La infancia de Badra

Lo conocí cuando era muy pequeña, cerca del puente que salva el uadi Harrath, una noche silenciosa y sin estrellas. Apenas acababa de adentrarme por él cuando una mano me agarró el hombro. La oscuridad era densa y el uadi, una corriente de agua cálida en un paisaje mineral y helado, exhalaba sus vapores. Hasta las piedras parecían haber dejado de respirar. Me dije: «Ya está, por fin vas a ver al gran Efrit de los pies hendidos. Se beberá tu alma y te arrojará al uadi. Tu madre no volverá a gritar tu nombre y jamás verá de nuevo tu cuerpo». Sin embargo, la mano soltó mi hombro y me acarició la garganta antes de oprimirme tiernamente los senos. Mis «habas», como llaman en Imchouk a los pechos nacientes, no debieron de satisfacerle, pues me manoseó un momento las nalgas antes de separar con un chasquido la goma de mis braguitas de niña. Acto seguido se aplastó contra mi sexo, lampiño y cerrado.

Unos dedos febriles se pasearon por el surco del centro, y su tacto era más bien amistoso. Cerré los ojos, confiada y aceptante. Un dedo se destacó y se aventuró en un punto desconocido. Sentí una ligera quemazón pero, en lugar de apretar los muslos, más bien los aparté. Creí oír al uadi suspirar y luego prorrumpir en carcajadas.

Después la mano se retiró y yo me desplomé en la hierba vitrificada. El cielo volvió a centellear y las ranas reanudaron su concierto. Un segundo corazón me había nacido entre las piernas y latía, tras cien años de embotamiento.