Es curioso que Driss hablase ese día de Satán como comentario a mi confidencia. Por mucho que supiera que me estaba pinchando, un leve malestar me comió la moral. Yo había vivido un instante de luz. Y si el mensajero de mi infancia no era un ángel, no era desde luego un demonio. O bien ni una cosa ni otra, tan sólo un hombre. El mío.

Desde hacía algunos meses un dique se había roto en mi cabeza, y mi cólera crecía como un maremoto. Estaba resentida con Imchouk, que había asociado mi sexo al Mal, me había prohibido correr, subirme a los árboles o sentarme con las piernas abiertas. Guardaba rencor a esas madres que vigilan a sus hijas, supervisan su modo de andar, les palpan el bajo vientre y espían el ruido que hacen cuando mean para estar seguras de que su himen sigue intacto. Estaba resentida con mi madre, que a punto estuvo de blindarme el sexo y que me había casado con Hmed. Sentía rencor hacia los cuervos, los sapos y los perros comedores de carroña. Me reprochaba haber dejado el colegio por un marido y no haber dicho nada cuando Neggafa me introdujo el dedo en el coño, con objeto de comprobar que yo era una verdadera cabeza de chorlito que aceptaba morir demasiado pronto.

Y, además, me decía que no era una hipócrita, que quería cerrar los ojos, dormirme, morir y resucitar al son del tambor y las trompetas, tener a Driss entre los brazos. Desde la Anunciación que se me había hecho al borde del uadi, sabía lo que quería: mirar al sol sin pestañear, a riesgo de perder la vista. Tenía mi sol entre las piernas. ¿Cómo había podido olvidarlo?