Cubierta con un velo de la cabeza a los pies, atravesé las callejuelas de Imchouk rodeada de un enjambre de vírgenes parlanchinas y melindrosas. Una horda de primas, parientes y vecinas seguía a la comitiva, tocando la tabla y lanzando los alaridos de circunstancias. Era mi hammam nupcial.
A nuestra llegada, largas fumigaciones ascendían ya bajo la cúpula del vestíbulo de entrada. En los braseros ardían la piedra de alumbre y el benjuí, y por todas partes llovían bismillah[21], cual si fueran petardos. La combinación nueva me apretaba un poco en las axilas y empezaba a faltarme el aire. A mi alrededor las vírgenes fijaban enormes velas blancas en el alféizar de las ventanas. Su luz danzarina me decía que todo aquello era irreal.
Neggafa, envuelta en una tela que no lograba ocultar sus pliegues de grasa, no me dejaba ni a sol ni a sombra, chascando ruidosamente en la boca su goma de mascar, ligeramente obscena. Atontada y cubierta de sudor, permanecí en maceración entre una multitud de mujeres que deambulaban medio desnudas.
Acto seguido, Neggafa me hizo tenderme, y mi piel no tardó en empezar a arder bajo las idas y venidas de su guante de crin. Me roció con agua tibia, me cubrió de ghassoul[22] y empezó a masajearme. Sus manos corrieron por mi cuello y mis hombros, se adueñaron de mi espalda en toda su longitud y me levantaron los pechos al pasar, que amasaron brevemente. Resultaba más que placentero; a decir verdad, me aturdía.
El ghassoul se deslizaba por mi pecho y fluía, pardo y perfumado, hacia mi ombligo con un sonido sibilante de burbujas reventadas. Las puntas de mis senos se hincharon, pero Neggafa no pareció reparar en ello. A continuación me pidió que me tendiera boca abajo y la emprendió con mis nalgas. Mi pubis golpeaba contra el mármol bajo la presión de sus manos, indiferentes a mi turbación. Sentí cómo una bola de fuego caía en cascada desde la parte inferior de mi estómago hasta la entrepierna y me entró el pánico. Pero Neggafa tenía la cabeza en otra parte. Para ella yo era un ave de corral que tenía que desplumar, una olla de cuscús. Me bruñía y me lustraba para merecerse el salario. Un cubo de agua fría me sacó brutalmente de un ensueño de placer poco confesable.
Tras los tres baños rituales del hammam, llegó la hora de la depilación. Entonces creí morir. Me desollaron la piel desde la nuca hasta las nalgas, pero el rito de la alheña no tardó en hacerme olvidar mis miserias. Ver cómo las vírgenes se aplicaban una bola de alheña de la novia en la palma de la mano con la esperanza de contraer matrimonio lo antes posible me hizo pensar en los corderos que se precipitan al matadero, bien lustrosos y profiriendo ingenuos balidos. Sin embargo, también yo era un cordero que tendía dócilmente manos y pies a Neggafa, a la espera de que me degollasen. Mis manos, envueltas en algodón y embutidas en guantes de raso, me parecían cortadas. Su santidad era tan irrisoria… Esa noche soñé con las manos de Neggafa y rogué por que las de Hmed tuvieran al menos la misma suavidad. Y un poco más de atrevimiento.