Ningún sexo femenino adulto se dignó finalmente desvelarse en mi infancia. Por suerte estaban los ojos de Moha, el alfarero, para consolarme. Sentado ante su tenderete, me despiezaba con franca glotonería cada vez que yo pasaba. Por mucho que apresurase el paso, respetando la consigna que prohibía a las vírgenes de Imchouk toda conversación con el alfarero, las miradas que clavaba en la parte inferior de mi espalda me producían estremecimientos y deseos oscuros. Moha era muy aficionado a las niñas, en especial a aquellas que, como yo, tienen un lunar en la barbilla.
A Chouikh, el vendedor de buñuelos, le encantaba besarme en la corva. En cuanto me veía, abandonaba su mostrador, donde humeaba una gran olla de aceite hirviendo, me alzaba hasta el techo y gritaba a la atención del primer transeúnte: «Dios nos preserve de esta pequeña cuando sea mayor. ¡Fluirá como una fuente de miel en este poblacho lleno de zarzas!», antes de besarme detrás de la rodilla y ofrecerme dos sfinges[33] tan dorados como su mechón.
Yo me sentía orgullosa de tener dos cortesanos cuyas miradas me atraían como un imán. Algo me decía que los tenía en la palma de la mano y que podía hacer con ellos lo que quisiera. Pero ¿qué? Mi poder estaba forzosamente ligado a mi boca, a mi lunar, a la forma de mis piernas y, con mayor certeza todavía, a mi sexo. Para convencerse de ello, bastaba con ver cómo se le iban a mi padre los ojos tras la grupa de mi madre u oír a tío Slimane suplicar a su lalla Selma que le diese a mascar la bola de goma que ella había perfumado con su saliva.
Sabía que en mi sexo anidaba el ojo del ciclón. Sin embargo, por el momento ignoraba si yo era una tormenta de arena, de nieve o de granizo. Sólo tenía miedo a morir sin haber brillado en el cielo de Imchouk.