Aunque no me faltaba de nada, era consciente de que el dinero escaseaba y me preguntaba cómo conseguía tía Selma acabar la semana. Era una bordadora sin igual, pero a finales de la década de 1960 la clientela empezaba a disminuir y los ajuares de las jóvenes pasaron a componerse de piezas modernas, importadas de Europa o compradas allí mismo, en las tiendas de moda. Si bien tía Selma nunca se quejó de tenerme a su cargo, yo me sentía incómoda por no poder contribuir a los gastos de la casa. Ella lo adivinó y una mañana, mientras pelábamos las verduras para la cena, me soltó: «Dios provee a las necesidades de las aves y de los gusanos que viven en el seno de la roca. Pero ¿qué decir de los humanos que blasfeman de Él a lo largo del día? Parece ser que hay crisis. Yo digo que hemos de hacer como nuestros hermanos argelinos, ¡colectivizarlo todo! Sí, eso es lo que he oído en la radio. Houari Boumediene ha requisado tierras y ganado con el fin de redistribuirlos equitativamente. Si la gente no quiere compartir, ¡hay que colgarlos por la lengua, que nunca pronuncia suficientes al hamdou lillah![26]».
No tardé en descubrir que mi tía, a la que las contradicciones no le quitaban el sueño, no sólo se contentaba con ser invitada a las veladas de los burgueses tanjaouis[27], sino que preparaba asimismo los menús establecidos por las señoras de la casa, dirigía al equipo de sirvientas, supervisaba las ollas de hrira[28] y las bandejas de tajín, y velaba también por la adecuada dosificación de los machroubat[29] perfumados. Adquirió la costumbre de llevarme en calidad de pinche, y me recomendaba que abriera los ojos, que aprendiese a vivir y a comportarme en sociedad. En efecto, una vez los manjares a punto, las dos nos cambiábamos de ropa y nos mezclábamos con la buena sociedad. La gente apreciaba el humor corrosivo de tía Selma y sus atrevimientos de lenguaje, que ridiculizaban a las cursilonas. Todo el mundo sabía que pertenecía a una familia burguesa, arruinada por las disputas entre los herederos y la rivalidad entre las cuñadas. Era una de los suyos, aunque ligeramente desclasada.
No, nunca me sentí a gusto en esas fiestas. Siempre elegía un rincón y me quedaba allí, muy tiesa, con los nervios a flor de piel, tratando de que me olvidaran, demasiado tímida para hablar, demasiado orgullosa para comer en casa de desconocidos. Observaba a tía Selma, que circulaba entre los invitados, elogiando a uno, cuchicheando una confidencia al oído de otro, mientras su mano levantaba con gesto elegante el bajo de su caftán ricamente bordado, con una sonrisa radiante en los labios. Su estancia en Imchouk no había estropeado ni sus dientes ni sus modales. Por desgracia, no se había traído de allí más que el rabioso «¡uf!» de Bornia, pues no tuvo redaños para desplumar a su marido a fin de precaver las vicisitudes de la vejez.