La almendra de Badra

De vuelta en casa, metí la cabeza bajo las sábanas, me quité las bragas y miré el pequeño triángulo, liso y redondo, que había recibido el homenaje de una mano desconocida pero que yo sabía cariñosa. Rehíce su recorrido con un índice soñador. Con los párpados cerrados y las ventanas de la nariz palpitantes, juré que un día tendría el sexo más hermoso del mundo y que impondría su ley a los hombres y a los astros, sin piedad ni tregua. Simplemente no sabía a qué podía parecerse un objeto semejante una vez llegado a la madurez. De repente tuve miedo de que alguna de las mujeres de Imchouk tuviera uno igual de bonito, capaz de rivalizar con el mío y de reducir mis juramentos a cenizas. Quería estar segura de que, en lo tocante al sexo, el mundo no tendría más que el mío para adorar.

Decidí vigilar a las mujeres, acechar la aparición de su joya íntima para saber qué modelo podía competir con el mío en belleza y en poder. No me resultó fácil rastrearlo. Ni mi madre ni mi hermana se desnudaban nunca delante de mí. Y si bien solía encontrar restos de azúcar caramelizado en el suelo o en el fregadero, nunca sorprendí a mamá depilándose. En el hammam las mujeres se envuelven con un amplio taparrabos o se dejan puestos los pantalones abolsados, y cuando se disponen a enjuagarse, se ocultan detrás de la puerta y no salen sino cubiertas con sus toallas, drapeadas y relucientes como estatuas. Las mujeres jamás se desnudan delante de las niñas por miedo a arrebatarles definitivamente la inocencia de la mirada y a comprometer su destino de futura desposada.

El verano me permitió saciar en parte mi curiosidad. Las campesinas habían invadido los patios y las terrazas, con el fin de ayudar a las mujeres adineradas a almacenar cuscús, guindillas, tomates, carvi y coriandro en previsión del invierno. Con esta mano de obra necesitada y dócil se mezclaban las mujeres nómadas, de mirada penetrante y dialectos ásperos, que leían los posos de café y vendían amuletos. Por su parte, las mendigas se contentaban con llamar a la puerta y tender la mano, seguras de recibir una medida de trigo o un cuarto de cordero seco.

Me pasaba la mayor parte de la tarde en casa de tía Selma y su coesposa Taos, en la orilla oeste del pueblo. Las llamas del horno de pan crepitaban a lo largo del día. Pimientos, mazorcas de maíz y benjuí se asaban en el brasero. La abundancia tranquilizaba los corazones y les daba ganas de ofrecer su riqueza con prodigalidad.

La casa se extendía a lo largo de dos pisos, cada uno compuesto de cuatro habitaciones. Selma pasaba de una a otra ante la mirada dulce y cómplice de Taos. No era un secreto para nadie que esta se sentía ligada a la tangerina tanto como lo estaba Slimane. Fue ella quien viajó por primera vez en su vida a la ciudad con el fin de pedir la mano de su rival para su marido.

―¡Estás loca! ―exclamaron sus parientes y vecinas―. Es más joven que tú y es una chica de ciudad. Introducirás en tu casa a una víbora que no dejará de morderte.

―Yo sé qué es lo que conviene a mi hogar ―se limitó a responder Taos.

Fue así como, contrariamente a todas las costumbres, el padre de Selma no tuvo que tratar con los hermanos y tíos de Slimane, sino con Taos, que formuló la petición de matrimonio, oculta tras una cortina por respeto a las conveniencias.

Una vez por semana las españolas llamaban a la puerta de las dos esposas cómplices con el frufrú severo de sus faldas negras de faralaes y el crujido de sus cestos de mimbre, llenos de sedas y de artículos menudos de plata y encaje. Las campesinas llegaban detrás de ellas, con la cabeza descubierta y los pies descalzos, curiosas y fisgonas. Contrariamente a las mujeres acomodadas, estaban autorizadas a desvelarse sin que ello las expusiera a la menor censura.

Ver el patio lleno a rebosar, a las mujeres reír entre ellas y a las trabajadoras ocupadas en las grandes tareas del verano constituye un tiempo de pura felicidad. Yo no olvidaba mi juramento de escrutarlo todo para salir de la ignorancia. Sin embargo, las cardadoras de lana mantenían obstinadamente las piernas cruzadas, las que lavaban las mantas, con el vestido arremangado, dejaban al descubierto tan sólo las pantorrillas, y las que se ocupaban de rellenar los colchones levantaban una grupa pesada pero celosamente preservada de las miradas indiscretas.

Sólo las campesinas que daban vueltas a los granos de cuscús podían ayudarme a explorar su secreto, pues se sentaban con las piernas abiertas de par en par en torno a inmensos barreños de madera donde mezclaban el agua y la sémola. Yo fingía observar el movimiento de las manos y de los tamices, pero concentraba mi atención en Bornia, la simplona. Su corpulencia la obligaba a moverse sin cesar, restregando el suelo con el culo y transpirando gruesas gotas. La campesina, conocida por su crudo lenguaje y sus gestos obscenos, se levantaba cada dos minutos el bajo de la falda y se abanicaba. Yo acechaba la revelación, pero no se produjo. De hecho, Bornia, más mala que la tiña, me soltó:

―¿Se puede saber por qué me miras así? Hale, largo de aquí, ve a jugar a otra parte. Si no, te mostraré el infierno.

Bornia no sabía que era precisamente eso lo que yo quería. Ver su sexo adulto para poder comparar. Salí pitando sin decir ni mu.

Como las niñas tenían prohibido asistir a las conversaciones de las mujeres, aprendí a confundirme con los objetos y a hacerme olvidar. Veía a las comadres de tía Selma y a las sirvientas cuchichear y luego partirse de risa, inclinarse unas hacia otras, palparse los pechos o el vientre, comparar sus joyas y tatuajes. A veces Bornia estaba inspirada. Se levantaba y esbozaba unos movimientos de pelvis que desencadenaban la histeria de las reunidas. De vez en cuando la mujer de Aziz el pastor tomaba el relevo. Armada de una zanahoria, se metía la imponente hortaliza entre los muslos e iniciaba una danza lasciva, agitando la zanahoria de arriba abajo y de derecha a izquierda, con contoneos francamente lúbricos. Madres y esposas reían, se palmoteaban los muslos o el pecho y se cubrían la boca o los ojos, escandalizadas.

―¡Para! Acabarás por creértelo si continúas ―vociferaba una vecina.

―¡Déjala estar! ―protestaba otra―. Aziz debe de tenerla toda arrugada. ¡Se desquita con lo que tiene a mano!

La bailarina replicó, sin resuello:

―No es una zanahoria lo que tiene, el muy impío, sino un mango de hacha. Cuando me penetra, tengo la impresión de ser ensartada por el cuerno del toro.

―¿Qué toro?

―¡El que lleva la tierra sobre su cabeza para que no se derrumbe sobre las vuestras, pecadoras!

La concurrencia reía a mandíbula batiente.

―¿Y tú, Farida? ―preguntó tía Selma.

La hija del imán respondió:

―En reposo es rollizo y reluciente como una medialuna. Cuando se tensa, parece la espada de un guerrero del islam. Si me resisto a él, es sólo para excitar mejor sus acometidas.

―¿Te susurra cosas al oído?

―No, ¡rebuzna como el burro de Chouikh! A veces creo que se ha vuelto loco, por la manera en que brama al correrse.

―¡Nada de eso! ―puntuó Selma guasona―. Es tu tesoro el que lo vuelve loco.

―A propósito ―replicó la hija del imán―, tú, como tangerina que eres, tendrás que darnos la receta. ¿Cómo os las arregláis en la ciudad para conservar la blancura de marfil de vuestro conejo?

―No hay nada más sencillo, pero no te lo diré. Hay que estar loca para desvelar los propios sortilegios a otra mujer.

―Dime al menos qué he de hacer para estrecharme la vagina… Kaddour afirma que no siente nada cuando me toma, tan grande es el vestíbulo, y el fondo, difícil de alcanzar.

―¡No sabréis nada de todo eso, atajo de mujeres en celo! ¡Sólo comparto mis secretos con mi querida comadre Taos!

Con los ojos arrugados por una sonrisa maliciosa, Taos respondió:

―¡Haced como ella! ¡Id más a menudo al hammam! Su secreto es el agua. Le proporciona ese cutis de melocotón y esa piel de rumí.

―Es verdad ―soltó tía Selma―. El agua es el primer perfume de la mujer y su mejor crema de belleza. Después, y para responderos, pérfidas, hay que velar por conservar un sexo fresco y liso. Lavadlo con un paño embebido en lavanda y perfumad la zona circundante con almizcle o ámbar. Nada debe repeler a vuestro hombre, ni el olor ni el tacto. Ha de tener ganas de plantar los dientes en él antes de introducir cualquier otra cosa.

―Nunca lo ha mirado ―se quejó la mujer del zapa― tero―. ¡Y qué decir de morderlo o besarlo!

―Afortunadamente ―cuchicheó la hija del imán―. ¡Acabaría ciego si lo hiciera!

―El ciego es aquel que tiene la gracia de Dios entre las manos sin saber rendirle homenaje ―cortó tía Selma.