de España. Tenía fama de ser una buena cocinera, y sus albóndigas de carne, así como sus guisos de pescado, hacían salivar a lo más selecto de Tánger. Plantada a su lado en la oscura cocina de la calle de la Vérité, vigilaba sus gestos y sus botes de especias, soñando con penetrar el secreto de sus recetas. Quería cocinar como ella y hacer llorar de éxtasis a Tánger, tal como el cantor Abdelwahab habría de hacerme llorar, mucho tiempo después, bajo la cúpula del cielo, sola en medio de los campos, libre y lavada de todo deseo. Casi apaciguada.

Driss había llevado a cabo su investigación. Sabía que yo había estado casada. No me dijo una sola palabra al respecto y tardó seis meses en cosecharme. Me dejó tiempo para fantasear con su voz, con sus manos y con su olor. Me dejó madurar tranquilamente, durante las largas siestas granadinas.

Nos volvimos a ver varias veces en las veladas mundanas, sin tocarnos jamás, sin intercambiar nunca más que una mirada o un saludo en tono neutro y distante. Vino veinte veces a comer a casa de mi tía. Ni una palabra equívoca, ni un gesto fuera de lugar. Más tarde comprendí que era la danza de las serpientes. Ni Driss ni tía Selma se miraban a los ojos, pero uno y otra sabían que habría claudicación. Él me deseaba. Ella defendía la entrada, cobra sagrada montando guardia delante de mi cuerpo, que me producía comezón pero que yo conocía tan poco, y del que ella quería sacar partido convenientemente para asegurarme una vida cómoda de rentista.

La decepcioné y nunca más corrió a restañar mis heridas de mujer. Me consta asimismo que me despreció. Le di la razón muchos años más tarde, cuando ya nadie soñaba con pedir perdón a sus propias lágrimas.

Por aquella época yo estaba en otra parte. Sumida en el amor y en la afectación. Me mordía los labios con el fin de ponerlos más rojos y canturreaba tonadas egipcias para fingir serenidad cuando Driss se anunciaba. En efecto, en cada ocasión avisaba a mi tía de su visita por medio de un mozo de cuerda. Este llegaba por lo general hacia las nueve de la mañana, cargado con dos pesados serones llenos de frutas y verduras. Siempre encontraba en ellos un paquete de swak[35], alheña, corteza de granado y un frasco de khol. A media tarde, cuando Driss se marchaba hacia su ciudad y sus citas, ahíto de tajín y de briouette[36], mi tía mezclaba con agua su alheña, cuyo olor mareante me producía jaqueca. En el espacioso patio, ella y sus golondrinas, que habían vuelto al hogar, piaban al unísono, apartadas del mundo y con la sed apagada en ignoro qué fuente. Los pájaros regresaban a sus nidos y a sus machos. En cuanto a mi tía, se lavaba, se daba masaje, se depilaba, se gratificaba con algunos motivos de alheña, cuando menos picarones, en la parte superior del pecho izquierdo, por ejemplo, y con perfumes secos, y luego se retiraba, sola y extraña, a su amplia habitación llena de cajas claveteadas y de espejos moteados, sin preguntarme si me sentía sola. Más tarde supe que tenía un amante invisible, un djinn del otro mundo. Eso me dejó perpleja, y luego le otorgué el derecho a ser libre, renuncié a averiguar nada más al respecto. Sólo quería que fuera feliz.