No fue tía Selma quien me presentó a Driss, sino un compositor cuyo nombre supe más tarde, Rimski-Korsakov. El que habría de convertirse en mi dueño y mi verdugo era un brillante cardiólogo, nervioso y refinado, que había regresado recientemente de París y que rondaba la treintena. Jamás habría atraído mi atención si una ingenua libertina llamada Aïcha no se hubiera sentado al piano, durante una velada que se desarrollaba en casa de una rica familia del Marshan[30] y hubiera tocado Scheherazade, de memoria, según dijo. Yo nunca había visto a nadie tocar el piano ―un enorme mueble que ocupaba la cuarta parte del salón―, y aún conocía menos los nombres de las sinfonías. Pero estaba cantado que iba a hacer mi aprendizaje del arte en aquellos medios que presumían de cultura, preferentemente francesa.

Arrellanado en su sofá, rodeado de aquellas damas medio aristócratas, medio cortesanas, Driss destilaba chistes atrevidos que las hacían partirse de risa, con aire falsamente ofendido. Otros dandis fumaban de pie, uno con una rosa y otro con un clavel prendidos en el ojal, luciendo un bigote afilado y arqueado a la otomana y con el torso echado hacia atrás. Algunos tenían una cintura oronda y dedos amorcillados y peludos. Muchos de ellos fumaban un puro.

Entre dos rondas de repostería fina, tía Selma, que circulaba con las bandejas, dirigía una ojeada o hacía una caricia discreta a uno u otro de los invitados. Cada vez que me rozaba con su caftán color heces de vino, me susurraba que Fulano era el heredero de inmensas propiedades en el Rif, que Mengano era el descendiente de una gran familia del Makhzen…

No todos eran andaluces o chorfa[31], ni tangerinos de pura cepa. Una de las veces que pasó por mi lado, solté un suspiro de impaciencia, lo cual la hizo reír.

―Abre los ojos y los oídos ―me susurró zalamera―. Eso evitará que mueras en la ignorancia. Y quién sabe, tal vez te case pronto con uno de esos odres repletos de guita ―añadió con voz severa y expresión seria.

Yo no me sentía segura de mi falda de volantes, ni de mis zapatos. La mayoría de las mujeres habían cambiado las babuchas y el atuendo tradicional por zapatos de salón y vestidos ajustados por arriba y amplios por abajo, cuya tela me parecía rica y áspera al tacto. Todas contoneaban la grupa. Yo me sentía un poco tonta, muy campesina, lo cual me avergonzaba. Muy incómoda, transpiraba desde la parte superior de la espalda hasta debajo de mis modositas bragas.

Driss forzó mi puerta en el curso de una de esas veladas. Me encontraba en la cocina bebiendo ávidamente una granadina y abanicándome, secándome el cuello y el pecho con una servilleta, cuando hizo irrupción. Se detuvo un instante y murmuró: «¡Dios mío, qué joya!» cuando me vio paralizada como un conejo ante los faros de un coche.

―¡Perdóname! He venido a buscar cubitos. No pretendía asustarte.

―Pero…

Abrió el frigorífico, sacó una bandeja del congelador y empezó a desprender los cubitos.

―¿Sabes dónde guarda los boles la dueña de la casa?

―No… ¡Soy una extraña!

Él se volvió y prorrumpió en carcajadas.

―También yo soy un extraño. Imagino que tendrás un nombre…

―Badra.

―¡Ah, la luna! ¡Provoca alucinaciones y jaquecas!

Se plantó ante mí, con el bol de porcelana lleno de hielo entre las manos.

―Mi madre me prohibía dormir expuesto a la luna llena. Como adoraba desobedecerle, una vez al mes se veía obligada a cubrirme la cabeza con puré de calabacín y a recoger mi vómito en una cubeta, al pie de la cama. Era un remedio de su propia cosecha. En cualquier caso, ¡es bonito hacer sufrir a alguien con tamaña puntualidad!

Antes de Driss, nadie me había soltado una barbaridad semejante sobre las queridas mamás.

Avanzó hacia mí y, aterrorizada, me pegué a la pared.

―¿Acaso te doy miedo? ¡Con el nombre que llevas, soy yo quien debería huir!

Se marchó hacia el inmenso salón, iluminado con arañas tan pesadas como el pecado y tan majestuosas como el Versalles que visitaría más tarde, sin Driss, dos pasos por delante de mi amante de entonces, Malik, que era diez años más joven que yo.

Tía Selma me descubrió en el mismo lugar, en la cocina, petrificada y lívida, cinco minutos después.

―Pero ¿se puede saber qué te pasa? ¡Se diría que acabas de ver a Azrael, el ángel de la muerte!

―No, no es nada. Es que hace demasiado calor aquí.

―Pues bien, ve a dar una vuelta por el riad[32]. Tú que adoras las flores y las fragancias, te sentirás colmada.

Y así fue. Nunca en mi vida había visto semejante lujo de plantas, tamaño derroche de flores. Exhalaban todos los aromas, ricos y solitarios, fraternalmente unidos a otros cuyo nombre o exacta textura no podía identificar. Eran plantas de ciudad como no las había en el campo, destinadas a agradar a la vista, mientras que las de mi tierra no tenían otro valor que el consumo que de ellas podíamos hacer, y en ocasiones las pacíamos en los mismos campos cual si fuéramos ovejas. Caí en éxtasis ante un seto donde unas rosas blancas parecían a punto de encenderse, inclinadas sobre un parterre de menta silvestre y de salvia. Me dije que el jardinero debía de estar muy loco para haber reunido tantos contrastes.

Por supuesto, fue allí donde Driss me rastreó. Fue allí donde tomó mis manos heladas entre las suyas. Fue allí donde me besó la punta de los dedos. Yo temblaba bajo el rocío de aquella hora tardía, con los ojos desmesuradamente abiertos y la cabeza febril, cuando él dio la vuelta a mis manos para besar la palma en silencio. Por primera vez en mi vida tenía una fortuna entre las manos: la cabeza de un hombre. Él no decía nada, y sus labios eran a la vez tiernos, cálidos y ligeros. Sin una gota de lubricidad. Todo era perfecto: el cielo por encima de nuestras cabezas, el silencio inmenso como un útero protector, el aliento retenido de la noche. ¿Por qué me había hecho eso?

Huelga decir que sentí ganas de llorar. Por supuesto, me lo prohibí.

Levantó la cabeza, conservó mis dedos unos segundos y luego se alejó con su traje blanco; sus pasos crujían sobre la gravilla de una avenida tan larga como mi vida, que sólo estaba en su comienzo. Cuando cruzó el umbral de la gran puerta vidriera del salón, empecé a envejecer. Inexorablemente.

Me quedé largo rato en el jardín. Sola. Sin cuerpo. Sin marido. Sin hijos. Oí a Rimski-Korsakov reanudar su partitura, oscura y almibarada, bajo los dedos de Driss. Fue tía Selma quien me lo contó más tarde, cuando regresamos y nos volvimos a encontrar solas como dos viudas. En fin, era a mí a quien me daba esa impresión. Ella se apresuró a despachar mis preguntas diciéndome que envejecer nunca era bueno para el cutis.

Mucho tiempo después, Driss me enseñó la existencia de Rimski-Korsakov y puso nombre a las notas que Tánger me había entregado, distraída, entre dos puertas. Acababa de conocer al hombre que iba a partir mi cielo en dos y ofrecerme mi propio cuerpo como regalo, cual un gajo de naranja. El que me había «visitado» de niña, Driss, había vuelto a mí. Driss se había reencarnado.