Mi hermano Alí

Souad no tuvo la suerte de Latifa. Y mi hermano Alí no es más que un mulo con calzones. Mimado y echado a perder, nunca estudió nada, y se pasaba el tiempo pavoneándose al pie de las ventanas de los notables con la esperanza de atraer la mirada de una pánfila de buena familia seducida por su mechón engominado y sus pectorales tallados en granito. Souad, la hija del director de la escuela, cayó de cabeza en la trampa y se rindió a él en el mausoleo de Sidi Brahim, con ocasión de la fiesta anual del hombre santo. La familia no lo supo hasta un año más tarde. Yo acababa de dejar el colegio y Hmed se preparaba para pedir mi mano.

Un día Alí fue en busca de mi madre detrás del telar. Ella pegó un brinco, como mordida por una serpiente. Despavorida, empezó a desollarse metódicamente las mejillas, desde las sienes hasta el mentón. Lloró largo rato en silencio. Sus lágrimas eran la llovizna de una catástrofe sin nombre.

Un mes después, la hija del director cruzaba el umbral de nuestra puerta. Tenía la edad de mi hermano: dieciséis años. Estaba embarazada. Hubo que tragarse el cuchillo del escándalo, manchado de sangre, y casarlos lo antes posible.

Todo se hizo apresuradamente y la cosa tomó el cariz de una clamorosa derrota. Llegada la noche, alguien arrojó las cosas de la adolescente ante nuestra puerta para luego desaparecer en la noche. Souad vino a incorporarse al clan con tres sábanas, dos fundas de almohada y media caja de cartón con vajilla como dote. Mi madre siempre se lo reprochó. «Me la han impuesto, y eso no lo perdonaré jamás», repetía a sus hijas y a sus vecinas, olvidando que detrás de ese «impuesto» había un nombre, el de su hijo Alí, y que Souad sólo era una chiquilla.

Souad comprendió su desgracia desde la primera noche que pasó bajo nuestro techo. A causa de ello perdió la sonrisa, y luego el habla. En silencio, ayudaba a mi madre a hacer las tareas de la casa y a alimentar a todos sus habitantes. Por sus manos blancas y su espalda prematuramente encorvada, saltaba a la vista que estaba acostumbrada a que la sirvieran antes que a servir. Alí y ella se cruzaban sin verse, sin hablarse. La muchacha le ponía el cubierto, depositaba una servilleta y un jarro de agua en la mesita baja y luego se retiraba al patio o a la cocina. Dormía en un cuartucho, pobre apestada cubierta de escupitajos y rodeada de odio.

Su vientre empezó a redondearse y Souad se quedaba ensimismada en su ombligo, con la mirada alelada. Dio a luz a un niño, Mahmoud, sufrió unas fiebres y hemorragias y prefirió morir al cabo de cuarenta días.

Alí nunca se atrevió a coger en brazos a su hijo ni a besarlo. Pese al apresurado desposorio y al certificado de matrimonio debidamente sellado como halal[25], su hijo seguía siendo un bastardo, concebido sin la bendición de la tribu.

Pasado el duelo, mi madre impuso a Alí a una de nuestras primas como esposa.

―Sólo una mujer de tu sangre podrá borrar tu vergüenza y hacer que se olviden tus errores pasados ―decretó, tajante, hierática y visiblemente dichosa por haberse desembarazado de la intrusa.

No, ella no hacía reproche alguno a Alí.

Enamorado de su madre y atento a sus menores deseos, tanto a los más generosos como a los más sórdidos, Alí obedeció. Luego empezó a parecerse físicamente a mi padre, taciturno y apagado, humilde y satisfecho. Se incorporó al taller familiar, que ayudó a sacar a flote junto con nuestro hermano mayor, llevó gorro de lana y qamis gris, se dejó barba y sus músculos se atrofiaron. Volvió a convertirse en polvo.

Al igual que su madre, Mahmoud nunca logró ser aceptado por la tribu paterna y se escapó de casa a la edad de doce años. Dicen que se ha instalado al otro lado de la frontera, en Málaga.